viernes, 2 de abril de 2021

Saberse amados por Dios

Estamos metidos de lleno en el Triduo Pascual. Desde la tarde del Jueves Santo hasta la mañana del Domingo de Padua, Jesús vive —y nosotros con Él— el Misterio de nuestra Redención.

«Como hubiese amado a los suyos, los amó hasta el fin». Así comienza San Juan el capítulo 13 de su evangelio, seguido por el lavatorio de los pies, que leíamos ayer en la Misa in Cena Domini. ¿Qué nos quiere decir el evangelista a nosotros, hombres y mujeres del siglo XXI?  Algo de suma importancia: que el Señor, lo que más desea es que conozcamos el Amor que Dios nos tiene y que nos dejemos querer por Él: por Dios Padre, que envía a su Hijo y hace posible que seamos hijos suyos, por el Espíritu Santo. 

Cuando Cristo se pone de rodillas para lavar los pies a sus discípulos, manifiesta de modo vivo cómo es el Amor de Dios: tan grande que está dispuesto a abajarse, a anonadarse, a hacerse servidor de cada uno de nosotros. No es fácil de entender. ¿Porqué Dios nos quiere tanto? ¿Qué tenemos que le le lleve a hacer la «locura» de querernos tanto? Es un gran Misterio. Pero es así. 

Pedro tampoco lo entiende  y, por eso, trata de hacerle ver al Señor que es un despropósito lo que está haciendo. Finalmente, se rinde ante un argumento contundente: «no tendrás parte conmigo», si no dejas que te lave los pies. 

Quizá lo más difícil del seguimiento de Cristo —aunque parezca lo más fácil—, es dejarse querer por Él. Jesús nos ama con el Amor del Padre, con ese Amor que es una Persona: el Espíritu Santo. Dios es Amor. ¡Qué difícil comprender este Misterio! Pero, ¡qué importante dedicar nuestra vida a tratar de comprenderlo!

Los grandes santos han vislumbrado el gran Amor que Dios nos tiene. Santa Teresa de Lisieux, por ejemplo, siendo muy joven, se veía como una niña pequeña a la que Dios ama con ternura. Pedía grandes cosas porque sabía que Dios era su Padre y no puede negar nada a sus hijos más pequeños. 

¡Dejarnos querer! Esa es la principal meta de nuestra vida. Aprender a dejarnos querer por Dios. Si tratamos de poner el acento en nuestros logros, en nuestros progresos, vamos por mal camino. Podemos tener muchos defectos y errores; podemos ser muy frágiles. Lo importante es tener la convicción de que eso es lo «natural». Como decía san Josemaría: lo natural es darnos cuenta de que damos abrojos y espinas. Eso es lo nuestro. Todas nuestras obras buenas se las debemos a Dios. Nosotros no valemos nada. 

«Saber que me quieres tanto y no me he vuelto loco», decía san Josemaría Escrivá. Es como para «volverse loco» de alegría. 

Por eso son tan importantes en la vida espiritual las acciones de gracias, la adoración, la alabanza a Dios. Son señal de que vamos comprendiendo un poco su Amor; de que vamos dándonos cuenta de cuánto nos ama. 

En la práctica, para ir logrando esa convicción y, de verdad, disponernos a dejarnos amar por Él, es imprescindible, ver a Cristo en los demás. Una muestra clara de haber comprendido un poco cuánto Dios nos ama es darnos cuenta de que así también ama a cada uno de nuestros hermanos. Si Dios ama tanto a este hermano mío, ¿como yo seré capaz de cerrarle mi corazón? ¿Cómo puedo despreciarlo o tenerle rencor? ¿Cómo no lo voy a tratar con inmenso cariño, sabiendo que Dios lo quiere tanto?

Esa es la piedra de toque del Amor, la caridad a nuestro prójimo. Quizá por eso el Señor le dijo a Pedro que no comprendía porque Él les lavaba los pies a sus discípulos, a sus amigos, pero también a Judas, que era un traidor.

Como siempre, lo mejor para aprender cualquier enseñanza de Jesús, es mirar cómo la vivía Nuestra Señora. Ella, más que ninguna otra criatura, sabe cuánto nos ama Dios y también cuánto ama a cada uno de sus hijos. Por eso, María nos ama tanto.     

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