Recientemente
se ha publicado el tercer libro del Cardenal
Robert Sarah, Prefecto de la Congregación para los Sacramentos y el Culto
Divino. El título en castellano es: “Se
hace tarde y anochece” (Editorial Palabra).
EYCK, Jan van. El Retablo de Gante: Virgen María (detalle). 1426-29 |
Después
de escribir sus dos primeros libros (“Dios o nada” y “La fuerza del silencio”),
ahora, el Cardenal Sarah se detiene a
analizar la situación actual del mundo y de la Iglesia, para denunciar
abierta y claramente las tinieblas de nuestra época y también para alentarnos con
una llamada a la esperanza.
En este “post”
transcribiremos y comentaremos brevemente algunas de las citas que aparecen en
el libro sobre la Voluntad de Dios. Las negritas son nuestras.
La primera de ellas es parte de la
respuesta a la pregunta que le hace Nicolás Diat (el entrevistador): ¿Cree usted que el hombre no debe reducir a
Dios a sus pequeños deseos? Robert
Sarah responde sugiriendo cómo podría ser nuestra oración de petición a
Dios, de la siguiente manera.
“No pretendo condenar las peticiones que los hombres puedan
hacer implorando una ayuda divina. Los hermosos exvotos de las capillas, las
iglesias y las catedrales demuestran hasta qué punto ha intervenido Dios en
ayuda de los hombres. Pero el fundamento
de la oración de petición es la confianza en la voluntad de Dios: lo demás
se nos dará por añadidura. Si amamos a Dios, si estamos atentos a cumplir gozosamente su santa voluntad, si lo
que deseamos por encima de todo es su luz —es decir, la ley de Dios en lo más
profundo de nuestras entrañas para que ilumine nuestra vida (cfr. Sal
40, 9 y Hb 10, 5-9)—, Él, obviamente, acudirá en nuestra ayuda en las
dificultades”.
Más adelante, Nicolás Diat le hace otra
pregunta: Usted suele decir que el
sacerdote es un hombre que reza y no un hombre de lo social. ¿Por qué esa
insistencia? Y Sarah responde llevándonos al ejemplo de Jesús que siempre busca hacer la Voluntad de su
Padre. Estas palabras se pueden aplicar a cualquier cristiano, pues todos
tenemos alma sacerdotal.
“El Hijo solo no puede
nada. Jesús se lo dice con estas palabras: «En verdad, en verdad os digo que el Hijo no puede hacer nada por sí
mismo, sino lo que ve hacer al Padre; pues lo que Él hace, eso lo hace del
mismo modo el Hijo» (Jn 5, 19). Y añade: «Yo no puedo hacer nada por
mí mismo: según oigo, así juzgo; y mi juicio es justo, porque no busco mi
voluntad, sino la voluntad del que me envió» (Jn 5, 30).
Esta es la auténtica
naturaleza del sacerdocio. Nada de lo que es constitutivo de nuestro
ministerio puede ser producto de nuestras capacidades personales. Y eso es así
tanto cuando se administran los sacramentos como en el servicio de la palabra.
No hemos sido enviados para manifestar nuestras opiniones personales, sino para
anunciar el misterio de Cristo. No se nos ha encomendado hablar de nuestros
sentimientos, sino ser portadores de una sola «palabra»: el Verbo de Dios hecho
carne por nuestra salvación: «Mi doctrina no es mía, sino del que me ha
enviado» (Jn 7, 16)”.
Y un poco más adelante, vuelve a insistir
sobre el mismo asunto:
“Al sacerdote no tiene que preocuparle saber si cuenta con el
aprecio de sus fieles. Lo único que debe preguntarse es si anuncia la palabra
de Dios, si la doctrina que enseña es la de Dios, si cumple plenamente la voluntad de Dios. Lo que importa es lo
invisible. No cabe duda de que debe satisfacer las expectativas de los fieles. Pero los fieles solo le piden ver a Jesús,
escuchar su palabra y saborear su amor en los sacramentos de la reconciliación
y en la belleza de la liturgia eucarística”.
El Cardenal Sarah, en una de sus
respuestas sobre la relación que existe entre la dependencia de Dios (filiación
divina) y la libertad humana, comenta lo
siguiente citando a Benedicto XVI.
