sábado, 26 de octubre de 2019

Vivir en la Voluntad de Dios (4)

En esta ocasión, vamos a reflexionar sobre algunos textos de los Evangelios en los que Jesús manifiesta en qué consiste su anhelo más profundo: cumplir la Voluntad de su Padre. Tomaremos como guía a Romano Guardini en su libro Jesucristo, Cristianismo y hombre actual, n.15, Cristiandad, 71-76.  

Jacopo de Barbari. Cristo (c. 1503)

 Romano Guardini (1885-1968) fue un sacerdote, pensador, escritor y académico alemán. Es uno de los teólogos que más influyó en el Concilio Vaticano II.

En los Evangelios hay muchos pasajes de la vida del Señor en los que se ve claro su deseo de cumplir la voluntad del Padre. Veamos algunos de ellos. Destacamos en negritas las frases que nos parecen más densas del comentario que hace Romano Guardini.

Ante la pregunta de María y José a Jesús por haberse quedado en Jerusalén en su visita al Templo cuando tenía 12 años de edad, el Señor les responde: “¿No sabías que es preciso que yo esté en lo de mi Padre?” (Lc 2, 49). Guardini comenta lo siguiente.

«Ya en el niño hay un interno tener que (...). Hay en Él un profundo impulso que no procede de una voluntad deliberada; lo lleva, lo sostiene, de suerte que todo obrar brota de interna necesidad —una necesidad que no destierra la libertad, sino que hace más bien que la acción libre brote de la más honda unidad con el ser... Lo que opera esta necesidad, lo esencial de que procede esta unión, es la voluntad del Padre».

Al inicio de su vida pública, nos dicen los evangelistas que Jesús, después de su Bautismo en el Jordán, va al desierto: “El Espíritu lo impulsó al desierto (Mc 1, 12). Este es el comentario breve de Guardini.

«Viene sobre Él violencia, luz, ímpetu, entusiasmo. También esta violencia es voluntad del Padre; pero es violencia del Pneuma, del Espíritu, amor del Padre».

Más adelante, después de la conversación de Jesús con la samaritana junto al pozo de Jacob, San Juan nos cuenta cómo los apóstoles le ofrecen de comer, pero el Señor les dice: “Yo tengo para comer alimentos que vosotros no sabéis (...). Mi alimento es hacer la voluntad de el que me envió (Jn 4, 34). Y Romano Guardini dice:

«El hambre y la sed son la más profunda expresión del hombre. Somos, efectivamente, hambrientos por esencia. Hambrientos de una plenitud que nos sacie eternamente».

En otra ocasión, mientras Jesús está predicando, le dicen que lo buscan su madre y sus hermanos. El Señor responde: “¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? (…), quien hace la voluntad de Dios ese es mi hermano y me hermana y mi madre (Mc 3, 33-35). Veamos el comentario de Guardini.

«La voluntad del Padre es una realidad. Es como un torrente de vida que viene del Padre a Cristo. Una corriente de sangre, de la que Él vive, más fuertemente que de la corriente de su Madre. Y el que está dispuesto a hacer la voluntad del Padre es en Él como un latido del corazón del mismo Padre, y se halla en una unidad de vida con Cristo más real, más profunda, más fuerte que la que tuvo Él con su madre».

Durante la última semana de su vida, en el Templo, ante la pregunta de los judíos: “Tú quién eres” (Jn 8, 25), Jesús les responde, entre otras cosas, hablándoles de su Padre: “Yo hago siempre su agrado (Jn 8, 29). La reflexión de Romano Guardini sobre este pasaje del Evangelio es la siguiente.

