sábado, 24 de noviembre de 2018

Cristo Rey


Llegamos al final del Año Litúrgico con la Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo, que se celebra el Domingo 34° del Tiempo Ordinario.  

Cuanto hicisteis con uno de éstos mis pequeños, conmigo lo hicisteis

En esta ocasión, transcribimos una homilía pronunciada por el Papa Benedicto XVI el 25 de noviembre de 2013, pocos meses antes de su renuncia al Ministerio Petrino. Destacamos en negritas algunas frases.

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Señores cardenales, venerados hermanos en el episcopado y el sacerdocio, queridos hermanos y hermanas:

La solemnidad de Cristo Rey del Universo, coronación del año litúrgico, se enriquece con la recepción en el Colegio cardenalicio de seis nuevos miembros que, según la tradición, he invitado esta mañana a concelebrar conmigo la Eucaristía. Dirijo a cada uno de ellos mi más cordial saludo, agradeciendo al Cardenal James Michael Harvey sus amables palabras en nombre de todos. Saludo a los demás purpurados y a todos los obispos presentes, así como a las distintas autoridades, señores embajadores, a los sacerdotes, religiosos y a todos los fieles, especialmente a los que han venido de las diócesis encomendadas al cuidado pastoral de los nuevos cardenales.

En este último domingo del año litúrgico la Iglesia nos invita a celebrar al Señor Jesús como Rey del universo. Nos llama a dirigir la mirada al futuro, o mejor aún en profundidad, hacia la última meta de la historia, que será el reino definitivo y eterno de Cristo. Cuando fue creado el mundo, al comienzo, él estaba con el Padre, y manifestará plenamente su señorío al final de los tiempos, cuando juzgará a todos los hombres. Las tres lecturas de hoy nos hablan de este reino. En el pasaje evangélico que hemos escuchado, sacado del Evangelio de san Juan, Jesús se encuentra en la situación humillante de acusado, frente al poder romano. Ha sido arrestado, insultado, escarnecido, y ahora sus enemigos esperan conseguir que sea condenado al suplicio de la cruz. Lo han presentado ante Pilato como uno que aspira al poder político, como el sedicioso rey de los judíos. El procurador romano indaga y pregunta a Jesús: "¿Eres tú el rey de los judíos?" (Jn 18, 33). Jesús, respondiendo a esta pregunta, aclara la naturaleza de su reino y de su mismo mesianismo, que no es poder mundano, sino amor que sirve; afirma que su reino no se ha de confundir en absoluto con ningún reino político: "Mi reino no es de este mundo... no es de aquí" (v. 36).

Está claro que Jesús no tiene ninguna ambición política. Tras la multiplicación de los panes, la gente, entusiasmada por el milagro, quería hacerlo rey, para derrocar el poder romano y establecer así un nuevo reino político, que sería considerado como el reino de Dios tan esperado. Pero Jesús sabe que el reino de Dios es de otro tipo, no se basa en las armas y la violencia. Y es precisamente la multiplicación de los panes la que se convierte, por una parte, en signo de su mesianismo, pero, por otra, en un punto de inflexión de su actividad: desde aquel momento el camino hacia la Cruz se hace cada vez más claro; allí, en el supremo acto de amor, resplandecerá el reino prometido, el reino de Dios. Pero la gente no comprende, están defraudados, y Jesús se retira solo al monte a rezar, a hablar con el Padre (cf. Jn 6, 1-15). En la narración de la pasión vemos cómo también los discípulos, a pesar de haber compartido la vida con Jesús y escuchado sus palabras, pensaban en un reino político, instaurado además con la ayuda de la fuerza. En Getsemaní, Pedro había desenvainado su espada y comenzó a luchar, pero Jesús lo detuvo (cf. Jn 18, 10-11). No quiere que se le defienda con las armas, sino que quiere cumplir la voluntad del Padre hasta el final y establecer su reino, no con las armas y la violencia, sino con la aparente debilidad del amor que da la vida. El reino de Dios es un reino completamente distinto a los de la tierra.

