El obispo
Philip Egan, de Portsmouth (Inglaterra), escribió la semana pasada en el boletín
de noticias que había recibido una copia de la relatio o
informe oficial sobre el milagro
atribuido a la intercesión del beato John Henry Newman (1801-1890), según
informa el Catholic Herald: «Parece que, si todo va bien, Newman podría
ser canonizado el próximo año» (cfr. la noticia en InfoCatólica).
Es una gran noticia. Rezamos para que
todo se desarrolle bien y el Papa Francisco pueda canonizar en 2019 a este gran
hombre, que ha influido tanto en la Iglesia.
Con motivo de este anuncio,
transcribimos parte de un sermón que predicó el Cardenal Newman. Pertenece al
4° volumen de sus sermones parroquiales.
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"Estad alerta, vigilad: pues no
sabéis cuándo es el tiempo». Esta misericordiosa advertencia es tan precisa,
tan solemne, tan seria, que debería estar siempre presente en nuestros pensamientos.
El Salvador había predicho de antemano su primera venida; con todo, cuando vino
cogió a su Iglesia por sorpresa; su segunda venida será todavía más repentina y
pillará a los hombres más desprevenidos aún, puesto que Él no ha determinado la
duración del intervalo que la precederá –a diferencia de lo que sucedió con la
primera venida–, sino que ha confiado nuestra vigilancia a la fe y el amor.
Pienso que en la palabra vigilancia
–primero empleada por nuestro Señor, y, después, por su discípulo amado y los
dos grandes apóstoles, Pedro y Pablo– es una palabra notable. Es notable porque
la idea no es tan obvia como a primera vista pudiera parecer, y, en segundo
lugar, porque se trata de algo que todos ellos tienen mucho interés en
inculcar. No se trata simplemente de que creamos, sino de que vigilemos; no se
trata simplemente de que amemos, sino de que vigilemos; de que simplemente
obedezcamos, sino de que vigilemos. Pero, ¿ante qué debemos estar vigilantes?
Ante el gran acontecimiento, la venida de Cristo. Tanto si consideramos el
significado obvio del término vigilar como el objeto de la vigilancia, nos da
la impresión de que se exige de nosotros un deber especial que, de primeras, no
sabemos muy bien en qué consiste. La mayoría de nosotros tenemos una idea
general de lo que significa creer, temer, amar y obedecer; pero quizá no
sabemos muy bien qué significa vigilar. ¿En qué consiste la vigilancia?
Pienso que se puede explicar como sigue.
¿Conoces el sentimiento de esperar a un amigo, de esperar que venga, y que se
retrase? ¿Sabes lo que es estar en mala compañía, con alguien que te resulta
desagradable, y desear que el tiempo pase, y que suene la hora y que puedas
estar libre? ¿Sabes lo que es estar lleno de ansiedad por si va a suceder o no
algo, o estar en suspenso por un suceso importante, que hace que tu corazón
lata más rápido cuando te acuerdas de ello, y que es lo primero en lo que
piensas por la mañana? ¿Sabes lo que es querer a un amigo que está en un país
lejano, esperar noticias suyas, y preguntarte todos los días qué es lo que
estará haciendo, y si estará bien? ¿Sabes lo que es vivir pendiente de una
persona que está contigo, de forma que tus ojos van detrás de los suyos, lees
en su alma, percibes todos los cambios en su semblante, anticipas sus deseos,
sonríes cuando sonríe, y estás triste cuando está triste, y estás abatido
cuando está enfadado, y te alegras con sus éxitos? Estar vigilante ante la
venida de Cristo es un sentimiento parecido a todos éstos, en la medida en que
los sentimientos de este mundo son aptos para reflejar los del otro.
Está vigilante ante la venida de Cristo
la persona que tienen una mente sensible, ardiente, inquieta; la persona que es
despierta, perspicaz, que está entusiasmada por buscarle y honrarle; que lo
busca en todo cuanto sucede, y que no se sorprendería, ni se sentiría demasiado
perturbada ni abrumada, si supiera que Él iba a venir ahora mismo.
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También
reproducimos, a continuación, la homilía
que el Papa Benedicto XVI pronunció en las Primeras Vísperas del Adviento
del año 2009.
Queridos
hermanos y hermanas,
con esta celebración vespertina entramos en el tiempo litúrgico del Adviento. En la lectura bíblica que acabamos de escuchar, tomada de la Primera Carta a los Tesalonicenses, el apóstol Pablo nos invita a preparar la "venida del Señor nuestro Jesucristo" (5,23) conservándonos irreprensibles, con la gracia de Dios. Pablo usa precisamente la palabra “venida”, en latín adventus, de donde viene el término Adviento.
con esta celebración vespertina entramos en el tiempo litúrgico del Adviento. En la lectura bíblica que acabamos de escuchar, tomada de la Primera Carta a los Tesalonicenses, el apóstol Pablo nos invita a preparar la "venida del Señor nuestro Jesucristo" (5,23) conservándonos irreprensibles, con la gracia de Dios. Pablo usa precisamente la palabra “venida”, en latín adventus, de donde viene el término Adviento.
Reflexionemos brevemente sobre el
significado de esta palabra, que puede traducirse como “presencia”,
“llegada”, “venida”. En el lenguaje del mundo antiguo era un término técnico
utilizado para indicar la llegada de un funcionario, la visita del rey o del
emperador a una provincia. Pero podía indicar también la venida de la
divinidad, que sale de su ocultación para manifestarse con poder, o que es celebrada
presente en el culto. Los cristianos adoptaron la palabra “adviento” para
expresar su relación con Jesucristo: Jesús es el Rey, que ha entrado en esta
pobre “provincia” llamada tierra para visitarnos a todos; hace participar en la
fiesta de su adviento a cuantos creen en Él, a cuantos creen en su presencia en
la asamblea litúrgica. Con la palabra adventus se pretendía
sustancialmente decir: Dios está aquí, no se ha retirado del mundo, no nos ha
dejado solos. Aunque no lo podemos ver y tocar como sucede con las realidades
sensibles, Él está aquí y viene a visitarnos de múltiples maneras.
El significado de la expresión “adviento”
comprende por tanto también el de visitatio, que quiere decir
simple y propiamente "visita"; en este caso se trata de una visita de
Dios: Él entra en mi vida y quiere dirigirse a mí. Todos tenemos experiencia,
en la existencia cotidiana, de tener poco tiempo para el Señor y poco tiempo
también para nosotros. Se acaba por estar absorbidos por el “hacer”. ¿Acaso no
es cierto que a menudo la actividad quien nos posee, la sociedad con sus
múltiples intereses la que monopoliza nuestra atención? ¿Acaso no es cierto que
dedicamos mucho tiempo a la diversión y a ocios de diverso tipo? A veces las
cosas no “atrapan”. El Adviento, este tiempo litúrgico fuerte que estamos
empezando, nos invita a detenernos en silencio para captar una presencia. