viernes, 19 de marzo de 2021

La Alianza Nueva

En nuestro blog Reflexiones en el Año de San José se pueden meditar, con motivo de la Solemnidad que hoy celebramos, algunos párrafos de la Exhortación Apostólica de San Juan Pablo II Redemptoris Custos (15 de agosto de 1989).

En este post, comentaremos parte de la de Primera Lectura de la Liturgia de la Palabra del próximo domingo, 5º de Cuaresma (Jer 31, 31-34). Nuestro deseo es que, estas reflexiones, nos puedan ayudar a prepararnos mejor, durante la Semana de Pasión, para vivir con mas intensidad la Semana Santa.

El profeta Jeremías, más de 500 años antes de Cristo, hace una revelación sorprendente: 

«Se acerca el tiempo, dice el Señor, en que haré con la casa de Israel y la casa de Judá una alianza nueva».

Esta frase nos lleva a hacernos las siguientes preguntas: ¿Se ha realizado ya esa alianza? ¿En qué consiste su novedad? ¿A qué casas de Israel y de Judá se refiere?

¿Qué podemos responder a todo esto, según la doctrina católica? Lo primero es que esa Alianza Nueva la realizó ya Jesucristo con su Pasión, Muerte y Resurrección, adelantándola al instituir la Eucaristía el Jueves Santo. Es Nueva porque claramente se distingue de la Antigua Alianza con Israel, aunque no es ajena a ella, pues la lleva a su cumplimiento y plenitud. Por otra parte, Israel y Judá se amplían, con esta Nueva Alianza. Israel y Judá son la Iglesia fundada por Cristo sobre los cimientos de los Apóstoles. 

Pero el texto de Jeremías continúa:  

«Ésta será la alianza nueva que voy a hacer con la casa de Israel: Voy a poner mi ley en lo más profundo de su mente y voy a grabarla en sus corazones».

Ahora nos preguntamos: ¿De qué ley se trata? ¿Qué significa que queda grabada en lo profundo de la mente y corazón?

La Ley de la que se habla es la del Amor, el Nuevo y Único Mandamiento de Cristo. «Dios es Amor» y Cristo se ha encarnado para manifestar el Amor del Padre y para darnos su Espíritu, que es Espíritu de Amor. 

La Ley del Amor se graba en lo más profundo de nuestra mente y corazón, mediante la fe en Cristo Resucitado, que recibimos con un Don en el Bautismo; y la hacemos vida contribuyendo a alimentar la fe y el amor, a través de la meditación de la Palabra de Dios y la recepción de los Sacramentos.

El Espíritu Santo infunde en cada fiel bautizado el Amor de Dios que nos sana del pecado y nos prepara para el encuentro definitivo con Cristo, al final de la vida. 

El texto que estamos meditando, de Jeremías, continúa aclarando mas cosas sobre esa Ley grabada en lo profundo de la conciencia (mente) y de toda la persona (corazón). 

«Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo. Ya nadie tendrá que instruir a su prójimo ni a su hermano, diciéndole: ‘Conoce al Señor’, porque todos me van a conocer, desde el más pequeño hasta el mayor de todos, cuando yo les perdone sus culpas y olvide para siempre sus pecados».

Ante esta última frase de la Primera Lectura de la Misa, nos preguntamos: ¿Se ha realizado ya esta promesa de Dios? ¿No se trataría, más bien, de una promesa para un mundo futuro?

Efectivamente, la Iglesia es Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo (cfr. la eclesiología del Concilio Vaticano II). Pero es un pueblo que peregrina y aún no ha llegado a su Meta. La Promesa ya se está realizando, pero aún no en plenitud. La última meta, indudablemente, es el Cielo, la Jerusalén Celestial. 

Las palabras de Jeremías, por lo tanto, ¿se refieren al Cielo? Sí. Tienen un significado eclesiológico, pero también escatológico: en el Cielo todos conoceremos a Dios, que nos habrá perdonado todas nuestras culpas para siempre. 

Sin embargo, muchos estudiosos, especialmente en nuestro tiempo, afirman que esas palabras de Jeremías se refieren, también y, sobre todo, a la Nueva Jerusalén: a los Nuevos Cielos y la Nueva Tierra, que serían un Reino Eucarístico aquí en la tierra; la Era de Paz de la cual hablaba San Juan Pablo II.

¿Cuándo llegará ese Nuevo Paraíso aquí en la tierra? No lo sabemos con certeza, aunque hay profecías en la Sagrada Escritura y en mensajes de videntes de nuestra época (como Marga, de la cual hemos hablado mucho en este blog) que sostienen su gran proximidad: ya estaríamos en el Tiempo de Gracia que precede a la Gran Tribulación y a la Era de Paz (ver, por ejemplo, el sitio web «Count Down to the Kingdom».    

