En el año 50 d.C., Corinto era una ciudad portuaria y
cosmopolita. En su segundo viaje apostólico, San Pablo se encuentra con
numerosas dificultades para evangelizar a sus habitantes, por su paganismo y
relajamiento moral. Además, los judíos de la ciudad también lo habían
rechazado. «Una noche el Señor le dijo a
Pablo en una visión: “No tengas miedo, sigue hablando y no calles, pues en esta
ciudad me he reservado un pueblo numeroso. Yo estoy contigo y nadie podrá
hacerte daño”. Pablo siguió enseñando entre ellos la Palabra de Dios, y
permaneció allí un año y seis meses» (Hechos 18, 9-11).
No es de extrañar,
por tanto, que años más tarde, cuando el apóstol les envíe su primera epístola
(de 54 a 57 d.C), insista en no ser
“carnales” sino “espirituales” (cfr. 1 Cor 3, 1-19), y a no tenerse por
sabios según los criterios del mundo, porque la sabiduría de este mundo es
ignorancia ante Dios. El que quiera ser verdaderamente sabio, que se haga
ignorante, les dice (cfr. 1 Cor 3, 18-23). Ya entendemos que San Pablo utiliza
la retórica en este tipo de frases. Lo que realmente quiere decirles es que hay una sabiduría que muchas veces los
mundanos no comprenden, porque les parece inútil. En nuestra era
tecnológica parece que lo que realmente importa es “lo útil”, lo que se puede
medir y contar. Todos estamos inclinados a valorar, antes que nada, la eficacia
de la acción.
En cambio, hay valores que nos cuesta entender: la
adoración, la humildad, la caridad con todos, el servicio desinteresado, la
amabilidad sin hacer distinción de personas, el sacrificio escondido y
silencioso, la alegría del saberse hijo de Dios… Todas estas actitudes, profundamente cristianas, son con
frecuencia despreciadas e infravaloradas en nuestro mundo. Pero en ellas está la verdadera sabiduría que San Pablo
trata de enseñar a los ciudadanos de Corinto: “El mundo, la vida y la muerte, lo
presente y lo futuro: todo es de ustedes; ustedes son de Cristo, y Cristo es de
Dios” (1 Cor 3, 23).
Ante el temor del fracaso, del trabajo infructuoso, de las contrariedades de la vida, Jesús dice a San Pedro: “Lleva la barca mar adentro y echen sus redes para pescar”. Jesús quiere darnos de beber el “vino añejo” del Amor de Dios (cfr. Lc 5, 39). Y, metidos en esas profundidades, podremos echar nuestras redes para la pesca, como “servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios” (cfr. 1 Cor 4, 1), sin juzgar a nadie antes de tiempo pues el Señor es quien habrá de juzgarnos y pondrá al descubierto las intenciones del corazón (cfr. 1 Cor 4, 1-5). María, “asiento de la Sabiduría” nos enseñara a ir “mar adentro”.
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