Uno de los grandes empeños de San Pablo en su anuncio de Cristo, es tratar de elevar la mira de sus discípulos
y de las comunidades a las que se dirige. Busca hacerles ver que, aunque
vivamos en el mundo, no podemos enredarnos en las cosas de esta vida y
olvidarnos de lo principal: que somos
colaboradores de Cristo para que, a través nuestro, Él manifieste su poder
salvífico. Esto es lo que da sentido a todo. Si no se ven las cosas terrenales
con una perspectiva eterna, no valen
la pena.
La Iglesia de Corinto (siglo I) |
En la Primera Carta que escribe a los fieles de Corinto, les anima a no ser carnales, sino espirituales
(cfr. 1 Cor 3, 1-9). ¿Qué significa esto. Llama “carnales” a quienes se
complican con envidias, rencillas, recelos y disputas humanas, formando
partidos ―“yo soy de Apolo, yo de Cefas,
yo de Pablo…”― y creando la división, en lugar de buscar ocultarse y desaparecer ―sin afán de protagonismo―, para
sólo mostrar a Cristo, con todo el
esplendor de la verdad sencilla y pura. Es bueno trabajar en el apostolado
―plantar, regar…―, pero sin olvidar que Cristo es quien pone el incremento.
Cristo, a través de su Espíritu, es quien hace crecer y nos lleva a la plenitud de la madurez cristiana.
Siempre necesitaremos la “leche espiritual”, de las enseñanzas elementales y
básicas de nuestra fe: los mandamientos, las prácticas sencillas de piedad…,
pero Dios nos quiere llevar a una mayor altura y profundidad en el conocimiento
de su Hijo, en la práctica de las virtudes, en la vida contemplativa y de
entrega a los demás. Todo esto es un don
de Dios, y para apreciarlo y corresponder a él, necesitamos ser más
espirituales, menos carnales: morir a nosotros mismos para dejar actuar al
Espíritu Santo en nuestras vidas.
Es el ejemplo que vemos en el Señor desde el principio de su ministerio público: predica la palabra, impone sus manos sobre los niños y los enfermos, expulsa demonios, cura todo tipo de enfermedades, resucita muertos…, pero también se aparta a lugares desiertos y pide a sus discípulos que sean discretos, que no hagan alarde ni levanten la voz diciendo que Él es el Mesías (cfr. Lc 4, 38-44). Jesús quiere enseñarles que su misión es otra: ser colaboradores del Espíritu en las almas; dejarle actuar; no ponerle obstáculos; ser transparentes para que Él los utilice como mejor convenga; estar disponibles para seguir sus mociones. No se trata de “hacer muchas cosas” con un activismo desenfrenado, sino de “ser” muy de Dios: hombres y mujeres que saben estar en su lugar y santificarse en la misión, quizá oculta y sencilla, que Dios les ha confiado. María, que colabora mejor que ningún otro en la obra de salvación de su Hijo, nos enseñará a ser buenos colaboradores del Señor.
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