Y es esta la razón de que un hombre de poder como Pilato se quede sorprendido delante de un hombre indefenso, frágil y humillado, como Jesús; sorprendido porque siente hablar de un reino, de servidores. Y hace una pregunta que le parecería una paradoja: "Entonces, ¿tú eres rey?". ¿Qué clase de rey puede ser un hombre que está en esas condiciones? Pero Jesús responde de manera afirmativa: "Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz" (Jn 18, 37). Jesús habla de rey, de reino, pero no se refiere al dominio, sino a la verdad. Pilato no comprende: ¿Puede existir un poder que no se obtenga con medios humanos? ¿Un poder que no responda a la lógica del dominio y la fuerza? Jesús ha venido para revelar y traer una nueva realeza, la de Dios; ha venido para dar testimonio de la verdad de un Dios que es amor (cf. 1Jn 4, 8-16) y que quiere establecer un reino de justicia, de amor y de paz (cf. Prefacio). Quien está abierto al amor, escucha este testimonio y lo acepta con fe, para entrar en el reino de Dios.

Esta perspectiva la volvemos a encontrar en la primera lectura que hemos escuchado. El profeta Daniel predice el poder de un personaje misterioso que está entre el cielo y la tierra: "Vi venir una especie de hijo de hombre entre las nubes del cielo. Avanzó hacia el anciano y llegó hasta su presencia. A él se le dio poder, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas lo sirvieron. Su poder es un poder eterno, no cesará. Su reino no acabará" (Dn 7, 13-14). Se trata de palabras que anuncian un rey que domina de mar a mar y hasta los confines de la tierra, con un poder absoluto que nunca será destruido. Esta visión del profeta, una visión mesiánica, se ilumina y realiza en Cristo: el poder del verdadero Mesías, poder que no tiene ocaso y que no será nunca destruido, no es el de los reinos de la tierra que surgen y caen, sino el de la verdad y el amor. Así comprendemos que la realeza anunciada por Jesús de palabra y revelada de modo claro y explícito ante el Procurador romano, es la realeza de la verdad, la única que da a todas las cosas su luz y su grandeza.

En la segunda lectura, el autor del Apocalipsis afirma que también nosotros participamos de la realeza de Cristo. En la aclamación dirigida a aquel "que nos ama, y nos ha librado de nuestros pecados con su sangre" declara que él "nos ha hecho reino y sacerdotes para Dios, su Padre" (Ap 1, 5-6). También aquí aparece claro que no se trata de un reino político sino de uno fundado sobre la relación con Dios, con la verdad. Con su sacrificio, Jesús nos ha abierto el camino para una relación profunda con Dios: en él hemos sido hechos verdaderos hijos adoptivos, hemos sido hechos partícipes de su realeza sobre el mundo. Ser, pues, discípulos de Jesús significa no dejarse cautivar por la lógica mundana del poder, sino llevar al mundo la luz de la verdad y el amor de Dios. El autor del Apocalipsis amplía su mirada hasta la segunda venida de Cristo para juzgar a los hombres y establecer para siempre el reino divino, y nos recuerda que la conversión, como respuesta a la gracia divina, es la condición para la instauración de este reino (cf. Ap 1, 7). Se trata de una invitación apremiante que se dirige a todos y cada uno de nosotros: convertirse continuamente en nuestra vida al reino de Dios, al señorío de Dios, de la verdad. Lo invocamos cada día en la oración del "Padre nuestro" con las palabras "Venga a nosotros tu reino", que es como decirle a Jesús: Señor que seamos tuyos, vive en nosotros, reúne a la humanidad dispersa y sufriente, para que en ti todo sea sometido al Padre de la misericordia y el amor.

Queridos y venerados hermanos cardenales, de modo especial pienso en los que fueron creados ayer, a vosotros se os ha confiado esta ardua responsabilidad: dar testimonio del reino de Dios, de la verdad. Esto significa resaltar siempre la prioridad de Dios y su voluntad frente a los intereses del mundo y sus potencias. Sed imitadores de Jesús, el cual, ante Pilato, en la situación humillante descrita en el Evangelio, manifestó su gloria: la de amar hasta el extremo, dando la propia vida por las personas que amaba. Ésta es la revelación del reino de Jesús. Y por esto, con un solo corazón y una misma alma, rezamos: "Adveniat regnum tuum". Amén.



sábado, 17 de noviembre de 2018

Los Novísimos


Mañana celebramos el 33° domingo del Tiempo Ordinario, último domingo del año litúrgico anterior a la fiesta de Cristo Rey.  

 

La 1ª Lectura y el Evangelio de la Misa nos hablan de la Segunda Venida de Jesucristo al Final de los Tiempos que, en el Nuevo Testamento se llama “la Parusía” (advenimiento, llegada).

