viernes, 30 de abril de 2021

La vid y los sarmientos

       En el Evangelio del Quinto Domingo de Pascua meditamos el comienzo del capítulo 15º del Evangelio de San Juan, en el que, el apóstol predilecto de Jesús, recoge la Alegoría de la vid y los sarmientos. Vale la pena copiar el texto completo.

«Yo soy la vid verdadera y mi Padre es el labrador. Todo sarmiento que en mí no da fruto lo corta, y todo el que da fruto lo poda para que dé más fruto. Vosotros ya estáis limpios por la palabra que os he hablado. Permaneced en mí y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo si no permanece en la vid, así tampoco vosotros si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada. Si alguno no permanece en mí es arrojado fuera, como los sarmientos, y se seca; luego los recogen, los arrojan al fuego y arden. Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queráis y se os concederá. En esto es glorificado mi Padre, en que deis mucho fruto y seáis discípulos míos» (Jn 15, 1-8).

Jesús utiliza imágenes para explicar la profundidad del Misterio de Dios. Nosotros no podemos abarcar la profundidad del Amor de Dios y su inescrutables designios para la salvación del hombre. Pero la imagen de la vid y los sarmientos nos ayuda a comprender un poco más cómo quiere el Señor que estemos unidos a Él. 

Esta imagen, escogida especialmente por Jesús para el momento culminante de su vida, la Última Cena con sus discípulos, representa admirablemente lo que el Señor había enseñado, de modos diversos, durante su vida pública: que la voluntad de Dios es que vivamos la Vida de Jesucristo; que Él sea nuestro Camino, porque en Él esta toda la Verdad. Y que esta unión estrecha no es mera yuxtaposición, o una unión superficial, sino la unidad que hay entre la vid y los sarmientos. De hecho, no se pueden distinguir los sarmientos (las ramas) de la vid (la planta). La sabia que corre, va desde la vid a los sarmientos. Los sarmientos no pueden separase de la vida porque morirían.

La Alegoría de la vid precede a los siguientes versículos del capítulo 15º del Evangelio de San Juan (9-17), que tratan de «La Ley del Amor». Todo el contenido de los capítulos 13º a 17º hay que leerlo y meditarlo como una unidad, en la que Cristo explica los aspectos más profundos de su Misterio. 

La 2ª Lectura de la Misa de este próximo domingo, nos da luz sobre el texto del Evangelio. San Juan resume el mandamiento de Jesucristo, que él ha escuchado de viva voz del Maestro y ha meditado por largos años. Fijémonos en los últimos dos versículos. 

«Y éste es su mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo, Jesucristo, y que nos amemos unos a otros, conforme al mandamiento que nos dio. El que guarda sus mandamientos permanece en Dios y Dios en él; y por esto conocemos que permanece en nosotros: por el Espíritu que nos ha dado» (cfr. 1 Jn 3, 18-24).

Los sarmientos están unidos a la vid, y también unidos entre ellos. No pueden separarse de la vid, que es toda la planta, ni de los demás sarmientos. El Espíritu Santo es como el Alma de la Iglesia, que vivifica toda la Vid. Jesús explica la Alegoría de la Vid en el marco de las promesas y acción del Espíritu que el Padre y Él enviarán a sus discípulos. Así nos vamos preparando a la Solemnidad de Pentecostés. 

Una referencia a Santa Catalina de Siena, que celebramos ayer (jueves 29 de abril), nos ayudará a penetrar un poco más en el Misterio de la vid y los sarmientos. Esta santa se caracterizó por su amor a la Iglesia y al Papa. Contribuyó, con su abundante epistolario, a que el Papa regresara de Avignon a Roma en 1378. Toda su vida la dedicó a buscar la unidad de la Iglesia, a la que amaba apasionadamente.

Pero este amor a la Iglesia y al Vicario de Cristo en la tierra, partían de su profunda devoción eucarística. Es conocido que, durante algunas semanas de estancia en Florencia, no se alimento de otra cosa que no fuera la Eucaristía. Era su unión con Cristo Resucitado la que la hacía una mujer valiente, activa y decidida a los más grandes sacrificios.

Mañana comenzaremos el mes de mayo, celebrado una fiesta de San José, Patrono de la Iglesia. Acudamos a María y José para pedirles por la unidad de la Iglesia y de todos los cristianos.


viernes, 23 de abril de 2021

Sueño, servicio y fidelidad

Todos los años, desde 1964, los Sumos Pontífices envían un mensaje al Pueblo cristiano con ocasión de la Jornada Mundial de oración por las vocaciones. Este próximo domingo, también llamado del «Buen Pastor», es la 58ª Jornada.

