sábado, 24 de junio de 2017

"La fuerza del silencio" (2)

En este post reproducimos el texto del epílogo que escribió el Papa Benedicto XVI para la edición italiana de “La fuerza del silencio”, del Cardenal Robert Sarah. Las negritas son nuestras.


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Epílogo de Benedicto XVI al libro del Cardenal Sarah “La fuerza del silencio” (edición italiana)

“Desde que leí las cartas de San Ignacio de Antioquía por primera vez, hacia 1950, hay un pasaje que me impresionó especialmente: “Es mejor guardar silencio y [ser cristiano], que hablar y no serlo. Enseñar es una obra excelente, supuesto que quien habla practique lo que enseña. Hay un Maestro que habló y obró lo que dijo. Y aun lo que obró en silencio es digno del Padre. Quien en verdad ha hecho suyas las palabras de Jesús puede, también, oír su silencio, y llegar a ser perfecto, y obrar mediante sus palabras y ser conocido mediante su silencio” (15, 1f). ¿Qué significa oír el silencio de Jesús y conocerlo a través de su silencio? Sabemos por los Evangelios que a menudo Jesús pasó las noches en soledad, “en el monte”, orando, conversando con su Padre. Sabemos que su hablar, que sus palabras vienen del silencio y sólo ahí pueden madurar. Por ello es razonable que su palabra sólo puede ser comprendida si, nosotros también, entramos en su silencio y aprendemos a oírlas de su silencio.

Ciertamente, para interpretar las palabras de Jesús hace falta un conocimiento histórico, que nos enseña a comprender su tiempo y el lenguaje de su tiempo. Pero eso solo no es suficiente si hemos de comprender en profundidad el mensaje del Señor. Quien lee hoy los comentarios, cada vez más abultados, de los Evangelios, al cabo se desilusionará. Porque aprenderá muchas cosas que son útiles acerca de aquellos tiempos y una cantidad de hipótesis que, en último término, no contribuyen en absolutamente nada a la comprensión del texto. Al final, se tiene la sensación de que, en todo exceso de palabras, hay algo que falta: entrar en el silencio de Jesús, del cual brota su propia palabra. Si no podemos entrar en ese silencio, oiremos siempre sólo la superficie de la palabra, y no la comprenderemos realmente.

Todos estos pensamientos me vinieron al espíritu mientras leía el nuevo libro del Cardenal Sarah, quien nos enseña el silencio: estar en silencio con Jesús, en verdadera quietud interior, enseñándonos de este modo a captar nuevamente la palabra del Señor. Por cierto, apenas habla sobre sí mismo, pero aquí y allá hay destellos de su vida interior. Su respuesta a la pregunta de Nicolas Diat “¿Ha pensado a veces en su vida que las palabras se estaban volviendo obstáculos, demasiado pesadas, demasiado ruidosas?”, es la siguiente: “En mi oración y en mi vida interior siempre he sentido la necesidad de un silencio mayor, más profundo... Los días de soledad, de silencio y de ayuno total han sido un enorme apoyo. Han sido una gracia extraordinaria, una lenta purificación, y un encuentro personal con… Dios… Los días de soledad, silencio y ayuno, alimentados solamente por la Palabra de Dios, permiten al hombre fundar su vida en lo esencial”. Estas líneas hacen visible el manantial del cual vive el Cardenal y que da fuerza interior a su palabra. Desde esa perspectiva puede, entonces, ver los peligros que amenazan continuamente a la vida espiritual, también la de los obispos y sacerdotes, y que ponen además en riesgo a la propia Iglesia, en la que no es infrecuente que la Palabra sea reemplazada por una verbosidad que diluye la grandeza de la Palabra. Quisiera citar sólo una frase que puede servir de examen de conciencia para cualquier obispo: “Puede ocurrir que un sacerdote bueno y piadoso, una vez elevado a la dignidad episcopal, cae rápidamente en la mediocridad y en la preocupación por el éxito mundano. Abrumado por el peso de los deberes que le corresponden, preocupado por su poder, su autoridad y por las necesidades materiales de su cargo, rápidamente pierde su vigor”.

El Cardenal Sarah es un maestro espiritual, que habla desde la profundidad del silencio con el Señor, desde su unión interior con Él, y por eso tiene en verdad algo que decirnos a cada uno de nosotros.

Debiéramos agradecer al Papa Francisco por nombrar a tal maestro espiritual como cabeza de la congregación responsable por la celebración de la liturgia en la Iglesia. También en la liturgia ocurre, como en el caso de la interpretación de la Sagrada Escritura, que hacen falta conocimientos especializados. Pero también es cierto que, en la liturgia, la especialización puede errar el punto esencial a menos que esté fundada en una unión interior profunda con la Iglesia orante, que una y otra vez aprende de nuevo del Señor mismo qué es adorar. Con el Cardenal Sarah, maestro del silencio y de la oración interior, la liturgia está en buenas manos”.



sábado, 17 de junio de 2017

"La fuerza del silencio" (1)

Ha terminado el Tiempo Pascual y hemos celebrado las Solemnidades de la Santísima Trinidad y del Corpus Christi, que son como dos grandes joyas de la Corona del Año Litúrgico. Ahora nos adentramos de nuevo en el Tiempo Ordinario.


Benedicto XVI decía que “la crisis de la Iglesia es una crisis de la liturgia”.

Recientemente, en el epílogo a la edición italiana del libro del Cardenal Robert Sarah, “La fuerza del silencio”, el Papa emérito apuntaba que “con el cardenal Sarah, maestro del silencio y de la plegaria interior, la liturgia está en buenas manos”.

La liturgia se ejercita particularmente en los Sacramentos pero, de alguna manera, abarca todo el cosmos, porque a través de la liturgia damos culto a Dios, y nuestro culto al Dios Uno y Trino no se limita a la participación en los Sacramentos de la Iglesia, sino que abraza toda nuestra vida. Como decía san Josemaría Escrivá de Balaguer, los bautizados “somos sacerdotes de nuestra propia existencia” porque tenemos el sacerdocio común de los fieles.  

Un elemento esencial en la acción litúrgica es la importancia de sumergirnos en el silencio de Dios. Así vivimos intensamente la renovación del Sacrificio de Cristo, que se lleva en los altares del mundo durante la Santa Misa.

Pero, además, el silencio es importante a lo largo de toda nuestra jornada diaria. No se puede se alma contemplativa si no luchamos por mantener un recogimiento habitual, si no luchamos contra la dictadura del ruido, que busca alejarnos de la presencia de Dios.

De todo esto escribe el Cardenal Sarah en su último libro, que no tiene desperdicio.

Con motivo del reinicio del Tiempo Ordinario en la liturgia de la Iglesia, en estos próximos posts, nos hemos propuesto recoger y, en ocasiones, comentar algunos textos de “La fuerza del silencio” (en castellano: Ediciones Palabra, Madrid 2017; en adelante lo citamos abreviadamente: FS), que nos ayuden a emprender, en nuestra vida ordinaria, el camino a la santidad.

El Cardenal Robert Sarah nació en Guinea en 1945. Sacerdote desde 1969, en 1979 fue nombrado arzobispo de Conakri, con 34 años de edad. En 2001 Juan Pablo II lo llamó a la Curia romana, donde desempeñó sucesivamente dos altos cargos. Benedicto XVI lo creó Cardenal en 2010, y en 2014 Francisco lo nombró Prefecto de la Congregación para el Culto divino y la disciplina de los Sacramentos.

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El silencio y la oración de los cartujos

El Cardenal Sarah escribió su libro “La fuerza del silencio” gracias al encuentro con el hermano cartujo Vincent-Marie, durante la última etapa de su vida.

El hermano Vincent falleció el domingo 10 de abril de 2016, en la abadía de Lagrasse, entre Narbona y Carcasona (Sur de Francia), destrozado por una esclerosis múltiple que le impedía hablar. El Cardenal Sarah llegó ese día al monasterio para enterrar a su amigo, con quien jamás pudo conversar. “La amistad del Cardenal Sarah con el hermano Vincent, nació en el silencio, creció en el silencio y continúa existiendo en el silencio” (FS, Prólogo de Nicolás Diat, p. 12).

Actualmente el Padre General de la Orden de los Cartujos es dom Dysmas de Lassus, y es el n° 74, desde 1084, fecha de la fundación de la Orden por san Bruno de Colonia.

