viernes, 9 de abril de 2021

Como niños recién nacidos

         La antífona de entrada del Domingo de la Misericordia nos introduce de lleno en el Misterio Pascual:

Como niños recién nacidos, anhelen una leche pura y espiritual que los haga crecer hacia la salvación. Aleluya”.

 Jacques Philippe, conocido autor de libros espirituales, en un retiro que predicó en Madrid hace algunos años, comentó una anécdota de la vida de Santa Teresa de Lisieux.

Santa Teresa, desde muy niña, se sentía fuertemente atraída hacia la santidad. Sin embargo, la muerte de su madre cuando ella tenía sólo cuatro años de edad, la marcó profundamente. Aparecieron en su carácter algunos rasgos psicológicos de inmadurez infantil: deseos de llamar la atención, una hipersensibilidad que le llevaba frecuentemente al llanto, deseos de reconocimiento, desánimos frecuentes cuando no lograba lo que quería, etc. Verdaderamente, algunas veces era insoportable. 

No podía vencer esas tendencias fuertemente grabadas en su forma de ser. Cuando tenía catorce años de edad, en la Navidad de 1886, su padre, que le tenía un afecto notorio, preparó, como todos los años, los regalos para sus hijos, en la chimenea. Pero, después de llevar a cabo esa tarea cansada, se le escaparon unas palabras que hirieron en lo más vivo la sensibilidad de Teresa, que era la más pequeña de la familia: «Menos mal que es el último año». Ella ya venía dándose cuenta de que tenía que cambiar, y que no podía seguir siendo una niña mimada. Entonces, después de la Comunión que recibió aquel día en la Misa de medianoche, tomó la decisión, valientemente, de controlar sus emociones. Estuvo contenta, alegre y, finalmente, venció el desánimo. Aquello fue un hito de gran importancia en su vida: ganó en madurez y se dio cuenta de que ese era el camino para superar los estados emotivos. Al año siguiente ingresó como novicia al convento de Carmelitas. 

¿Qué fue, en el fondo, lo que le hizo cambiar? La convicción de que Dios, que ha puesto en nuestro corazón el deseo de amarle, nos da la fuerza para alcanzar la santidad, a pesar de nuestros defectos. Que lo importante no es qué tan frágiles seamos, sino saber que Dios nos ama y que podemos confiarnos plenamente a Él. Que los brazos de Jesús son dónde tenemos que ponernos porque Él es nuestra fortaleza.

Tres años antes, cuando cumplió 11 años de edad, ya había hecho tres propósitos sencillos: 1) luchar contra el orgullo, 2) rezar todos los días a la Virgen un Acordaos y 3) no desanimarse nunca. 

En el último año de su vida (1897), a los 24 años de edad, estaba enferma en el convento. Entonces escribió en uno de sus manuscritos que, poco a poco, fue descubriendo un camino sencillo, corto y nuevo para alcanzar la santidad. Ese camino, o «caminito», como Ella lo llamaba, era la infancia espiritual. Realmente, no era un camino nuevo, en estricto sentido. Era redescubrir el Evangelio, que es un Camino de amor para los pequeños. Muchas veces Jesús había dicho a sus discípulos que es indispensable hacerse como niños para entrar en el Reino de los Cielos. 

Santa Teresa de Lisieux fue lo que descubrió en su propia vida y luego lo escribió para que, a lo largo de los años, una multitud de personas en todo el mundo pudiéramos seguir su «camino de infancia».

La decisión que tomó a los catorce años de edad fue algo sencillo, relativamente. No fue una decisión aparentemente importante. Sin embargo, cambió su vida. Se dio cuenta de que eso es lo que Dios nos pide cada día: decirle que «sí» en alguna cosa. Y sostener ese propósito en los días sucesivos. En definitiva, la santidad está al alcance de cualquier persona, a través de la lucha en los pequeños detalles de la vida ordinaria. En esto se adelantó al Concilio Vaticano II, al igual que san Josemaría que, después de la canonización de Santa Teresa de Lisieux, en 1924, conoció sus escritos y le impresionaron vivamente. Él también aconsejaba el «caminito de infancia» como un modo seguro y asequible a todos de alcanzar la santidad. 

San Juan Pablo II, con motivo del centenario del fallecimiento de Santa Teresita (1987) la proclamó doctora de la Iglesia. Ella tenía 24 años al morir. Nunca estudió teología. Sus escritos son relatos de sus vivencias personales. Y, sin embargo, el Papa quiso poner su modo de comprender el Evangelio como un punto de referencia para todos los cristianos de nuestra época. Vale la pena que nosotros conozcamos su vida y sus escritos. Y, sobre todo, que sigamos su ejemplo en el camino de amor a través de las cosas pequeñas y ordinarias de nuestra vida.   


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