«Es como una  postrera y bienaventurada expresión de su vida interior».
«Esto nos permite echar una mirada profunda al interior de Jesús. La voluntad del Padre es el núcleo de que Él vive. La voluntad del Padre es lo que lo impulsa, lo sostiene y guía, la fuente de donde brota, como por necesidad, cada una de sus acciones. Es la gran fuerza pneumática que lo llena y guía. La voluntad del Padre es en Jesús el mandato vivo que hace de Él un enviado; y todo lo que hace recibe de ahí sentido y unidad. La voluntad de Dios es la comida que sacia el hambre de su ser. Es la corriente de vida que le hace latir y en la que es recibido todo el que se conforma a esta misma voluntad de Dios. Esta voluntad es lo más precioso, objeto de la más profunda y delicada solicitud. Pero todo esto es sin conjuro, sin violencia, sin dominio inerte, sino llamada de persona a persona, libremente aceptada y realizada».
«Su vida entera, Jesús vive de la voluntad del Padre. Pero justamente ahí es enteramente Él mismo. Justamente por no hacer su propia voluntad, sino la del Padre, cumple lo más profundamente propio. Esto tiene un nombre: se llama amor. La voluntad del Padre es el amor del Padre. En su voluntad viene el Padre a Jesús (...). Y en la aceptación de esta voluntad recibe Jesús al Padre mismo (...). Algo que nos habla desde fuera sólo puede recibirse en el interior propio, en el corazón, en el espíritu, cuando es el amor».

Finalmente, la oración de Cristo en Getsemani es la siguiente: “Padre mío, si es posible que se aparte de mí este cáliz. Pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras Tú (Mt 26, 39). Y el comentario de Guardini:

«No opera aquí un conjuro, un poder oscuro y forzoso, sino la llamada y la respuesta: (...) se expresa en una fórmula de contradicción (...) para confluir inmediatamente en la más profunda y santa unidad, en que la voluntad del Padre ha sido totalmente recibida en la suya».

Romano Guardini, con su profundidad y claridad habituales, nos abre un horizonte inmenso sobre el conocimiento de Jesucristo en cuanto hombre, que vive en la Voluntad de su Padre continuamente y, este modo de vivir, es el Modelo para cada uno de nosotros.

María, su Madre, también nos enseña con su vida humilde y sencilla a vivir en la Voluntad de Dios. Se lo pedimos a Ella que es Nuestra Madre.  


sábado, 19 de octubre de 2019

Vivir en la Voluntad de Dios (3)


Recientemente se ha publicado el tercer libro del Cardenal Robert Sarah, Prefecto de la Congregación para los Sacramentos y el Culto Divino. El título en castellano es: “Se hace tarde y anochece” (Editorial Palabra).  

EYCK, Jan van. El Retablo de Gante: Virgen María (detalle). 1426-29
  
Después de escribir sus dos primeros libros (“Dios o nada” y “La fuerza del silencio”), ahora, el Cardenal Sarah se detiene a analizar la situación actual del mundo y de la Iglesia, para denunciar abierta y claramente las tinieblas de nuestra época y también para alentarnos con una llamada a la esperanza.

En este “post” transcribiremos y comentaremos brevemente algunas de las citas que aparecen en el libro sobre la Voluntad de Dios. Las negritas son nuestras.

La primera de ellas es parte de la respuesta a la pregunta que le hace Nicolás Diat (el entrevistador): ¿Cree usted que el hombre no debe reducir a Dios a sus pequeños deseos? Robert Sarah responde sugiriendo cómo podría ser nuestra oración de petición a Dios, de la siguiente manera.

“No pretendo condenar las peticiones que los hombres puedan hacer implorando una ayuda divina. Los hermosos exvotos de las capillas, las iglesias y las catedrales demuestran hasta qué punto ha intervenido Dios en ayuda de los hombres. Pero el fundamento de la oración de petición es la confianza en la voluntad de Dios: lo demás se nos dará por añadidura. Si amamos a Dios, si estamos atentos a cumplir gozosamente su santa voluntad, si lo que deseamos por encima de todo es su luz —es decir, la ley de Dios en lo más profundo de nuestras entrañas para que ilumine nuestra vida (cfr. Sal 40, 9 y Hb 10, 5-9)—, Él, obviamente, acudirá en nuestra ayuda en las dificultades”.

