Llegamos
al final del Año Litúrgico con la Solemnidad
de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo, que se celebra el Domingo
34° del Tiempo Ordinario.
En esta
ocasión, transcribimos una homilía pronunciada por el Papa Benedicto XVI el 25 de noviembre de 2013, pocos meses antes de
su renuncia al Ministerio Petrino. Destacamos en negritas algunas frases.
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Señores
cardenales, venerados hermanos en el episcopado y el sacerdocio, queridos
hermanos y hermanas:
La
solemnidad de Cristo Rey del Universo, coronación del año litúrgico, se enriquece con la recepción en el Colegio
cardenalicio de seis nuevos miembros que, según la tradición, he invitado
esta mañana a concelebrar conmigo la Eucaristía. Dirijo a cada uno de ellos mi
más cordial saludo, agradeciendo al Cardenal James Michael Harvey sus amables
palabras en nombre de todos. Saludo a los demás purpurados y a todos los
obispos presentes, así como a las distintas autoridades, señores embajadores, a
los sacerdotes, religiosos y a todos los fieles, especialmente a los que han
venido de las diócesis encomendadas al cuidado pastoral de los nuevos
cardenales.
En este
último domingo del año litúrgico la Iglesia nos invita a celebrar al Señor
Jesús como Rey del universo. Nos llama a
dirigir la mirada al futuro, o mejor aún en profundidad, hacia la última meta
de la historia, que será el reino definitivo y eterno de Cristo. Cuando fue
creado el mundo, al comienzo, él estaba con el Padre, y manifestará plenamente
su señorío al final de los tiempos, cuando juzgará a todos los hombres. Las tres lecturas de hoy nos hablan de este
reino. En el pasaje evangélico que hemos escuchado, sacado del Evangelio de
san Juan, Jesús se encuentra en la situación humillante de acusado, frente al
poder romano. Ha sido arrestado, insultado, escarnecido, y ahora sus enemigos
esperan conseguir que sea condenado al suplicio de la cruz. Lo han presentado
ante Pilato como uno que aspira al poder político, como el sedicioso rey de los
judíos. El procurador romano indaga y pregunta a Jesús: "¿Eres tú el rey
de los judíos?" (Jn 18, 33). Jesús,
respondiendo a esta pregunta, aclara la naturaleza de su reino y de su mismo
mesianismo, que no es poder mundano, sino amor que sirve; afirma que su
reino no se ha de confundir en absoluto con ningún reino político: "Mi
reino no es de este mundo... no es de aquí" (v. 36).
Está claro que Jesús no tiene ninguna
ambición política. Tras la multiplicación de los panes, la gente,
entusiasmada por el milagro, quería hacerlo rey, para derrocar el poder romano
y establecer así un nuevo reino político, que sería considerado como el reino
de Dios tan esperado. Pero Jesús sabe
que el reino de Dios es de otro tipo, no se basa en las armas y la violencia.
Y es precisamente la multiplicación de los panes la que se convierte, por una
parte, en signo de su mesianismo, pero, por otra, en un punto de inflexión de
su actividad: desde aquel momento el
camino hacia la Cruz se hace cada vez más claro; allí, en el supremo acto
de amor, resplandecerá el reino prometido, el reino de Dios. Pero la gente no
comprende, están defraudados, y Jesús se retira solo al monte a rezar, a hablar
con el Padre (cf. Jn 6, 1-15). En la narración de la pasión vemos cómo también
los discípulos, a pesar de haber compartido la vida con Jesús y escuchado sus
palabras, pensaban en un reino político, instaurado además con la ayuda de la
fuerza. En Getsemaní, Pedro había desenvainado su espada y comenzó a luchar,
pero Jesús lo detuvo (cf. Jn 18, 10-11). No quiere que se le defienda con las
armas, sino que quiere cumplir la voluntad del Padre hasta el final y
establecer su reino, no con las armas y
la violencia, sino con la aparente debilidad del amor que da la vida. El
reino de Dios es un reino completamente distinto a los de la tierra.
Y es esta
la razón de que un hombre de poder como Pilato
se quede sorprendido delante de un hombre indefenso, frágil y humillado, como
Jesús; sorprendido porque siente hablar de un reino, de servidores. Y hace
una pregunta que le parecería una paradoja: "Entonces, ¿tú eres
rey?". ¿Qué clase de rey puede ser un hombre que está en esas condiciones?