“El hermano Vincent-Marie vivía ya en esta tierra inmerso en el gran silencio del Cielo” (FS, p. 11). Vivía así, hasta el día de su muerte. “Después de tantas pruebas, el final del camino fue apacible. Los rayos del paraíso atravesaron sin ruido las ventanas de su habitación” (FS, p. 12).
Las tumbas de los cartujos ocupan el centro del claustro. No tienen nombre, ni fecha ni palabras de recuerdo. Cruces de piedra para los generales y de madera para los padres y hermanos. Se les entierra en la tierra, sin ataúd, sin lápida. No hay señal distintiva que recuerde una existencia propia. Desde 1084 los cartujos no quieren dejar ninguna huella. Su lema muestra con gran claridad que lo único importante en la Cruz de Cristo: Stat crux dum volvitur orbis. “Mientras el mundo da vueltas, la Cruz permanece firme” (FS, p. 18-19).

Dios acoge especialmente los oficios nocturnos de los cartujos, que se llevan a cabo desde las 12:15 a las 2:30 am. “La vigilia es la luz de la conciencia, exalta la mente y concentra el pensamiento. A través de ella el intelecto levanta vuelo y fija la mirada sobre las realidades espirituales mientras, rejuveneciendo gracias a la oración, brilla de esplendor” (FS, p. 18).

Aunque el libro del Cardenal Sarah se inspire en el silencio de los cartujos, todo él está pensado para ayudarnos a los cristianos que vivimos en medio del mundo: también nosotros necesitamos imperiosamente del silencio, como medio para encontrar a Dios en nuestra vida ordinaria. 



sábado, 10 de junio de 2017

Santidad y cercanía de Dios Uno y Trino

Mañana celebraremos en la Iglesia la Solemnidad de la Santísima Trinidad, y el próximo jueves, la Solemnidad del Corpus Christi.


Son dos grandes misterios de nuestra fe en los que vale la pena meditar durante estos próximos días. El Espíritu Santo, Altísimo Don de Dios, nos ayudará a sacar mucho provecho de nuestra reflexión orante.

En la Primera Lectura del próximo domingo, leeremos, en el Libro del Éxodo, el restablecimiento de la alianza de Dios con su Pueblo Israel.

Yahvé mismo había dado las dos tablas de la Ley a Moisés, en la cima del Monte Sinaí. Eran dos tablas de piedra, escritas por los dos lados por el dedo de Dios. Contenían los mandamientos del Decálogo, es decir, los principales preceptos de la Ley Natural, que Dios quiso dejar escritos para que su Pueblo los siguiera uno por uno, y así alcanzara la felicidad verdadera.

Pero los hebreos eran un pueblo de dura cerviz y, como Moisés tardara mucho en bajar del monte, decidieron construir un becerro de oro. Al bajar Moisés del Sinaí se encontró con el triste espectáculo del pueblo entregado a la idolatría. ¡Qué contraste! Moisés tenía en sus manos las tablas escritas por el mismo Dios y, el pueblo despreciaba a ese Dios lleno de misericordia, adorando un becerro de oro.

Moisés se llenó de irá y, en la falda del monte, destrozó las tablas de la Ley.

Gracias a la oración de Moisés, en favor del pueblo, y al arrepentimiento de los israelitas, Yahvé decidió renovar la alianza que había hecho con ellos. Y pidió a Moisés que, en dos nuevas tablas de piedra también, él mismo escribiera el contenido que Dios había escrito en las primeras tablas. Y Moisés así lo hizo y subió de nuevo al monte Sinaí, donde Yahvé le manifestó su gloria.

Al pasar Dios delante de él, Moisés se postró en tierra y le adoró, diciendo:

Si de veras he hallado gracia a tus ojos, dígnate venir ahora con nosotros, aunque este pueblo sea de cabeza dura; perdona nuestras iniquidades y pecados, y tómanos como cosa tuya” (cfr. Primera Lectura, Ex 34, 4-6, 8-9).

En esta ocasión, el Señor se muestra más cercano que en la primera teofanía del Sinaí. Por eso los israelitas podían exclamar:

Porque ¿qué nación hay tan grande que tenga dioses tan cercanos, como lo está el Señor nuestro, cuantas veces le invocamos?” (Dt 4, 7).

Nuestra fe nos lleva a adorar a Dios, a postrarnos delante de Él con todo nuestro amor y respeto, porque es el Dios Altísimo, el Tres veces Santo. El sentido de lo sagrado es un elemento esencial del cristianismo.