Más adelante, Nicolás Diat le hace otra pregunta: Usted suele decir que el sacerdote es un hombre que reza y no un hombre de lo social. ¿Por qué esa insistencia? Y Sarah responde llevándonos al ejemplo de Jesús que siempre busca hacer la Voluntad de su Padre. Estas palabras se pueden aplicar a cualquier cristiano, pues todos tenemos alma sacerdotal.

El Hijo solo no puede nada. Jesús se lo dice con estas palabras: «En verdad, en verdad os digo que el Hijo no puede hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre; pues lo que Él hace, eso lo hace del mismo modo el Hijo» (Jn 5, 19). Y añade: «Yo no puedo hacer nada por mí mismo: según oigo, así juzgo; y mi juicio es justo, porque no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me envió» (Jn 5, 30).
Esta es la auténtica naturaleza del sacerdocio. Nada de lo que es constitutivo de nuestro ministerio puede ser producto de nuestras capacidades personales. Y eso es así tanto cuando se administran los sacramentos como en el servicio de la palabra. No hemos sido enviados para manifestar nuestras opiniones personales, sino para anunciar el misterio de Cristo. No se nos ha encomendado hablar de nuestros sentimientos, sino ser portadores de una sola «palabra»: el Verbo de Dios hecho carne por nuestra salvación: «Mi doctrina no es mía, sino del que me ha enviado» (Jn 7, 16)”.

Y un poco más adelante, vuelve a insistir sobre el mismo asunto:

“Al sacerdote no tiene que preocuparle saber si cuenta con el aprecio de sus fieles. Lo único que debe preguntarse es si anuncia la palabra de Dios, si la doctrina que enseña es la de Dios, si cumple plenamente la voluntad de Dios. Lo que importa es lo invisible. No cabe duda de que debe satisfacer las expectativas de los fieles. Pero los fieles solo le piden ver a Jesús, escuchar su palabra y saborear su amor en los sacramentos de la reconciliación y en la belleza de la liturgia eucarística”.

El Cardenal Sarah, en una de sus respuestas sobre la relación que existe entre la dependencia de Dios (filiación divina) y la libertad humana, comenta lo siguiente citando a Benedicto XVI.

“La libertad de un ser humano es la libertad de un ser limitado y, por tanto, es limitada ella misma. Solo podemos poseerla como libertad compartida, en la comunión de las libertades: la libertad solo puede desarrollarse si vivimos, como debemos, unos con otros y unos para otros. Vivimos como debemos si vivimos según la verdad de nuestro ser, es decir, según la voluntad de Dios. Porque la voluntad de Dios no es para el hombre una ley impuesta desde fuera, que lo obliga, sino la medida intrínseca de su naturaleza, una medida que está inscrita en él y lo hace imagen de Dios, y así criatura libre. Si vivimos contra el amor y contra la verdad —contra Dios—, entonces nos destruimos recíprocamente y destruimos el mundo. Así no encontramos la vida, sino que obramos en interés de la muerte» (Benedicto XVI, 8 de diciembre de 2005).

El comentario del Cardenal Sarah, a estas palabras del Papa, es el siguiente:

“La dignidad del hombre consiste en ser fundamentalmente deudor y heredero. ¡Qué maravilloso, qué liberador es saber que existo porque soy amado! Soy fruto de la voluntad libre de Dios que, en su eternidad, ha querido mi existencia. ¡Qué confortador es saberse heredero de un linaje humano en el que los hijos nacen como el fruto más hermoso del amor de sus padres! ¡Qué fecundo es saberse deudor de una historia, de un país, de una civilización! No creo que haya que nacer huérfano para ser verdaderamente libre. Nuestra libertad solo tiene sentido si alguien distinto de nosotros le da un contenido gratuitamente y por amor. ¿Qué sería de nosotros si unos padres no nos enseñaran a caminar y a hablar? Heredar es la condición de una libertad auténtica”.

Nicolás Diat hace la siguiente pregunta al Cardenal Sarah: ¿El hecho de que existan valores que nadie puede alterar no es la mejor garantía de nuestra libertad? La respuesta es clara.

“Para muchos de nuestros contemporáneos la felicidad nace del mero consumo y de una libertad absoluta cuyas manifestaciones no frenan nada: todos se dejan llevar por sus deseos, sus inclinaciones y sus apetitos. Este disfrute materialista es agónico. El instinto, el placer, la ambición son los únicos amos de estas vidas desencantadas. La vulgaridad es casi animal. No obstante, el hombre seguirá siendo siempre una criatura divina. La verdadera libertad reside en el combate por unirse y responder a la voluntad del Padre. Alexander Solzhenitsyn y todos los prisioneros de los gulags soviéticos conocieron el precio de este camino. Sabían que Dios tiene siempre la última palabra. Por mucho que se niegue, Dios siempre será Dios: habita en medio de nosotros, porque es Él quien nos da la plenitud”.

Casi al final del libro, el Cardenal Sarah nos habla de la caridad como un vivir en la voluntad de Dios.

“No podemos hablar de caridad si no partimos del corazón de Jesús. La caridad no es una emoción. La caridad es una participación en el amor con que Dios nos ama, en el amor que se manifiesta en el sacrificio de la misa. Cuando los cristianos oyen la palabra caridad, piensan en dar algo de dinero a los pobres o a una organización caritativa. Pero es mucho más que eso. La caridad es la sangre que riega el corazón de Jesús. La caridad es esa sangre que ha de regar nuestra alma. La caridad es el amor que se entrega hasta la muerte. El amor nos hace abrazar a Dios, nos hace entrar en su comunión trinitaria, en la que todo es amor. La caridad manifiesta la presencia de Dios en el alma. San Agustín lo dice claramente: «Ves a la Trinidad si ves el amor, porque Dios es amor». La caridad es el don de Dios y es Dios mismo. Nos arrastra cada vez más lejos hacia la unión con Dios. El amor nunca llega a su fin ni está completo. Crece incesantemente para convertirse en comunión de voluntad con Dios. Por medio de la caridad, la voluntad de Dios se nos va haciendo poco a poco menos extraña y se convierte «en mi propia voluntad, habiendo experimentado que Dios está más dentro de mí que lo más íntimo mío. Crece entonces el abandono en Dios y Dios es nuestra alegría», decía Benedicto XVI en Deus caritas est.

Podemos terminar con un consejo que nos da Robert Sarah a continuación:

“El santo es aquel que, fascinado por la belleza de Dios, renuncia a todo, incluso a sí mismo, y entra en el gran movimiento de retorno al Padre iniciado por Cristo. A eso estamos llamados todos. Querría repetírselo a los cristianos: estamos llamados a renunciar a todo, incluso a nosotros mismos, por amor a Dios (…).Todos hemos de vivir una renuncia radical, cada uno en nuestro estado de vida. Todos hemos de experimentar que basta con el amor de Dios”.

Tenemos a Nuestra Señora como Refugio y Ejemplo. Acudamos a Ella para que nos enseñe a vivir en la Voluntad de Dios.


sábado, 12 de octubre de 2019

Vivir en la Voluntad de Dios (2)


El 6 de octubre de 2002 fue la canonización de San Josemaría Escrivá de Balaguer, “el santo de lo ordinario”, en la Plaza de San Pedro en Roma. Celebró la Santa Misa San Juan Pablo II.   

Hans Holbein, el Viejo, La Virgen y el Niño con Santa Ana, 1490s

En su homilía el Papa señaló por qué la Iglesia canoniza a los santos: porque han sido dóciles a las mociones del Espíritu Santo y, de esta manera, han conocido, amado y vivido en la Voluntad de Dios.

““Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios” (Rm 8, 14).
Estas palabras del apóstol san Pablo, que acaban de resonar en nuestra asamblea, nos ayudan a comprender mejor el significativo mensaje de la canonización de Josemaría Escrivá de Balaguer, que celebramos hoy. Él se dejó guiar dócilmente por el Espíritu, convencido de que sólo así se puede cumplir plenamente la voluntad de Dios.
A ese Dios invisible —escribió— lo encontramos en las cosas más visibles y materiales (Conversaciones con monseñor Escrivá de Balaguer, n. 114).
La vida habitual de un cristiano que tiene fe —solía afirmar Josemaría Escrivá—, cuando trabaja o descansa, cuando reza o cuando duerme, en todo momento, es una vida en la que Dios siempre está presente (Meditaciones, 3 de marzo de 1954).
También en el contexto sólo aparentemente monótono del normal acontecer terreno, Dios se hace cercano a nosotros y nosotros podemos cooperar a su plan de salvación” (San Juan Pablo II, 6-X-2002).

Más adelante, San Juan Pablo II animaba a todos los que estábamos presente en la ceremonia a, en  primer lugar,  esforzarnos nosotros mismos para ser santos, y nos señalaba cómo podemos hacerlo.

“Siguiendo sus huellas, difundid en la sociedad, sin distinción de raza, clase, cultura o edad, la conciencia de que todos estamos llamados a la santidad. Esforzaos por ser santos vosotros mismos en primer lugar, cultivando un estilo evangélico de humildad y servicio, de abandono en la Providencia y de escucha constante de la voz del Espíritu. De este modo, seréis “sal de la tierra” (cf. Mt 5, 13) y brillará “vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mt 5, 16)” (Ibidem).

La Voluntad de Dios se manifiesta muy concreta: seguir las pisadas de Cristo (estilo evangélico), que es manso y humilde de corazón (Mt 11, 29); que vino a servir y no a ser servido (Mt 20, 28); que se abandonó completamente a la Voluntad de su Padre (Lc 23, 46); que fue ungido por el Espíritu y se dejó llevar por Él hasta la Cruz (Mc 1, 12.15).   

Después, San Juan Pablo II añade un nuevo enfoque para conocer en qué consiste la Voluntad de Dios, que se enlace perfectamente con lo había dicho hasta el momento.

“Pero para cumplir una misión tan ardua hace falta un incesante crecimiento interior alimentado por la oración. San Josemaría fue un maestro en la práctica de la oración, que consideraba una extraordinaria “arma” para redimir al mundo. Recomendaba siempre: Primero, oración; después, expiación; en tercer lugar, muy “en tercer lugar”, acción (Camino, n. 82). No es una paradoja, sino una verdad perenne: la fecundidad del apostolado reside, ante todo, en la oración y en una vida sacramental intensa y constante. Este es, en el fondo, el secreto de la santidad y del verdadero éxito de los santos” (Ibidem).

La Voluntad de Dios es que busquemos la santidad y el apostolado, fundamentados en la oración (en primerísimo lugar), la expiación (mortificación, penitencia…) y la acción (el trabajo).

Por otra parte, todas las realidades nobles humanas son ocasión para cumplir la Voluntad de Dios. Dios es un Dios cercano y está presente en toda nuestra vida.

“San Josemaría fue elegido por el Señor para anunciar la llamada universal a la santidad y para indicar que la vida de todos los días, las actividades comunes, son camino de santificación. Se podría decir que fue el santo de lo ordinario. En efecto, estaba convencido de que, para quien vive en una perspectiva de fe, todo ofrece ocasión de un encuentro con Dios, todo se convierte en estímulo para la oración. La vida diaria, vista así, revela una grandeza insospechada. La santidad está realmente al alcance de todos” (Juan Pablo II, 7.X.2002, al día siguiente de la canonización de San Josemaría).

El mismo día de la canonización de San Josemaría, el Cardenal Joseph Ratzinger celebraba una Misa para un grupo de lengua alemana y, en su homilía subrayó cómo la santidad se puede alcanzar en la vida ordinaria.

En los procesos de canonización se busca la virtud “heroica” podemos tener, casi inevitablemente, un concepto equivocado de la santidad porque tendemos a pensar: “esto no es para mí”; “yo no me siento capaz de practicar virtudes heroicas”; “es un ideal demasiado alto para mí”. En ese caso la santidad estaría reservada para algunos “grandes” de quienes vemos sus imágenes en los altares y que son muy diferentes a nosotros, normales pecadores. Esa sería una idea totalmente equivocada de la santidad, una concepción errónea que ha sido corregida – y esto me parece un punto central- precisamente por Josemaría Escrivá” (Cardenal Joseph Ratzinger, 6-X-2002).

