viernes, 28 de mayo de 2021

¡El Señor viene!

El Tiempo Ordinario —desde ahora hasta el Primer Domingo de Adviento— nos da la oportunidad de reflexionar en los textos litúrgicos de cada domingo, desde una perspectiva actual; es decir, de meditar esos textos —tanto los de la Sagrada Escritura como las oraciones— con el enfoque de alguien que está «a la espera» de la plena manifestación de Cristo.

¿Es bueno esperarla? Claro que sí. Desde el principio, la Iglesia primitiva la esperaba con verdadera alegría y repetía incisamente «Maranathá», ¡El Señor viene! «El que no quiera al Señor, ¡sea anatema! «Maranathà»» (Cor 16, 22).

Este deseo de la manifestación de Cristo aparece en otros textos del Nuevo Testamento: En Filipenses, por ejemplo: “Vuestra gentileza sea conocida de todos los hombres. El Señor está cerca” (4: 5). O en Santiago: “Tened también vosotros paciencia, y afirmad vuestros corazones; porque la venida del Señor se acerca” (5: 8). También al final del libro del Apocalipsis: “Ciertamente, vengo en breve” (22: 20 b).

En la Sagrada Escritura nunca se habla de una «segunda» venida de Cristo, sino de una «Venida» en plenitud, que no es distinta la su Primera Venida al mundo, y de su «Tercera» venida —como dice San Berardo— en el tiempo presente; por ejemplo, en la Eucaristía. 

En la Oración colecta de la Misa de este próximo domingo, Solemnidad de la Santísima Trinidad, anhelamos la plena manifestación del Misterio de nuestra fe: 

«Dios Padre, que al enviar al mundo la Palabra de verdad y el Espíritu santificador, revelaste a todos los hombres tu misterio admirable, concédenos que, profesando la fe verdadera, reconozcamos la gloria de la eterna Trinidad y adoremos la Unidad de su majestad omnipotente».

 El encuentro del hombre con el Misterio Trinitario ya se ha dado, en el Misterio Pascual de Cristo y en el envío del Espíritu Santo. Ahora queda que se desvele la Plenitud de ese Misterio: «Y si somos hijos, somos también herederos de Dios y coherederos con Cristo, puesto que sufrimos con él para ser glorificados junto con él» (Rom 8, 14-17, en la 2ª Lectura).

Ahora, la presencia viva de Cristo con nosotros todavía no es plena. Lo será al final: «y sepan que yo estaré con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20).

Hace tres años, el Papa Francisco explicaba cómo es la presencia Trinitaria en nosotros. 

«Las lecturas bíblicas de hoy nos hacen entender que Dios no quiere tanto revelarnos que Él existe, sino más bien que es el «Dios con nosotros», cerca de nosotros, que nos ama, que camina con nosotros, está interesado en nuestra historia personal y cuida de cada uno, empezando por los más pequeños y necesitados. Él «es Dios allá arriba en el cielo» pero también «aquí abajo en la tierra» (cf. Deuteronomio 4, 39). Por tanto, nosotros no creemos en una entidad lejana, ¡no! En una entidad indiferente, ¡no! Sino, al contrario, en el Amor que ha creado el universo y ha generado un pueblo, se ha hecho carne, ha muerto y resucitado por nosotros, y como Espíritu Santo todo transforma y lleva a plenitud» (Francisco, 27-V-2018).

Sin embargo, la plena unión con el Padre, por Cristo, en el Espíritu Santo, será esencialmente la misma que ya tenemos ahora. Vale la pena recordar las palabras de Benedicto XI en su libro Jesús ese Nazaret.

«Las palabras apocalípticas de antaño adquieren un carácter personalista: en su centro entra la persona misma de Jesús, que une íntimamente el presente vivido con el futuro misterioso. El verdadero «acontecimiento» es la persona que, a pesar del transcurso del tiempo, sigue estando realmente presente. En esta persona el porvenir está ahora aquí. El futuro, a fin de cuentas, no nos pondrá en una situación distinta de la que ya se ha creado en el encuentro con Jesús» (Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, II, 3, 2).