Caravaggio, "La vocación de Mateo"

Se trata de una gran oportunidad que nos brinda el Papa para reflexionar sobre la vocación. ¿Qué es la vocación? ¿Quiénes la tienen? ¿Cómo podremos saber si tenemos vocación? y ¿cuál es la nuestra?

El Papa Francisco publicó su mensaje para este año, el 19 de marzo pasado, Solemnidad de San José. Y ha querido que todos miremos al Santo Patriarca para aprender de él a responder bien a la vocación que hemos recibido. 

Estrictamente hablando, la Jornada se refiere a la oración por las vocaciones sacerdotales y a la vida consagrada. También el papa se dirige especialmente a ellas en su mensaje. 

Sin embargo, la misma doctrina del Concilio Vaticano II, de cuyas fuentes se alimenta esta iniciativa pontificia, recuerda la llamada universal a la santidad. Todos los hombres estamos llamados por Dios a descubrir su Amor, a través del Evangelio de Jesucristo. Además, en la Iglesia, todos los fieles tenemos «vocación cristiana». 

«Vocare» significa «llamar», como sabemos. Dios llama a todos. Todos los hombres tenemos una vocación personal. Sin embargo, en la Iglesia se han abierto diversos «caminos» para responder, de modo peculiar, a la llamada divina. Hay caminos que implican una consagración —como son el sacerdocio y la vida consagrada—, que tradicionalmente se han visto como «caminos vocacionales». Pero también hay vocaciones peculiares entre los fieles laicos. Por ejemplo, en el Opus Dei, el 98% de sus miembros son laicos, y todos ellos tienen una vocación auténtica, que consiste en responder a la llamada a santificarse en medio del mundo a través del trabajo y las obligaciones propias del cristiano. Hay casados, que se santifican en su familia; y hay solteros que viven un celibato apostólico y, sin dejar su lugar de trabajo y sus circunstancias sociales y familiares, buscan la santidad de otra manera, con mayor dedicación a tareas apostólicas.

Una vez tenido en cuenta este preámbulo, veamos cuáles son las tres características que señala el Papa, y que especialmente se pueden aprender de la vocación de San José. 

La primera es «sueño». Toda vocación parte de un ideal que se descubre y que es el motor de toda la vida. San José descubrió su vocación, en parte, a través de los cuatro sueños que tuvo, que fueron acompañados de otras mociones del Espíritu Santo, hasta convertirse, como decía san Josemaría Escrivá, en un «alud arrollador». 

Normalmente, no tenemos la certeza de que precisamente esa es nuestra vocación. En el caso de José, quizá las inspiraciones que recibió fueron particularmente claras y convincentes, de modo que siguió su camino con una gran seguridad. 

Nunca se puede abandonar esta primera característica de la vocación, porque es la raíz de la que se parte. Es una maduración en la fe: una fe madura. 

El segundo rasgo de la vocación, que también vemos en San José, es el «servicio». Toda vocación es para servir, para darse, para olvidarse de uno mismo y ponerse a disposición de los planes de Dios, en la Iglesia. Los sacerdotes, por ejemplo, somos «ministros», servidores de nuestros hermanos. Pero también lo son los laicos, de otra manera, fomentando el espíritu de servicio ahí donde Dios los ha llamado.  

Actualmente, en la Iglesia, son necesarias muchas vocaciones de sacerdotes y para la vida consagrada. Pero también es necesario que todos los fieles nos decidamos a poner en práctica nuestra vocación a servir en la familia, en el trabajo, en la vida social. Todos los días podemos servir a los demás en los pequeños detalles que están a nuestro alcance. 

Por último, la tercera característica que vemos en la vocación de San José, es la «fidelidad». Cualquier vocación verdadera no es algo pasajero. Imprime en la persona un impulso que ha de durar toda la vida. El idéela de la vocación debe mantenerse en los momentos de oscuridad y tinieblas. ¿Por qué? Porque en todas las vocaciones, lo que debe estar como fundamento, es el amor a Dios. Hemos descubierto cuánto Él nos ama y nosotros queremos corresponder a ese Amor, que sólo se puede «pagar» con amor.  

San José y Nuestra Señora, que desde muy jóvenes vieron clara su vocación, nos ayudarán a descubrir la nuestra y ser fieles a ella hasta el final de nuestra vida.   


viernes, 16 de abril de 2021

La luz de la conciencia

Los apóstoles, después de la Resurrección del Señor, ponen en práctica todo lo que Él les enseñó. ¡Cuántas veces le habrán oído hablar sobre el perdón! ¡Cuántas le habrán visto disculpar a algunos diciendo: «no sabe lo que hace»!