Ser santo es dejarse guiar por el Espíritu Santo en las cosas pequeñas de cada día.

“Virtud heroica no significa exactamente que uno hace cosas grandes por sí mismo, sino que en su vida aparecen realidades que no ha hecho él, porque él sólo ha estado disponible para dejar que Dios actuara. Con otras palabras, ser santo no es otra cosa que hablar con Dios como un amigo habla con el amigo. Esto es la santidad” (Ibidem).

Conocer, amar y vivir en la Voluntad de Dios se puede lograr en las situaciones más corrientes de la vida humana, pero hay una condición: buscar la oración continua, el diálogo permanente con Dios, la escucha atenta del Espíritu, con la disponibilidad plena a seguir sus mociones generosamente.

Verdaderamente todos somos capaces, todos estamos llamados a abrirnos a esa amistad con Dios, a no soltarnos de sus manos, a no cansarnos de volver y retornar al Señor hablando con Él como se habla con un amigo sabiendo, con certeza, que el Señor es el verdadero amigo de todos, también de todos los que no son capaces de hacer por sí mismos cosas grandes”.

Terminamos acudiendo a Nuestra Madre: “Enséñame a hacer como Tú la Voluntad Divina y a vivir en Ella”.


sábado, 5 de octubre de 2019

Vivir en la Voluntad de Dios (1)

Con el mes de octubre de este año 2019 iniciamos una serie de reflexiones sobre la llamada que Dios hace a todos los hombres a la santidad, entendida como conocimiento, amor y vida en su Divina Voluntad.      

MINARDI, Tommaso, Madonna del Rosario (1841)

San Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei, escribe en Forja: “No te gustaría merecer que te llamaran “el que ama la voluntad de Dios”” (Forja, 422).

Comencemos por hacernos algunas preguntas: ¿Por qué es tan importante para cualquiera “cumplir la voluntad de Dios”? ¿En qué consiste? ¿Cómo se puede cumplir la voluntad de Dios? ¿Qué alcance tiene en la vida del hombre, individual y socialmente?  

Las fuentes para poder dar respuesta a estas preguntas son la Palabra de Dios, escrita y trasmitida en la Iglesia; la vida y los escritos de los santos; y la experiencia personal.  

Las siguientes reflexiones no pretenden elaborar un tratado sobre el tema de la Voluntad de Dios, sino que buscan ser un intento de esbozar algunas ideas que nos ayuden a comprender un poco más esta apasionante cuestión, que constituye el anhelo más profundo del hombre, aunque a veces no lo acabemos de descubrir.

Para empezar analicemos brevemente el Salmo 119.  

Este Salmo (en la Vulgata, 118) está situado entre el grupo de los salmos que forman el Hallel (Salmos 113 a 118), y es como una introducción a los Salmos de subida (Salmos 120 a 124). Invita a disponerse para la subida hacia Jerusalén y al Templo.

Situado detrás del Salmo 118 resume la actitud del justo que está a punto de entrar por la puerta del Señor.

Todo el Salmo 119 está dedicado a la Ley de Dios, que es mencionada en cada uno de sus 176 versículos. Utiliza nueve términos distintos para referirse a ella: ley, preceptos, caminos, decretos, mandamientos, estatutos, juicios, palabras, promesa (cfr. Biblia de Navarra, comentario al Salmo 119).

Se trata de un Salmo compuesto después del Destierro de Babilonia (siglo V a.C.).

“Lleva a desarrollar en la oración el agradecimiento, la súplica y la búsqueda de la sabiduría al hilo de la contemplación de la bondad de Dios manifestada en la donación de la Ley (…). Esta larga oración sobre la Palabra de Dios escuchada en su Ley, la haca suya el cristiano con una intensidad mayor que la que tiene en el contexto del Antiguo Testamento” (Ibidem).