Llevamos décadas en que avanza un proceso de desacralización, es decir, de ignorar la dimensión sagrada en la vida del cristiano. Es urgente recuperar el sentido de lo sacro.

La acción sagrada es aquella

que se destaca del cotidiano acontecer y actuar merced a una frontera claramente recognoscible” (Joseph Pieper, ¿Qué significa sagrado?, Ed. Rialp, Madrid 1990, p. 24).

Las acciones sagradas se “celebran”. Por lo tanto, la acción sagrada es diferente a un acto puramente interno, de oración, de amor, de fe. Es un acto no corriente. Además, es un acontecimiento real, que tiene lugar en formas visibles, en el lenguaje perceptible de las invitaciones y respuestas, en acciones corporales y gestos simbólicos.

En la acción sagrada se da algo efectivo y real en sentido fuerte y drástico. Se da en ella una presencia de lo divino. Dicho de otro modo: tiene un carácter “sacramental” (cfr. ibídem).

Las acciones sagradas no solo significan algo divino, sino que lo hacen presente y real. Dios, Uno y Trino, es el único que actúa de verdad en la acción sacramental: perdona los pecados, purifica, alimenta con el verdadero Cuerpo y Sangre de Cristo…

Las acciones sagradas son inefables y están envueltas en el misterio pero, al mismo tiempo, a través la economía sacramental instituida por Cristo, son acciones de un Dios cercano: el Emmanuel, el Dios con nosotros.

Las Solemnidades de la Santísima Trinidad y del Corpus Christi se celebran en la misma semana del año. Es el Dios Uno y Trino el que está realmente presente, de manera sustancial, bajo las especies sacramentales (los accidentes del pan y del vino), y al alcance de todos.

Acercándonos al aniversario de la segunda aparición de la Virgen en Fátima (13 de junio de 1917), podemos escuchar nuevamente sus consejos: adorar al Padre, Hijo, y Espíritu Santo, en la presencia Eucarística, y reparar delante del Santísimo por todos los pecados del mundo, para consolar a los Corazones de Jesús y de María.



sábado, 3 de junio de 2017

"Señor y Dador de Vida"

La riqueza que tiene la devoción al Espíritu Santo en la tradición de la Iglesia es enorme. Los cristianos, a lo largo de los siglos, han desplegado tal manifestación de amor al Espíritu de la Verdad, que es imposible terminar de agradecer el Don de Dios sobre nosotros.


El Espíritu Santo es Señor y Dador de Vida, Altísimo Don de Dios, Caridad Increada… Las oraciones multiseculares que se han rezado en la Iglesia, por ejemplo el Veni Creator Spiritus o la Secuencia de la Solemnidad de Pentecostés (Veni Sancte Spiritus) son joyas que la liturgia de la Iglesia nos ofrece para nuestra meditación y gozo espiritual.

En este post nos gustaría fijarnos en tres puntos para nuestra reflexión personal.

1. El Don de Sabiduría en nuestras almas

De entre los siete dones del Espíritu Santo, sobresale el Don de Sabiduría. Es el don por el que juzgamos acertadamente de las cosas pertenecientes a nuestro fin último y salvación.

El Espíritu Santo, fundamentalmente, lo que hace es llevarnos a Jesucristo. Busca que pongamos a Jesús en el centro de nuestra vida, para conocerlo, tratarlo y amarlo. Desea que tengamos una oración contemplativa en medio del mundo, para ser “otros Cristos, el mismo Cristo”, como decía san Josemaría Escrivá de Balaguer.

Jesucristo es la Sabiduría Increada. El Espíritu Santo nos lleva hacia Él. En Cristo lo tenemos todo. Él es el Camino, la Verdad y la Vida.

Nosotros, con la gracia de Dios, hemos de acoger con generosidad las mociones del Espíritu Santo que habla en el fondo del corazón (cfr. Mt 10, 20).

El 17 de mayo de 1972, Pablo VI decía que debemos preparar un “espacio tranquilo y sagrado en el corazón para la llama de Pentecostés”. “Existe una regla, una exigencia ordinaria se impone a todo el que quiera captar las ondas del Espíritu. Y esta es: la interioridad. La cita para el encuentro con el inefable Huésped está fijada dentro del alma. Dulces hospes animae, dice el admirable himno litúrgico de Pentecostés. El hombre es “templo” del Espíritu Santo, nos repite San Pablo. Pentecostés va precedido de una novena de recogimiento y de oración. Es necesario el silencio interior para escuchar la palabra de Dios, para experimentar la presencia, para sentir la vocación de Dios”. “La conclusión es lógica: es necesario dar a la vida interior su puesto en el programa de nuestra agitada existencia; un puesto primario, un puesto silencioso, un puesto real”.