Además, estamos en el mes de noviembre y, esta circunstancia nos da pie para meditar sobre los novísimos, un tema que frecuentemente se deja a un lado, y que es de primera importancia en nuestra fe católica.

Los novísimos o postrimerías son las últimas realidades a las que nos enfrentaremos cuando termine nuestra vida aquí en la tierra. Suelen enumerarse cuatro: muerte, juicio, infierno y gloria; a las cuales se añade también una quinta: el purgatorio.

A continuación recogeremos algunas citas sobre cada uno de ellos, que nos ayuden a reflexionar y a sacar algún pensamiento positivo para nuestra vida diaria.

Muerte

«Recuerde el alma dormida, avive el seso y despierte, contemplando, cómo se pasa la vida, como se viene la muerte, tan callando. Cuán presto se va el placer, cómo, después de acordado da dolor, cómo a nuestro parecer cualquier tiempo pasado fue mejor. Nuestras vidas son los ríos que van a dar en el mar que es el morir. Allí van los señoríos derechos a se acabar y consumir. Allí los ríos caudales, allí los otros medianos y más chicos alegados son iguales los que viven por sus manos y los ricos» (Coplas de Jorge Manrique a la muerte de su padre, siglo XV).

La palabra griega "parrochia" significa "los que residen como extranjeros en este mundo" (cfr. Hamann, La vida cotidiana de los primeros cristianos, p. 193).

«Dime hasta qué punto vives en presencia de la muerte y te diré hasta qué punto eres católico» (José Gaos).

Los cristianos son una "raza de hombres preparada a morir en cualquier momento" (Tertuliano).

El arte de saber envejecer se resume en una sola palabra: desprendimiento. Cuanto más viejo se es, menos derecho se tiene a ser egoísta. Cuanto más largo es el camino de nuestra existencia, más debe alejarnos de nosotros mismos. Al cerrarse el porvenir, se abre la eternidad; la rueda de los días, al mismo tiempo que desgasta el cuerpo, debe agudizar el alma...; desprenderse de todo lo que muere para abrirse a la luz y al amor, que no mueren (...) y cuando llega su última hora, [el hombre que se ha desprendido de todo] muere vivo” (Thibon, El equilibrio y la armonía, p. 239).

Juicio

Así han de considerarnos los hombres: ministros de Cristo y administradores de los misterios de Dios. Por lo demás, lo que se busca en los administradores es que sean fielesEn cuanto a mí, poco me importa ser juzgado por vosotros o por un tribunal humano. Ni siquiera yo mismo me juzgo4Pues aunque en nada me remuerde la conciencia, no por eso quedo justificado. Quien me juzga es el SeñorPor tanto, no juzguéis nada antes de tiempo, hasta que venga el Señor: él iluminará lo oculto de las tinieblas y pondrá de manifiesto las intenciones de los corazones; entonces cada uno recibirá de parte de Dios la alabanza debida” (1 Cor 4, 1-5).

"En fin, al Ángel de la Iglesia de Laodicea escribirás: Esto dice la misma Verdad, el testigo fiel y verdadero, el principio de las creaturas de Dios. Conozco bien tus obras que ni eres frío, ni caliente: ¡ojalá fueras frio o caliente! Más por cuanto eres tibio y no frío ni caliente, estoy para vomitarte de mi boca; porque estás diciendo: Yo soy rico y hacendado y de nada tengo falta, y no conoces que eres un desdichado y miserable y pobre y ciego y desnudo. Aconséjote que compres de mí el oro afinado en el fuego, con que te hagas rico y te vistas de ropas blancas, y no se descubra la vergüenza de tu desnudez, y unge tus ojos con colirio para que veas" (Apoc 3 14-18).

«Vas a ser juzgado sobre el amor y vas a ser juzgado por el Amor» (S. Juan de la Cruz).

"El que se miente a sí y escucha sus propias mentiras llega a no distinguir ninguna verdad ni en su fuero interno ni a su alrededor, pues deja de respetarse a sí mismo y de respetar a los otros" (Dostoievski).

Infierno

"Estando un día en oración (...) entendí que quería el Señor que viese el lugar que los demonios allá me tenían preparado, y yo merecido por mis pecados. Ello fue en brevísimo espacio; más aunque yo viviese muchos años, me parece imposible olvidárseme (...). Los dolores corporales (...) mayores que se pueden acá pasar (...) no es nada en comparación de lo que allí sentí y ver que habrían de ser sin fin y sin jamás cesar (...). Y así no me acuerdo vez que tengo trabajo ni dolores, que no me parezca nonada todo lo que acá se puede pasar; y así me parece, en parte, que nos quejamos sin propósito. Y así torno a decir que fue una de las mayores mercedes que el Señor me ha hecho, porque me ha aprovechado muy mucho, así para perder el miedo a las tribulaciones y contradicciones de esta vida como para esforzarme a padecerlas y dar gracias al Señor que me libró, a lo que ahora me parece, de males tan perpetuos y terribles (Sta. Teresa, Vida, c. 32).

"De aquí también gané la grandísima pena que me da las muchas almas que se condenan (...) y los ímpetus grandes de aprovechar almas, que me parece cierto en mí que por librar a una sola de tan gravísimos tormentos, pasaría yo muchas muertes muy de buena gana (...). Esto me hace pensar también que en cosa que tanto importa, no nos contentemos con menos de hacer todo lo que pudiéramos de nuestra parte; no dejemos nada, y plegue al Señor sea servido de darnos gracia para ellos (Sta. Teresa, Vida, c. 32).

“La opción de vida del hombre se hace en definitiva con la muerte; esta vida suya está ante el Juez. Su opción, que se ha fraguado en el transcurso de toda la vida, puede tener distintas formas. Puede haber personas que han destruido totalmente en sí mismas el deseo de la verdad y la disponibilidad para el amor. Personas en las que todo se ha convertido en mentira; personas que han vivido para el odio y que han pisoteado en ellas mismas el amor. Ésta es una perspectiva terrible, pero en algunos casos de nuestra propia historia podemos distinguir con horror figuras de este tipo. En semejantes individuos no habría ya nada remediable y la destrucción del bien sería irrevocable: esto es lo que se indica con la palabra infierno” (Benedicto XVI, Spe salvi n. 45).

Cielo

1 No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios, creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas. De lo contrario, ¿os hubiera dicho que voy a prepararos un lugar? Cuando me haya marchado y os haya preparado un lugar, de nuevo vendré y os llevaré junto a mí, para que, donde yo estoy, estéis también vosotrosY adonde yo voy, ya sabéis el camino” (Jn 14, 1-4).

Cada alma tiene una “firma secreta”: a lo largo de la vida va buscando algo de lo que sólo encuentra indicios, “intuiciones tentadoras, promesas jamás cabalmente cumplidas” (C.S. Lewis, El problema del dolor, p. 143). Ese algo deseado firmemente, se refiere también al “cordón invisible” que une los libros que realmente nos gustan: “Usted sabe muy bien cuál es la característica común que hace que a usted le gusten, aunque no pueda expresarlo con palabras. Sin embargo, la mayoría de sus amigos no lo entiende en absoluto y a menudo se preguntan por qué gustándole a usted esto también le gusta aquello otro” (Ibidem, p. 142). Si ese algo se manifestara, lo reconoceríamos. Sin ninguna duda diríamos: Aquí, por fin, está aquello para lo que he sido hecho. Y eso, plenamente manifestado, será el cielo para cada persona.

“En la patria divina todas las almas están unidas a Dios. Se alimentan de esa visión. Las almas se hallan enteramente poseídas por su amor a Dios en un éxtasis absoluto. Existe un inmenso silencio, porque para estar unidas a Dios las almas no tienen necesidad de palabras. La angustia, las pasiones, los temores, el dolor, las envidias, los odios y las inclinaciones desaparecen. Sólo existe ese encuentro de corazón a corazón con Dios. El Cielo es el corazón de Dios. Y ese corazón siempre será silencio” (Cardenal Robert Sarah, La Fuerza del silencio, pp. 107-108).