“La libertad de un ser humano es la libertad de un ser
limitado y, por tanto, es limitada ella misma. Solo podemos poseerla como
libertad compartida, en la comunión de las libertades: la libertad solo puede
desarrollarse si vivimos, como debemos, unos con otros y unos para otros. Vivimos como debemos si vivimos según la
verdad de nuestro ser, es decir, según la voluntad de Dios. Porque la
voluntad de Dios no es para el hombre una ley impuesta desde fuera, que lo
obliga, sino la medida intrínseca de su naturaleza, una medida que está
inscrita en él y lo hace imagen de Dios, y así criatura libre. Si vivimos
contra el amor y contra la verdad —contra Dios—, entonces nos destruimos
recíprocamente y destruimos el mundo. Así no encontramos la vida, sino que
obramos en interés de la muerte» (Benedicto XVI, 8 de diciembre de 2005).
El comentario del Cardenal Sarah, a
estas palabras del Papa, es el siguiente:
“La dignidad del hombre consiste en ser fundamentalmente deudor
y heredero. ¡Qué maravilloso, qué liberador es saber que existo porque soy
amado! Soy fruto de la voluntad libre de
Dios que, en su eternidad, ha querido mi existencia. ¡Qué confortador es
saberse heredero de un linaje humano en el que los hijos nacen como el fruto
más hermoso del amor de sus padres! ¡Qué fecundo es saberse deudor de una
historia, de un país, de una civilización! No creo que haya que nacer huérfano
para ser verdaderamente libre. Nuestra
libertad solo tiene sentido si alguien distinto de nosotros le da un contenido
gratuitamente y por amor. ¿Qué sería de nosotros si unos padres no nos
enseñaran a caminar y a hablar? Heredar es la condición de una libertad
auténtica”.
Nicolás Diat hace la siguiente pregunta al
Cardenal Sarah: ¿El hecho de que
existan valores que nadie puede alterar no es la mejor garantía de nuestra
libertad? La respuesta es clara.
“Para muchos de nuestros contemporáneos la felicidad nace del
mero consumo y de una libertad absoluta cuyas manifestaciones no frenan nada:
todos se dejan llevar por sus deseos, sus inclinaciones y sus apetitos. Este
disfrute materialista es agónico. El instinto, el placer, la ambición son los
únicos amos de estas vidas desencantadas. La vulgaridad es casi animal. No obstante, el hombre seguirá siendo
siempre una criatura divina. La verdadera libertad reside en el combate por
unirse y responder a la voluntad del Padre. Alexander Solzhenitsyn y todos
los prisioneros de los gulags soviéticos conocieron el precio de este camino.
Sabían que Dios tiene siempre la última palabra. Por mucho que se niegue, Dios
siempre será Dios: habita en medio de nosotros, porque es Él quien nos da la
plenitud”.
Casi al
final del libro, el Cardenal Sarah nos
habla de la caridad como un vivir en la
voluntad de Dios.
“No podemos hablar de caridad si no partimos del corazón de
Jesús. La caridad no es una emoción. La
caridad es una participación en el amor con que Dios nos ama, en el amor que se
manifiesta en el sacrificio de la misa. Cuando los cristianos oyen la
palabra caridad, piensan en dar algo de dinero a los pobres o a una
organización caritativa. Pero es mucho más que eso. La caridad es la sangre que
riega el corazón de Jesús. La caridad es
esa sangre que ha de regar nuestra alma. La caridad es el amor que se
entrega hasta la muerte. El amor nos hace abrazar a Dios, nos hace entrar en su
comunión trinitaria, en la que todo es amor. La caridad manifiesta la presencia de Dios en el alma. San Agustín
lo dice claramente: «Ves a la Trinidad si ves el amor, porque Dios es amor». La
caridad es el don de Dios y es Dios mismo. Nos arrastra cada vez más lejos
hacia la unión con Dios. El amor nunca llega a su fin ni está completo. Crece incesantemente para convertirse en
comunión de voluntad con Dios. Por medio de la caridad, la voluntad de Dios
se nos va haciendo poco a poco menos extraña y se convierte «en mi propia voluntad, habiendo experimentado que
Dios está más dentro de mí que lo más íntimo mío. Crece entonces el abandono en
Dios y Dios es nuestra alegría», decía Benedicto XVI en Deus caritas est”.
Podemos terminar con un consejo que nos da
Robert Sarah a continuación:
“El santo es aquel que, fascinado por la belleza de Dios, renuncia a todo, incluso a sí mismo, y
entra en el gran movimiento de retorno al Padre iniciado por Cristo. A eso
estamos llamados todos. Querría repetírselo a los cristianos: estamos llamados a renunciar a todo, incluso a nosotros
mismos, por amor a Dios (…).Todos hemos de vivir una renuncia radical, cada
uno en nuestro estado de vida. Todos hemos de experimentar que basta con el
amor de Dios”.
Tenemos a Nuestra Señora como Refugio y
Ejemplo. Acudamos a Ella para que nos enseñe a vivir en la Voluntad de Dios.
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