  

viernes, 21 de mayo de 2021

La Venida del Espíritu Santo

El Espíritu Santo es «el que viene», como Jesús, que también «vino». Decía San Ireneo de Lyon (+202) que Cristo y el Espíritu Santo son como las «dos manos del Padre». Ambas Personas Trinitarias «vienen» al mundo para salvarlo del pecado, del demonio, de la muerte. Vienen para darnos la Vida Nueva, para hacer posible que la Santísima Trinidad inhabite en nosotros.

Durante el Adviento repetimos: «¡ven, Señor Jesús!». Durante los días posteriores a la Ascensión del Señor a los Cielos, rezamos: «Veni, Sancte Spiritus!», «¡Veni, Creator Spiritus». Son dos himnos litúrgicos admirables, que nos ayudan a conocer y tratar más al Paráclito en nuestra alma. 

Los primeros cristianos anhelaban la Segunda Venida de Cristo. Muchos de los primeros Padres de la Iglesia son testigos de este gran deseo de la primitiva cristiandad, de la naciente Iglesia. En nosotros, el paso de los años (centenares, miles…), quizá ha apagado este deseo perentorio. Vemos lejano ese momento o, al menos, muy incierto. A lo largo de la historia ha habido épocas en las que se ha encendido, sobre todo cuando había grandes calamidades (el año 1000, la peste negra del sigo XIV…). Ahora, en nuestro tiempo, también hay muchas voces —algunas de ellas de gran pesos— que nos invitan a no estar como dormidos, sino muy despiertos y en vela, para esperar con gozo siempre nuevo la Venida del Salvador. 

Pero también hay voces autorizadas que nos hablan de una Segunda Venida del Espíritu Santo. Ya sabemos que el Espíritu vino una vez, en Pentecostés, y su presencia es constante en la Iglesia. El Gran Desconocido está siempre activo en las almas que son dóciles a su acción.

Sin embargo, así como en la vida de las personas hay momentos de efusión especial del Espíritu (por ejemplo, cuando decidimos seguir la vocación que Dios da a cada uno, o en otros momentos cruciales de la propia vida), también en la Iglesia el Espíritu actúa con mayor o menor fuerza, según las épocas y acontecimientos históricos. 

En las apariciones que tuvieron lugar hace ya casi sesenta años en San Sebastián de Garabandal, La Virgen comunicó a las niñas videntes que, pronto, al menos durante la vida de una de ellas (Conchita, que tiene ahora 72 años de edad), habría como una Segunda Venida del Espíritu sobre todas las personas que vivan en el mundo cuando ocurra: es el Aviso. 

El Aviso tendrá lugar junto con una manifestación exterior del poder de Dios que será como si «dos astros chocasen» en el cielo. Pero el aspecto más importante será el interior: todos veremos nuestra propia vida con gran claridad. Conoceremos el estado de nuestra alma frente a Dios. El Espíritu Santo nos iluminará para que, cada uno, tome una decisión vital: aceptar el amor de Dios o rechazarlo. 

Hay mucha literatura sobre este fenómeno que también se llama «iluminación de las conciencias». Ya algunos lo han experimentado personalmente: por ejemplo, María Vallejo Nájera, en Medjugorje.

La próxima Solemnidad de Pentecostés nos puede ayudar a recordar que debemos estar preparados para esa «Segunda Venida del Espíritu» al mundo, de modo que respondamos con la fidelidad de los apóstoles y de Nuestra Madre.        

viernes, 14 de mayo de 2021

El Decenario al Espíritu Santo

Antiguamente, la Ascensión del Señor se celebraba el jueves precedente al Séptimo Domingo de Pascua. Era una fiesta de precepto. La vida moderna ha llevado a que, en la mayoría de los países, se celebre el domingo anterior a Pentecostés. Celebrar esta Solemnidad el jueves tiene la ventaja de que nos unimos a lo que sucedió realmente en la historia: que el Señor subió a los Cielos diez días antes de la venida del Espíritu Santo. 

       Esos diez días se han vivido desde tiempos remotos (y lo podemos seguir haciendo actualmente, aunque la Ascensión se celebre el domingo) como un Decenario de preparación para Pentecºostés. 