Pero Jesús responde de manera afirmativa: "Tú lo dices: soy rey. Yo para
esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad
escucha mi voz" (Jn 18, 37). Jesús habla de rey, de reino, pero no se
refiere al dominio, sino a la verdad. Pilato no comprende: ¿Puede existir un
poder que no se obtenga con medios humanos? ¿Un poder que no responda a la lógica
del dominio y la fuerza? Jesús ha venido
para revelar y traer una nueva realeza, la de Dios; ha venido para dar
testimonio de la verdad de un Dios que es amor (cf. 1Jn 4, 8-16) y que quiere establecer un reino de justicia, de
amor y de paz (cf. Prefacio). Quien está abierto al amor, escucha este
testimonio y lo acepta con fe, para entrar en el reino de Dios.
Esta
perspectiva la volvemos a encontrar en la primera lectura que hemos escuchado. El profeta Daniel predice el poder de un
personaje misterioso que está entre el cielo y la tierra: "Vi venir
una especie de hijo de hombre entre las nubes del cielo. Avanzó hacia el
anciano y llegó hasta su presencia. A él se le dio poder, honor y reino, y
todos los pueblos, naciones y lenguas lo sirvieron. Su poder es un poder eterno, no cesará. Su reino no
acabará" (Dn 7, 13-14). Se trata de palabras que anuncian un rey que
domina de mar a mar y hasta los confines de la tierra, con un poder absoluto
que nunca será destruido. Esta visión del profeta, una visión mesiánica, se
ilumina y realiza en Cristo: el poder del verdadero Mesías, poder que no tiene
ocaso y que no será nunca destruido, no es el de los reinos de la tierra que
surgen y caen, sino el de la verdad y el
amor. Así comprendemos que la realeza anunciada por Jesús de palabra y
revelada de modo claro y explícito ante el Procurador romano, es la realeza de la verdad, la única que da
a todas las cosas su luz y su grandeza.
En la segunda lectura, el autor del
Apocalipsis afirma que también nosotros participamos de la realeza de Cristo.
En la aclamación dirigida a aquel "que nos ama, y nos ha librado de
nuestros pecados con su sangre" declara que él "nos ha hecho reino y
sacerdotes para Dios, su Padre" (Ap 1, 5-6). También aquí aparece claro
que no se trata de un reino político
sino de uno fundado sobre la relación con Dios, con la verdad. Con su
sacrificio, Jesús nos ha abierto el camino para una relación profunda con Dios:
en él hemos sido hechos verdaderos hijos adoptivos, hemos sido hechos
partícipes de su realeza sobre el mundo. Ser, pues, discípulos de Jesús
significa no dejarse cautivar por la lógica mundana del poder, sino llevar al
mundo la luz de la verdad y el amor de Dios. El autor del Apocalipsis amplía su mirada hasta la segunda venida de
Cristo para juzgar a los hombres y establecer para siempre el reino divino,
y nos recuerda que la conversión, como respuesta a la gracia divina, es la
condición para la instauración de este reino (cf. Ap 1, 7). Se trata de una
invitación apremiante que se dirige a todos y cada uno de nosotros: convertirse continuamente en nuestra vida
al reino de Dios, al señorío de Dios, de la verdad. Lo invocamos cada día
en la oración del "Padre nuestro" con las palabras "Venga a nosotros tu reino", que es
como decirle a Jesús: Señor que seamos tuyos, vive en nosotros, reúne a la
humanidad dispersa y sufriente, para que en ti todo sea sometido al Padre de la
misericordia y el amor.
Queridos
y venerados hermanos cardenales, de modo especial pienso en los que fueron
creados ayer, a vosotros se os ha confiado esta ardua responsabilidad: dar testimonio del reino de Dios, de la
verdad. Esto significa resaltar siempre la prioridad de Dios y su voluntad
frente a los intereses del mundo y sus potencias. Sed imitadores de Jesús, el
cual, ante Pilato, en la situación humillante descrita en el Evangelio,
manifestó su gloria: la de amar hasta el extremo, dando la propia vida por las personas que amaba. Ésta es la
revelación del reino de Jesús. Y por esto, con un solo corazón y una misma
alma, rezamos: "Adveniat regnum
tuum". Amén.
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