Purgatorio

“Algunos teólogos recientes piensan que el fuego que arde [en e purgatorio], y que a la vez salva, es Cristo mismo, el Juez y Salvador. El encuentro con Él es el acto decisivo del Juicio. Ante su mirada, toda falsedad se deshace. Es el encuentro con Él lo que, quemándonos, nos transforma y nos libera para llegar a ser verdaderamente nosotros mismos. En ese momento, todo lo que se ha construido durante la vida puede manifestarse como paja seca, vacua fanfarronería, y derrumbarse. Pero en el dolor de este encuentro, en el cual lo impuro y malsano de nuestro ser se nos presenta con toda claridad, está la salvación. Su mirada, el toque de su corazón, nos cura a través de una transformación, ciertamente dolorosa, «como a través del fuego». Pero es un dolor bienaventurado, en el cual el poder santo de su amor nos penetra como una llama, permitiéndonos ser por fin totalmente nosotros mismos y, con ello, totalmente de Dios” (Benedicto XVI, Spe Salvi, 47).


domingo, 11 de noviembre de 2018

Las viudas pobres, ejemplo de fe


En este domingo, XXXII del TO, la Iglesia nos presenta, en la Liturgia de la Palabra, la historia de dos viudas pobres, que nos dan un ejemplo admirable de fe.

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La primera vivió en Sarepta, una ciudad del actual Líbano, en el siglo IX antes de Cristo. Era muy pobre. Tenía un hijo. Había sufrido casi tres años de escasez, por la falta de lluvia en todo el país.

Un día, nos cuenta el Primer Libro de los Reyes, estaba recogiendo leña a las puertas de la ciudad. En eso, ve que llega un extranjero del sur: era el profeta Elías, que había sido enviado ahí por Dios.

Los orientales están llenos de hospitalidad y, cuando el profeta le pide que le dé un poco de agua para beber, ella deja su ocupación se apresura a hacerlo. Pero Elías le pide, además, algo para comer. Entonces ella le revela toda su penuria: no tiene más que un poco de harina y aceite para hacer un panecillo y pensaba dividirlo con su hijo, y luego prepararse para morir, porque no lo queda nada más.

Elías le pide que tenga fe y le dice, en nombre del Dios de Israel, que no le faltará el sustento y es generosa y le da a él todo lo que tiene.

Es sorprendente la fe de esta pobre viuda que escucha al profeta, ve en él a un enviado de Dios, y está dispuesta a confiar en él (y sobre todo en Dios), y deja vacía la orza de harina y la alcuza de aceite para dar de comer al forastero.

Dios le premió su fe porque, a partir de entonces, de modo milagroso, no se vaciaron la orza ni la alcuza, hasta que volvió a llover en aquellas tierras.

La otra viuda vivió ochocientos años después, en Jerusalén. También era pobre y pasaba necesidad. La Ley de moisés preveía que se ayudará a las viudas y a los huérfanos. Pero ella no tenía ni lo necesario para vivir. En cambio, muchos fariseos, escribas y doctores de la Ley acumulaban dinero y eran insensibles a las necesidades de sus hermanos más pobres.

San Marcos nos cuenta como Jesús había llegado a Jerusalén para sufrir su Pasión y Muerte en la Cruz. Vivía en Betania y, en aquella última semana de su vida en la tierra, se alojaba en la casa de sus amigos Lázaro, Marta y María. Pero todos los días iba a la Ciudad Santa para predicar en el Templo sus últimas enseñanzas a los judíos.

Uno de aquellos días, después de hablar a los judíos de distintos temas, entre ellos de la necesidad de que fueran más humildes y vivieran mejor la caridad con los pobres y necesitados, se sentó delante del gazofilacio, la alcancía en la que ponían sus donativos los judíos para la manutención del Templo.

El Señor observaba a la gente que pasaba por ahí. Él veía el dinero que echaban en la hucha pero, sobre todo, se fijaba en su corazón. Jesús sabía perfectamente lo que había en cada hombre. Los más ricos echaban mucho dinero, pero muchos de ellos no lo hacían con rectitud de corazón, sino por vanidad o por quedarse tranquilos ellos mismos con su conciencia. No lo hacían por amor a Dios y daban de lo que les sobraba. No hacían un verdadero sacrificio. Su ofrenda no era agradable a Dios, que mira las intenciones más profundas del alma.

En cambio, el Señor se fijó en la viuda pobre que, desconocida e insignificante, sin que nadie le diera importancia y oculta a los ojos de los hombres, había guardado dos blancas o pequeñas monedas, que hacían un cuadrante y no tenían ningún valor material. Pero esas moneditas era lo único que la viuda poseía.

Aquella viuda tenía un gran amor a Dios. Iba al templo todos los días. Era parecida a Ana, aquella mujer que había recibido a Jesús el día de la Purificación de Nuestra Señora y que era una mujer anciana y llena de Dios.