Pedro, en uno de sus discursos, narrados por los Hechos de los Apóstoles, sigue el ejemplo de Cristo en la Cruz, que perdona a sus verdugos y dice: «no saben lo que hacen».

«Ahora bien, hermanos, yo sé que ustedes han obrado por ignorancia, de la misma manera que sus jefes» (cfr. Hechos, 3, 17-19). 

La moral cristiana nos recuerda que puede haber personas que tengan una conciencia recta y, sin embargo —siguiendo el eco de la voz de Dios en el corazón de todos los hombres—, actúen equivocadamente. Pueden, en algunos casos, no ser culpables, o plenamente culpables, por esas acciones. Decimos que actuaron con una «ignorancia invencible», en distintos grados. Es decir, la ignorancia puede quitar o disminuir la culpabilidad de las acciones malas. 

San Pedro, al menos supone que quienes lo escuchan han actuado por ignorancia rechazando a Jesús, pidiendo el indulto de Barrabas y dando, finalmente muerte al Mesías. Es una lección de delicadeza y de prudencia para no juzgar sólo por lo que vemos. Dios sólo es el que juzga lo que hay en lo más profundo de los corazones. 

Se suele decir que, quien actúa con una conciencia recta, duerme tranquilo: «En paz, Señor, me acuesto y duermo en paz, pues sólo tú, Señor, eres mi tranquilidad» (Salmo responsorial del próximo domingo).

Por otra parte, todos tenemos la obligación de buscar la verdad y de tener una conciencia recta. La ley natural grabada en el corazón es una guía, en este sentido. Pero no basta, pues las consecuencias del pecado original oscurecen la conciencia. Por eso es necesaria la formación de la conciencia. Es necesario investigar, preguntar, informarse… Así conoceremos realmente a Jesucristo y lo que Él dejó a su Iglesia, y no se podrá decir de nosotros lo que leemos en la Segunda Lectura de la Misa del domingo:

«Quien dice: “Yo lo conozco”, pero no cumple sus mandamientos, es un mentiroso y la verdad no está en él. Pero en aquel que cumple su palabra, el amor de Dios ha llegado a su plenitud, y precisamente en esto conocemos que estamos unidos a él» (cfr. 1 Jn 2, 1-5).

En el Evangelio de la Misa leemos cómo los discípulos de Emaús, después de haberse encontrado con el Señor, en el camino, lo reconocen al partir el pan y, habiendo Él desaparecido de su presencia, vuelven presurosos a Jerusalén y son también testigos de la aparición de Jesús a los apóstoles en el cenáculo.

Hoy podemos reflexionar sobre el modo en que Jesús va llevando a esos dos discípulos —de los cuales uno se llamaba Cleofás— hacia una actitud de fe profunda en el Resucitado.

Cleofás y su amigo van desanimados por el camino de Emaús. Jesús se pone a su lado. No lo reconocen, como tampoco la Magdalena o los apóstoles en la segunda pesca milagrosa. Jesús respeta su libertad. Tiene una gran finura al tratar a las almas. No quiere imponerse, sino facilitar todo para que ellos mismos vean claro y se conviertan. Es maravilloso leer cómo el Señor hace un además de pasar adelante, cuando llegan a Emaús. Era una invitación delicada a que ellos le pidiesen que se quedara, como de hecho lo hicieron: «mane nobiscum», ¡quédate con nosotros!

En este pasaje del Evangelio vemos el respeto del Señor a las conciencias de los hombres. También los discípulos de Emaús eran «ignorantes»: no habían sabido conocer a fondo todo lo que Jesús les había enseñado. Por eso, Él les abre el sentido de las Escrituras —como más tarde también a los apóstoles—, y, finalmente, los introduce en el Misterio de su Amor, al partir el Pan. El resultado es que Cleofás y su amigo, vuelven corriendo a Jerusalén, para ser testigos de Jesús Resucitado.

La ignorancia, la oscuridad, se convierte en luz vivísima. Jesús ilumina las conciencias y las saca del error. También Nuestra Señora tenía una conciencia y actuaba —la Inmaculada— siempre unida a la Verdad de su Hijo. La Reina del Cielo, en este Tiempo de Pascua, nos enseñará a tener una conciencia más delicada y pronta para buscar en todo la Voluntad de Dios.     

viernes, 9 de abril de 2021

Como niños recién nacidos

         La antífona de entrada del Domingo de la Misericordia nos introduce de lleno en el Misterio Pascual:

Como niños recién nacidos, anhelen una leche pura y espiritual que los haga crecer hacia la salvación. Aleluya”.