  Mientras llega el cumplimiento de esa Promesa, repitamos el Padre Nuestro con devoción: «Venga a nosotros tu Reino. Hágase tu Voluntad así en la tierra como en el cielo».


  

viernes, 12 de marzo de 2021

Cristo en la cumbre de las actividades humanas

La Iglesia se viste con ornamentos de color de rosa en señal de su inmensa alegría, cuando ya se acercan los Días Santos.

«Alégrate, Jerusalén, y que se reúnan cuantos te aman. Compartan su alegría los  que estaban tristes, vengan a saciarse con su felicidad» (Antífona de entrada del Cuarto Domingo de Cuaresma).

Los israelitas que iban hacia Jerusalén, entonaban los 15 Cantos graduales, o de subida. Son 15 salmos que manifiestan el gran gozo de llegar a la Ciudad Santa. Jesús, que desde hacía 6 meses había recorrido el camino de «subida» a Jerusalén, también está gozoso, porque se acerca la Hora de la Redención. 

«¡Este es el Día que ha hecho el Señor, gocémonos y alegrémonos en él!» (Salmo 118, 24).

Terminado el destierro de Babilonia, el Rey Ciro permite regresar a todos los judíos a Jerusalén. Es un retorno gozoso de todo el pueblo. 

«Así habla Ciro, rey de Persia: El Señor, Dios de los cielos, me ha dado todos los reinos de la tierra y me ha mandado que le edifique una casa en Jerusalén de Judá. En consecuencia, todo aquel que pertenezca a este pueblo, que parta hacia allá, y que su Dios lo acompañe» (2 Crónicas, 36, 14-16, 19-23; cfr. Primera Lectura de la Misa).

Todos los cristianos nos alegramos de ir a Jerusalén y, sobre todo, de saber que algún día llegaremos a la Nueva Jerusalén (Cielos Nuevos y Nueva Tierra) y a la Jerusalén Celestial (Reino Celestial).

«Junto a los ríos de Babilonia nos sentábamos a llorar de nostalgia; de los sauces que estaban en la orilla colgamos nuestras arpas. Aquellos que cautivos nos tenían pidieron que cantáramos. Decían los opresores: “Algún cantar de Sión, alegres, cántennos”. Pero, ¿cómo podríamos cantar un himno al Señor en tierra extraña? ¡Que la mano derecha se me seque, si de ti, Jerusalén, yo me olvidara! ¡Que se me pegue al paladar la lengua, Jerusalén, si no te recordara, o si, fuera de ti, alguna otra alegría yo buscara!» (cfr. Salmo 136; salmo responsorial de la Misa).

Este cántico es siempre materia de oración para un alma que espera la Gloria de Dios y el cumplimiento de sus promesas.

San Pablo, en la Segunda Lectura de la Misa (cfr. Ef 2, 4-10), subraya una y otra vez que la salvación que tenemos es un don de Dios. «Con Cristo y en Cristo», repite dos veces, hemos sido salvados. Por la gracia y mediante la fe. 

«Porque somos hechura de Dios, creados por medio de Cristo Jesús, para hacer el bien que Dios ha dispuesto que hagamos» (Ibidem).

¿Cuál es el bien que Dios ha dispuesto que hagamos? Jesús lo dice a Nicodemo en el Evangelio de la Misa. 

«Así como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea en él tenga vida eterna» (Jn 3, 14-21).

Más adelante en su Evangelio, San Juan recoge otras palabras del Señor que completan lo dicho a Nicodemo:

«Y yo, cuando sea levantado (exaltatus fuero) de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32).

El 7 de agosto de 1931, en la Santa Misa, al alzar la Sagrada Hostia después de la consagración eucarística, las palabras de San Juan, cap. 12, v. 32 quedaron grabadas a fuego en el alma de Josemaría Escrivá de Balaguer. Vinieron «a mi pensamiento —escribió aquella misma tarde— con fuerza y claridad extraordinarias». Las "oyó" en el tenor latino de la Vulgata: Et ego, si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum. Tenía entonces 29 años y todavía no hacía tres que había fundado el Opus Dei. Fue la de aquella mañana una experiencia mística de su espíritu, semejante a otras que se habían dado —y se seguirían dando— en la vida del Siervo de Dios. Me refiero a la irrupción de lo divino en su alma bajo la forma de loquela o locutio divina. A un primer movimiento de temor ante la Majestad de Dios, siguió la paz del "Ne timeas!", soy Yo. «Y comprendí que serán los hombres y mujeres de Dios, quienes levantarán la Cruz con las doctrinas de Cristo sobre el pináculo de toda actividad humana... Y vi triunfar al Señor, atrayendo a Sí todas las cosas».