La viuda hace su ofrenda y da todo lo que tiene. Jesús se fija en ella y llama a los discípulos que están cerca de él, descansando  también, y les pide que miren a la viuda: que sepan valorar lo que realmente tiene valor y no se queden en las apariencias de tener más estima por todos los hombres “importantes” que daban mucho dinero para el Templo.

Jesús aprecia mucho más el donativo de la viuda, porque ha dado todo lo que tiene.

Es una enseñanza maravillosa del Señor que nos invita a ser generosos, a confiar en Dios y a entregar nuestra vida totalmente y sin reservas, confiando plenamente en que nunca nos faltará la protección del Señor en nuestra vida si actuamos así.

Vivir de fe. Abandonarnos en Dios. Confiar en Él. Ese es el camino. Ese es el estilo de vida que quiere el Señor para sus discípulos.

En la Segunda Lectura, leemos en la Carta a los Hebreos acerca de la Misa, único Sacrificio, que Jesús ofreció una sola vez en el Calvario. Cuando participamos de este Sacrificio nos unimos al Sacrificio de la Cruz. Es la mejor ofrenda. Nosotros damos todo lo poco que tenemos (dos moneditas, como la viuda del Templo), pero eso adquiere un valor infinito al unirse al Sacrificio de Cristo.  

Hoy le pedimos a Nuestra Madre, Auxilio de los cristianos, Refugio de los pecadores, Consoladora de los afligidos, que purifique nuestro corazón y lo haga grande y generoso para confiar en Dios y estar dispuestos a darlo todo porque ¡vale la pena! ponernos en sus manos.


sábado, 3 de noviembre de 2018

El Mandamiento del Amor


Nuevamente la Iglesia nos propone en el Evangelio del próximo domingo (31° del TO, Ciclo B) el Mandamiento del Amor, que es la principal enseñanza de Cristo.

Murillo, el Regreso del Hijo Pródigo, pintada en el Hospital de la Caridad en Sevilla, hoy en National Gallery of Art, Washington.Esta serie de obras de misericordia fueron pintadas para el Hospital de la Caridad de Sevilla, para acoger vagabundos.

El Mandamiento del Amor es uno, aunque se manifiesta como doble. Cuando un escriba se acerca a Jesús y le pregunta qué mandamiento es el primero de todos (cfr. Mc 12, 28b-34), el Señor responde:

“El primero es: “Escucha Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser”. El segundo es este: “Amarás a tu próximo como a ti mismo. No hay mandamiento mayor que estos”.

Es un Mandamiento. Sólo uno. No se pueden separar sus dos componentes: el amor a Dios y el amor al prójimo. Amamos a Dios amando al prójimo y amamos al prójimo amando a Dios.

Cuando estamos delante del Santísimo, en la Eucaristía, estamos amando a Dios, haciendo oración, dirigiéndole palabras de abandono, acción de gracias, alabanza, adoración...; pero, al mismo tiempo, estamos amando a nuestros hermanos, porque pedimos a Dios por ellos, los tenemos en cuenta en nuestra oración, pedimos al Señor que sepamos ser Cristo para ellos, ser otro Cristo, el mismo Cristo.

En la verdadera lucha por la santidad no cabe aislarnos de los demás al hacer oración. Tampoco cabe amar a los demás sin amar, al mismo tiempo a Dios. Tenemos un solo corazón para amar a Dios y amar a nuestros hermanos.

Desde el punto de vista ontológico, metafísico y axiológico, es claro que hay una primacía del amor a Dios: es el Primer mandamiento, como dice Cristo. Pero desde el punto de vista existencial y práctico, no se puede separar el amor a Dios del amor al prójimo.

El Papa Francisco lo dice en su Exhortación Apostólica Gaudete et Exultate, en un párrafo que podría parecer confuso y con una tendencia “horizontal” (es decir, cargada demasiado hacia el hombre y no hacia Dios). Pero  no es así. Hay que leer bien lo que nos quiere decir el Papa, en cada uno de sus escritos. Si los leemos en el contexto adecuado, conociendo su estilo y en el marco de la doctrina cristiana general, nos daremos cuenta de que es verdad lo que plantea.