En 1932, se publicó el «Decenario al Espíritu Santo», un libro de Francisca Javiera del Valle (1856-1930), mujer humilde que vivía en Palencia, España. Se trata de una escritora mística. Nacida en el seno de una familia humilde, que quedó huérfana de padre a los dos años de edad. Convivió con su madre y dos hermanastros en medio de grandes necesidades económicas que forzaron a interrumpir su formación escolar. Desde 1868 trabajaba en un taller de sastrería. Según sus propias palabras, sufrió una conversión entre 1874 y 1875, sintiendo un intenso deseo de dedicarse a la vida espiritual. Más tarde, consiguió en 1880 un trabajo más estable como costurera del colegio de los jesuitas de Carrión de los Condes. Al morir su madre en 1892, puede entregarse sin trabas a su proyecto de vida interior, que cumple fielmente hasta su muerte.

En 1918, Francisca Javiera del Valle abandonaba el costurero de los jesuitas, así como el cuidado de los niños de la Escuela apostólica del que había sido encargada desde 1903 por sus protectores, la familia de María Ballesteros. Con ésta, fundadora del Carmelo de Carrión, colaboró activamente durante los últimos años de su vida.

Esta breve biografía de la autora del Decenario nos puede ayudar a valorar más esta obra, como lo hizo San Josemaría Escrivá, que leyó y meditó este tesoro de la espiritualidad, de modo que influyó mucho en su devoción al Gran Desconocido. 

Pero ya meditaremos más la próxima semana en la devoción al Espíritu Santo. Hoy podemos centrarnos en la Solemnidad que celebramos: La Ascensión del Señor a los Cielos, que está íntimamente relacionada con Pentecostés.

¿Por qué? Porque Jesús se va, pero también se queda por medio del Espíritu, más cerca de nosotros incluso que de los apóstoles cuándo podían verlo y escucharlo durante su vida terrena. El Espíritu Santo hará posible, en todos y cada uno de los hombres, a lo largo de la historia, que la vida de Cristo se haga presente. Por el Espíritu Santo, se hace posible también la presencia eucarística y el nacimiento de la Iglesia.  

La Ascensión es un acontecimiento de profunda alegría para los que estaban en el monte en que tuvo lugar y pudieron presenciarla. Parecería que los apóstoles estarían tristes porque ya no volverían a ver a Jesús, pero no es así. Estaban contentos porque, a partir de entonces, experimentan una cercanía mayor de Cristo, que está a la Derecha del Padre pero también a nuestro lado: intimior intimo meo, como decía San Agustín (más íntimamente que yo mismo). 

Benedicto XVI expresaba esta realidad con gran profundidad. 

«La Ascensión del Señor es un momento de intensa alegría para los Apóstoles, a pesar de que se separan del Señor, porque, a partir de ese momento, Jesús se convierte en el puente definitivo entre Dios y los hombres. El triunfo de Cristo no se completó en la Resurrección, sino en su Ascensión ad dexteram Patris, que ha de ser también objeto de honda meditación: quæ sursum sunt quærite, ubi Christus est in dextera Dei sedens (Col 3, 1)». 

El año 2015, Benedicto XVI dijo, en la homilía que pronunció en el día de la Ascensión, que «el cielo no indica un lugar sobre las estrellas, sino algo mucho más intrépido y sublime: indica a Cristo mismo, la Persona divina que acoge plenamente y por siempre a la humanidad, Aquél en el que Dios y hombre están para siempre inseparablemente unidos. Y nosotros nos acercamos al cielo, es más, entramos en el cielo, en la medida en que nos acercamos a Jesús y entramos en comunión con Él. Por lo tanto, la solemnidad de la Ascensión nos invita a una comunión profunda con Jesús muerto y resucitado, invisiblemente presente en la vida de cada uno de nosotros».

Comunión profunda con Jesús, a través de Nuestra Señora que durante el Decenario previo a Pentecostés, ocupaba un lugar destacado en la naciente Iglesia: «Todos ellos perseveraban en la oración, con un mismo espíritu en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos» (Hechos 1, 12-14). 

viernes, 7 de mayo de 2021

María es Nuestra Madre

 Durante estos días del mes de mayo, muchos de nosotros nos hemos unido a la iniciativa del Papa, de rezar el Rosario diariamente, acompañando a nuestros hermanos en los santuarios marianos de todo el mundo. Hoy, por ejemplo, la intención del Papa es pedir a Nuestra Señora de la Paz y del Buen Viaje (en Filipinas) por las familias del mundo entero. Ayer, nos uníamos a él en el Santuario de la Bien Aparecida (Brasil) rezando por los jóvenes.