 Jacques Philippe, conocido autor de libros espirituales, en un retiro que predicó en Madrid hace algunos años, comentó una anécdota de la vida de Santa Teresa de Lisieux.

Santa Teresa, desde muy niña, se sentía fuertemente atraída hacia la santidad. Sin embargo, la muerte de su madre cuando ella tenía sólo cuatro años de edad, la marcó profundamente. Aparecieron en su carácter algunos rasgos psicológicos de inmadurez infantil: deseos de llamar la atención, una hipersensibilidad que le llevaba frecuentemente al llanto, deseos de reconocimiento, desánimos frecuentes cuando no lograba lo que quería, etc. Verdaderamente, algunas veces era insoportable. 

No podía vencer esas tendencias fuertemente grabadas en su forma de ser. Cuando tenía catorce años de edad, en la Navidad de 1886, su padre, que le tenía un afecto notorio, preparó, como todos los años, los regalos para sus hijos, en la chimenea. Pero, después de llevar a cabo esa tarea cansada, se le escaparon unas palabras que hirieron en lo más vivo la sensibilidad de Teresa, que era la más pequeña de la familia: «Menos mal que es el último año». Ella ya venía dándose cuenta de que tenía que cambiar, y que no podía seguir siendo una niña mimada. Entonces, después de la Comunión que recibió aquel día en la Misa de medianoche, tomó la decisión, valientemente, de controlar sus emociones. Estuvo contenta, alegre y, finalmente, venció el desánimo. Aquello fue un hito de gran importancia en su vida: ganó en madurez y se dio cuenta de que ese era el camino para superar los estados emotivos. Al año siguiente ingresó como novicia al convento de Carmelitas. 

¿Qué fue, en el fondo, lo que le hizo cambiar? La convicción de que Dios, que ha puesto en nuestro corazón el deseo de amarle, nos da la fuerza para alcanzar la santidad, a pesar de nuestros defectos. Que lo importante no es qué tan frágiles seamos, sino saber que Dios nos ama y que podemos confiarnos plenamente a Él. Que los brazos de Jesús son dónde tenemos que ponernos porque Él es nuestra fortaleza.

Tres años antes, cuando cumplió 11 años de edad, ya había hecho tres propósitos sencillos: 1) luchar contra el orgullo, 2) rezar todos los días a la Virgen un Acordaos y 3) no desanimarse nunca. 

En el último año de su vida (1897), a los 24 años de edad, estaba enferma en el convento. Entonces escribió en uno de sus manuscritos que, poco a poco, fue descubriendo un camino sencillo, corto y nuevo para alcanzar la santidad. Ese camino, o «caminito», como Ella lo llamaba, era la infancia espiritual. Realmente, no era un camino nuevo, en estricto sentido. Era redescubrir el Evangelio, que es un Camino de amor para los pequeños. Muchas veces Jesús había dicho a sus discípulos que es indispensable hacerse como niños para entrar en el Reino de los Cielos. 

Santa Teresa de Lisieux fue lo que descubrió en su propia vida y luego lo escribió para que, a lo largo de los años, una multitud de personas en todo el mundo pudiéramos seguir su «camino de infancia».

La decisión que tomó a los catorce años de edad fue algo sencillo, relativamente. No fue una decisión aparentemente importante. Sin embargo, cambió su vida. Se dio cuenta de que eso es lo que Dios nos pide cada día: decirle que «sí» en alguna cosa. Y sostener ese propósito en los días sucesivos. En definitiva, la santidad está al alcance de cualquier persona, a través de la lucha en los pequeños detalles de la vida ordinaria. En esto se adelantó al Concilio Vaticano II, al igual que san Josemaría que, después de la canonización de Santa Teresa de Lisieux, en 1924, conoció sus escritos y le impresionaron vivamente. Él también aconsejaba el «caminito de infancia» como un modo seguro y asequible a todos de alcanzar la santidad. 