Este último párrafo pertenece a un estudio de Pedro Rodríguez (Romana, 13; 1991), y nos ayuda a comprender lo que quiere Jesús de los cristianos corrientes, que viven en el mundo: poner a Cristo en la entraña y en la cumbre de todas las actividades humanas. Así contribuimos a que, pronto, su Reino entre nosotros sea una realidad.   


viernes, 5 de marzo de 2021

"El celo de tu casa me devora"

Tomando en cuenta que el Tercer Domingo de Cuaresma está centrado en la necesidad de defender con valentía la Casa de Dios, es decir, sus Mandamientos, su Palabra, sus Sacramentos, sus Misterios…; podemos dedicar este artículo a discernir sobre cómo hay que entender la actitud del Señor al expulsar a los mercaderes del Templo, y las palabras de la Escritura que, a continuación, recordaron los discípulos al presenciar ese evento: «el celo de tu casa me devora» (cfr. Jn 2, 13-15).

Jesús expulsa a los mercaderes
del Templo (El Greco, 1600)

Vivimos en un mundo en que todo nos lleva a ser «políticamente correctos». Se va creando una mentalidad (una ideología) secularista y secularizarte, que proscribe de modo firme y consistente lo que no se ajusta a sus moldes. Las grandes compañías y los mass media censuran a quienes defienden las verdades más elementales de la ley natural y los derechos que todos tenemos de vivir de acuerdo con nuestra fe religiosa.

En teoría se quiere la libertad y la igualdad para todos los hombres. Pero, en la práctica, se han ido formando una serie de tabúes que coartan la libertad de las personas.

Por otra parte, los cristianos queremos vivir el primer mandamiento del Señor (cfr. Primera Lectura de la Misa: Ex 20, 1-17): Amar a Dios con todo nuestro corazón, y al prójimo como a nosotros mismos. El amor al prójimo incluye el deseo de vivir una fraternidad universal: querer a todos, no discriminar a nadie, respetar la libertad de las conciencias de todos los hombres, convivir pacíficamente con nuestros hermanos, etc. 

Para muchos, el comportamiento de Jesús en el Templo, derribando las mesas de los mercaderes e increpándolos duramente por haber convertido la Casa de su Padre en una cueva de ladrones, puede ser difícil de comprender. La tolerancia que se predica en nuestra época, parece estar en contra de actitudes violentas. Por otra parte, vemos que muchos defienden la protesta violenta, cuando se trata de hacer frente a lo que consideran intocable (p. ej. el aplauso que merecieron las actitudes vandálicas del movimiento Black Lives Matters, en Estados Unidos, contra el supuesto racismo).

San Josemaría Escrivá distinguía entre «libertad de conciencia» y «libertad de las conciencias», por una parte. Y, además, animaba siempre a seguir el ejemplo del Señor, que luego vivieron los primeros cristianos ejemplarmente: nunca hacer el mal para conseguir un bien; nunca utilizar la violencia para convencer a otro de su error. 

Jesús, en el Templo, actúa firmemente. Pero no podemos imaginarlo con una actitud destemplada y violenta. Es verdad que derriba las mesas de los cambistas y habla duramente a los fariseos. Pero todos estos comportamientos van acompañados del respeto y el cariño por cada persona, porque todos somos hijos de Dios. Los mismos mercaderes lo notarían. Es el modo de actuar de un padre bueno que corrige al hijo díscolo y rebelde: siempre desea su bien; nunca lo trata mal: con violencia mala y con odio. 

A nosotros, lo que Dios nos pide es imitar el celo del Señor: «Veritatem facientes in caritate» (Ef 4, 15); vivir la verdad con la caridad. No podemos admitir la libertad de conciencia, que es lo mismo que defender el relativismo. En cambio, amamos la libertad de las conciencias; es decir, defendemos el respeto que merecen todos los hombres de actuar según su conciencia, aunque esté equivocada. Lógicamente, esto no significa que nos quedemos cruzados de brazos cuando vemos que se atropella la libertad de las personas y el bien común. Cuando vemos a alguien equivocado, hacemos todo lo posible, de modo pacífico, para ayudarle a salir del error. 

Todo esto no se puede comprender, cabalmente, sin el Misterio de la Cruz (cfr. Segunda Lectura de la Misa del domingo). La Cruz es fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Amando la Cruz de Cristo, el Señor nos concede la capacidad de comprender el misterio de Dios y del hombre. Identificarnos con Cristo en la Cruz nos llevará a que, en cada momento, sepamos discernir cómo debemos comportarnos: siempre con amor, dulzura y comprensión; y, al mismo tiempo, con firmeza en la verdad, valentía para defenderla, y con un celo que nos lleve a saber ceder en todo lo que sea personal, pero a no ceder en lo que es de Dios. 

La Sabiduría de la Cruz, que podemos pedir al Señor en esta Cuaresma, nos hará verdaderamente sabios y prudentes para saber cómo actuar en el mundo que nos ha tocado vivir.