Y, para conseguir eso, hay que procurar quitar toda la rutina de nuestra vida, todo el formalismo, para que nuestro amor sea sincero, auténtico. Sólo así podremos permitir que actúe en nuestra alma el Espíritu de Verdad.

2. Los frutos del Espíritu en la Iglesia

Desde el fondo de nuestro corazón, lleno del Don de Sabiduría, brotarán los Frutos del Espíritu Santo. Sobre todo, los tres primeros: Caridad, Paz y Alegría.

¡Qué necesario es todo esto, actualmente, en la vida de los cristianos, en la vida de la Iglesia!

Los tres frutos primeros del Espíritu Santo se pueden resumir en uno: unidad. El Espíritu es el que une en la Iglesia. El pecado ha disgregado al hombre en su unidad interna y en su unidad con los demás. Lo que hace el Espíritu es regenerar esa primitiva unidad, por los Sacramentos.

En su oración sacerdotal (cfr. Jn 17), Jesús toca cuatro grandes temas: la vida eterna, la verdad, la glorificación del nombre de Dios y la unidad. El Señor pide expresamente la unidad para sus discípulos, como signo para que todos los hombres crean en Él.

“El Señor repite por cuatro veces esta petición; en dos de ellas, la razón que se indica para dicha unidad es que el mundo crea, más aún, que «reconozca» que Jesús ha sido enviado por el Padre: «Padre santo, guárdalos en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno, como nosotros» (v. 11). «Que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también lo sean en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (v. 21). «Que sean uno, como nosotros somos uno;... para que sean completamente uno, de modo que el mundo sepa que tú me has enviado» (v. 21s)” (Benedicto XVI, Jesús de Nazarteh).

Para facilitar la acción del Espíritu que une, hay que procurar evitar el perfeccionismo, y llenarnos de espíritu de comprensión, disculpa y aceptación de los defectos de los demás; de respeto y aprecio de las distintas opciones; tener un tono positivo en las conversaciones, que permite enfocar mejor las cuestiones (cfr. Carta pastoral de Mons. Fernando Ocáriz, 14-II-2017), para ser sembradores de paz y de alegría.

3. La transformación del mundo

Por último, el Espíritu Santo es Viento impetuoso, Fuego ardiente que se propaga. Nosotros colaboramos a ese “incendio”, a esa transformación del mundo si nos dejamos mover por el Espíritu.

Desde el día de Pentecostés, los apóstoles, enriquecidos por el Don de Lenguas, anuncian con valentía el Evangelio y se convierten miles de personas.

“El viento sopla donde quiere” (cfr. Jn 3), dice Cristo a Nicodemo. El dinamismo del Espíritu rompe todos nuestros esquemas. Donde está el Espíritu está la Libertad, la auténtica libertad del cristiano.

Por eso, es necesario quitar de nuestro horizonte apostólico todo “burocratismo”, para lanzarnos a la gran aventura que Dios quiere llevar a cabo con nosotros. No caben las miras estrechamente humanas. Hace falta abrirse al dilatado horizonte de Dios.

Por supuesto, en la Iglesia son necesarios los dogmas, las normas y las instituciones pero, en ese marco —que es muy claro y rico— tenemos la libertad de los hijos de Dios, que nos permite movernos con soltura para colaborar con el plan de Dios, que supera todas nuestras expectativas.

“Estamos llamados a contribuir, con iniciativa y espontaneidad, a mejorar el mundo y la cultura de nuestro tiempo, de modo que se abran a los planes de Dios para la humanidadcogitationes cordis eius, los proyectos de su corazón, que se mantienen de generación en generación (Sal 33 [32] 11)” (Mons. Fernando Ocáriz, Carta pastoral del 14-II-2017, n. 8).

Mañana celebramos la Solemnidad de Pentecostés. Deseamos permanecer unidos, en el Cenáculo, con María y los discípulos, para sentir la Fuerza del Paráclito, que llena nuevamente nuestros corazones con el Amor de Dios.