“Podríamos pensar que damos gloria a Dios solo con el culto y la oración, o únicamente cumpliendo algunas normas éticas –es verdad que el primado es la relación con Dios–, y olvidamos que el criterio para evaluar nuestra vida es ante todo lo que hicimos con los demás. La oración es preciosa si alimenta una entrega cotidiana de amor. Nuestro culto agrada a Dios cuando allí llevamos los intentos de vivir con generosidad y cuando dejamos que el don de Dios que recibimos en él se manifieste en la entrega a los hermanos (GE, n. 104).

En este mes de noviembre, en el que la Iglesia nos invita a meditar sobre nuestra llamada a la santidad, conviene ser conscientes de que, para ser santos, necesitamos amar cada vez más y mejor a nuestros hermanos. Y una buena manera de respetar a los demás es no hablar mal de ellos.

Hoy, en la Iglesia y en el mundo, se va extendiendo la tendencia a la crítica. Este comportamiento se va generalizando, en parte debido a la facilidad con la que vemos que se emiten juicios sobre las personas en los medios de comunicación. Todo el mundo se siente con derecho a criticar a los demás.

Vale la pena hacer notar que hay fundamentalmente tres tipos de crítica. Y, a menos de que tengan unas características muy concretas, en principio son dañinos: para la persona que critica, para el grupo que escucha la crítica y para toda la sociedad.

Hay un breve artículo sobre el tema, del que tomamos algunas ideas.

Murmurar es hablar mal de una persona ausente de cosas ciertas y conocidas por quienes escuchan.

Difamar es hablar mal de una persona ausente de cosas ciertas, pero no conocidas por los que escuchan y, por lo tanto, que afecta negativamente la fama del interesado.

Calumniar es decir, con mentira, cosas malas de alguien que no está presente, para perjudicarlo.

Cada vez es más frecuente alguno de estos tipos de crítica: en la familia, entre los amigos, en los ambientes profesionales, etc.

Esta “tentación” es muy común, y se hace difícil sustraerse de ella, sobre todo, cuando se habla de cosas que son “verdaderas” (o al menos, así parecen a los que propagan el chisme), pero no deben divulgarse, pues ocasionan un mal a aquel de quien se está hablando.

Después de hacerlo, si uno se da cuenta y se arrepiente de este pecado (siempre queda un sabor amargo al criticar), conviene proponerse hablar de lo bueno del otro y no de lo malo.

En teología moral se suele enseñar que hay tres ocasiones en las que podemos manifestar una conducta equivocada de otro, por alguna razón justa y de modo excepcional: 1) en la dirección espiritual, para pedir un consejo sobre cómo podemos comportarnos ante la conducta errónea de otra persona; 2) en el ambiente familiar o muy cercano (padre-hijo, madre-hija, etc.), para desahogarse de un mal recibido que nos hace sufrir; 3) cuando vemos necesario advertir a alguien, de modo justo, sobre la conducta peligrosa de otro; para evitar que pueda hacerle un daño. En este sentido, también se puede hablar de la conducta escandalosa y pública de alguna persona, para aclarar a otros que ese modo de actuar es equivocado. Pero siempre ha de hacerse con caridad, sin juzgar las intenciones de las personas y sin utilizar insultos o palabras hirientes o con rencor y odio.

San Josemaría Escrivá de Balaguer, en Camino, tiene varios consejos muy oportunos al respecto. Con el punto 442 con comienza una extensa sección (p / 442-457) dedicada a dos temas muy próximos, que se entrelazan: el "juicio" acerca de los demás ("pensar mal") y las distintas formas de "crítica" e incluso de "murmuración" (cfr. Pedro Rodríguez, Edición crítica de Camino).

El punto 444 es especialmente agudo y certero: “No hagas crítica negativa: cuando no puedes alabar, cállate”. Y el n. 447 dice:

“Después de ver en qué se emplean, ¡íntegras!, muchas vidas (lengua, lengua, lengua con todas sus consecuencias), me parece más necesario y más amable el silencio. —Y entiendo muy bien que pidas cuenta, Señor, de la palabra ociosa”.

Podemos imaginarnos a la Virgen en Nazaret. ¿Con cuánta delicadeza hablaría de los demás? ¿Con qué caridad se referiría a todos y cada uno de los habitantes de esa aldea? ¿Qué ejemplo daría a sus moradores de finura y respeto a todos? Desde ahora, podemos tratar de comportarnos como lo haría Nuestra Señora, en todo momento; y ayudar a crear un clima de respeto a los demás, a nuestro alrededor.