Cristo mismo es la Palabra de Dios hecha carne (Jn 1, 14). No ha venido a abolir la Ley, sino a darle plenitud (Mt 5, 17), mediante su Persona, sus enseñanzas, sus obras, su muerte y su resurrección.

“Corro por el camino de tus mandamientos, porque has dilatado mi corazón. Enséñame, Señor, el camino de tus decretos, y lo seguiré hasta el fin. Dame inteligencia para guardar tu Ley, y observarla de todo corazón (Salmo 119, 32-34)”.

En la Revelación sobrenatural Dios nos ha comunicado su Palabra para llevarnos por el camino de su Designio de Amor. Al principio, en el Antiguo Testamento, a través de su Ley. Luego, por la Encarnación de Jesucristo, nos ha mostrado el camino de la Cruz para llegar a su Resurrección. Finalmente, en la Segunda Venida del Señor, dará cumplimiento a la Ley y a las Promesas, haciendo posible que vivamos plenamente en la Divina Voluntad.

Dios no está lejos de nosotros. Es un Dios cerca no. Desea que lo conozcamos cada vez más. Desea que conozcamos los planes que tiene para nosotros. ¿Cuáles son esos planes? Que vivamos en su Amor. Que vivamos su Vida: la Vida de Jesucristo, que es el Camino, la Verdad y la Vida.

Este es el gran ideal del cristiano, que se puede formular como se ha hecho tradicionalmente: cumplir la voluntad de Dios. Jesús lo dice claramente a sus apóstoles, señalándoles el camino que también ellos deben seguir: “Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra” (Jn 4, 34).

En otro momento, Jesús estaba orando en cierto lugar. Al terminar, uno de sus discípulos le pidió: “Señor enséñanos a orar…” (Lc 11, 1). Y Jesús les enseña el Padre Nuestro, que no es una oración más, sino la Oración del Señor.

En el Padre Nuestro encontramos la súplica primordial y definitiva: “Hágase tu Voluntad en la tierra como en el cielo”. Lo primero que podríamos preguntarnos es: ¿en qué consiste la Voluntad de Dios?

Volviendo a las palabras del Señor en el capítulo cuarto del Evangelio de San Juan, podríamos decir que el alimento del Señor es hacer la voluntad de su Padre, que consiste en llevar a cabo su obra. ¿Qué obra? La Obra de Dios en cada uno de nosotros, hijos de Dios, hermanos de Cristo.
           
En cierta ocasión los discípulos preguntaron a Jesús: “¿Qué debemos hacer para realizar las obras de Dios?” Y Jesús les respondió: “Esta es la Obra de Dios: que creáis en quien Él ha enviado” (Jn 6, 22-29).

Luego, la Obra de Dios es creer en Jesucristo. Así cumplimos la Voluntad de Dios y hacemos su Obra: por medio de nuestra fe en Cristo. Una fe que es amor, al mismo tiempo. Una fe que es entrega total a Él. Nuestro alimento, como el de Jesús, es vivir de fe.

Mañana, 27° Domingo del Tiempo Ordinario, leemos en la Primera Lectura las siguientes palabras: “El justo por su fe vivirá” (Habacuc, 2, 4), y en el Evangelio, nos encontramos con los apóstoles pidiendo al Señor: “¡Auméntanos la fe!” (Lc 17, 5). Por otra parte, San Pablo exhorta a su discípulo Timoteo a que reavive el don que hay en él y no se avergüence de dar testimonio del Señor y tomar parte de sus padecimientos según la fuerza de Dios (cfr. 1 Tim 2, 6-8).

Conocer, amar y vivir en la Voluntad de Dios es conocer, amar y vivir a fondo nuestra fe en Cristo, de modo que nos identifiquemos con Él en su Cruz y en su Resurrección. Así se instaurará el Reino de su Divina Voluntad en el mundo.

Al final de esta reflexión pedimos a María: “Enséñame a hacer como Tú la Voluntad Divina y a vivir en Ella”.