De esta manera, además de acrecentar nuestro amor y devoción a la Virgen, nos unimos de modo especial por el Papa y sus intenciones. 

María es Nuestra Madre. A partir de la Encarnación, al recibir en su seno al Hijo de Dios hecho hombre, ha acogido también a todos los hombres, porque Cristo es el Primogénito entre muchos hermanos. Es el Hijo de Dios y hermano nuestro. 

Esta realidad misteriosa y fascinante llegó a su cumplimiento al pié de la Cruz, en el momento en que Cristo dijo a María: «este es tu hijo» y a San Juan apóstol, «esta es tu Madre». En Juan estábamos representados todos los hombres. 

Que María sea nuestra madre significa que tiene hacia nosotros los más tiernos sentimientos que puede tener la mejor de las madres en la tierra hacia sus hijos. Para Ella, cada uno es su hijo «único». En esto participa del Amor que Dios nos tiene de modo admirable: para Él no hay hijos iguales. Cada uno hemos costado toda la sangre de Cristo derramada en la Cruz. Él nos ha comprado a precio de sangre.

María manifiesta la «maternidad» de Dios, su amor «maternal». Es «la ternura de Dios con los hombres», como le gustaba decir a San Josemaría Escrivá. También solía decir que María es la «Omnipotencia suplicante», porque sus peticiones ante el Trono del Altísimo jamás son desoídas. Por eso, en una conocida oración a María Medianera, le pedimos que cuando esté delante de la presencia de Dios, recuerde de «hablar bien de nosotros». 

Todas las madres tienen un cariño particular a sus hijos cuando son pequeños, porque su fragilidad mueve a la ternura. Una buena madre vive completamente para su hijo pequeño. Esta pendiente de él en todo momento, pues no se puede valer por sí mismo. Necesita en todo a su madre. Ella lo nutre, lo viste, lo acomoda, lo lleva de aquí para allá, lo cuida y protege de las enfermedades y los peligros. 

¡Qué confianza nos da saber que estamos en su regazo! Basta que le pidamos algo y Ella adivinará hasta nuestras necesidades más pequeñas. María, ¡muestra que eres Nuestra Madre!

La oración que compuso San Bernardo de Claraval, el Memorare o Acordaos, resumen admirablemente el modo de dirigirnos a María con toda confianza. 

"Acordaos, oh piadosísima Virgen María, que jamás se ha oído decir que ninguno de los que han acudido a tu protección, implorando tu asistencia y reclamando tu socorro, haya sido abandonado de ti. Animado con esta confianza, a ti también acudo, oh Madre, Virgen de las vírgenes, y aunque gimiendo bajo el peso de mis pecados, me atrevo a comparecer ante tu presencia soberana. No deseches mis humildes súplicas, oh Madre del Verbo divino, antes bien, escúchalas y acógelas benignamente. Amén". 

¿Cómo podemos tratar de corresponder lo mejor posible a su amor materno? Con amor de hijos; siendo buenos hijos de Ella. ¿Qué hace un buen hijo para amar a su madre? Procura comportarse de tal manera que ella esté orgullosa de él. Además, la trata con delicadeza y amor. La conoce y sabe lo que le gusta más. Está pendiente de darle muchas alegrías y de acudir a sus necesidades más pequeñas. 

María es Madre de la Iglesia. Por eso, a Ella le gusta que seamos buenos hijos de la Iglesia, y amemos mucho a nuestros hermanos. No hay cosa que contente más a una madre que ver a sus hijos unidos. 

María nos sonríe cada vez que acudimos a Ella, en el Rosario, en las oraciones marianas, al ofrecer nuestro trabajo a través de sus purísimas manos. Este mes de mayo es una oportunidad única para intentar ser buenos hijos de Nuestra Señora.