San Juan Pablo II, con motivo del centenario del fallecimiento de Santa Teresita (1987) la proclamó doctora de la Iglesia. Ella tenía 24 años al morir. Nunca estudió teología. Sus escritos son relatos de sus vivencias personales. Y, sin embargo, el Papa quiso poner su modo de comprender el Evangelio como un punto de referencia para todos los cristianos de nuestra época. Vale la pena que nosotros conozcamos su vida y sus escritos. Y, sobre todo, que sigamos su ejemplo en el camino de amor a través de las cosas pequeñas y ordinarias de nuestra vida.   


viernes, 2 de abril de 2021

Saberse amados por Dios

Estamos metidos de lleno en el Triduo Pascual. Desde la tarde del Jueves Santo hasta la mañana del Domingo de Padua, Jesús vive —y nosotros con Él— el Misterio de nuestra Redención.

«Como hubiese amado a los suyos, los amó hasta el fin». Así comienza San Juan el capítulo 13 de su evangelio, seguido por el lavatorio de los pies, que leíamos ayer en la Misa in Cena Domini. ¿Qué nos quiere decir el evangelista a nosotros, hombres y mujeres del siglo XXI?  Algo de suma importancia: que el Señor, lo que más desea es que conozcamos el Amor que Dios nos tiene y que nos dejemos querer por Él: por Dios Padre, que envía a su Hijo y hace posible que seamos hijos suyos, por el Espíritu Santo. 

Cuando Cristo se pone de rodillas para lavar los pies a sus discípulos, manifiesta de modo vivo cómo es el Amor de Dios: tan grande que está dispuesto a abajarse, a anonadarse, a hacerse servidor de cada uno de nosotros. No es fácil de entender. ¿Porqué Dios nos quiere tanto? ¿Qué tenemos que le le lleve a hacer la «locura» de querernos tanto? Es un gran Misterio. Pero es así. 

Pedro tampoco lo entiende  y, por eso, trata de hacerle ver al Señor que es un despropósito lo que está haciendo. Finalmente, se rinde ante un argumento contundente: «no tendrás parte conmigo», si no dejas que te lave los pies. 

Quizá lo más difícil del seguimiento de Cristo —aunque parezca lo más fácil—, es dejarse querer por Él. Jesús nos ama con el Amor del Padre, con ese Amor que es una Persona: el Espíritu Santo. Dios es Amor. ¡Qué difícil comprender este Misterio! Pero, ¡qué importante dedicar nuestra vida a tratar de comprenderlo!

Los grandes santos han vislumbrado el gran Amor que Dios nos tiene. Santa Teresa de Lisieux, por ejemplo, siendo muy joven, se veía como una niña pequeña a la que Dios ama con ternura. Pedía grandes cosas porque sabía que Dios era su Padre y no puede negar nada a sus hijos más pequeños. 

¡Dejarnos querer! Esa es la principal meta de nuestra vida. Aprender a dejarnos querer por Dios. Si tratamos de poner el acento en nuestros logros, en nuestros progresos, vamos por mal camino. Podemos tener muchos defectos y errores; podemos ser muy frágiles. Lo importante es tener la convicción de que eso es lo «natural». Como decía san Josemaría: lo natural es darnos cuenta de que damos abrojos y espinas. Eso es lo nuestro. Todas nuestras obras buenas se las debemos a Dios. Nosotros no valemos nada. 

«Saber que me quieres tanto y no me he vuelto loco», decía san Josemaría Escrivá. Es como para «volverse loco» de alegría. 

Por eso son tan importantes en la vida espiritual las acciones de gracias, la adoración, la alabanza a Dios. Son señal de que vamos comprendiendo un poco su Amor; de que vamos dándonos cuenta de cuánto nos ama. 

En la práctica, para ir logrando esa convicción y, de verdad, disponernos a dejarnos amar por Él, es imprescindible, ver a Cristo en los demás. Una muestra clara de haber comprendido un poco cuánto Dios nos ama es darnos cuenta de que así también ama a cada uno de nuestros hermanos. Si Dios ama tanto a este hermano mío, ¿como yo seré capaz de cerrarle mi corazón? ¿Cómo puedo despreciarlo o tenerle rencor? ¿Cómo no lo voy a tratar con inmenso cariño, sabiendo que Dios lo quiere tanto?

Esa es la piedra de toque del Amor, la caridad a nuestro prójimo. Quizá por eso el Señor le dijo a Pedro que no comprendía porque Él les lavaba los pies a sus discípulos, a sus amigos, pero también a Judas, que era un traidor.

Como siempre, lo mejor para aprender cualquier enseñanza de Jesús, es mirar cómo la vivía Nuestra Señora. Ella, más que ninguna otra criatura, sabe cuánto nos ama Dios y también cuánto ama a cada uno de sus hijos. Por eso, María nos ama tanto.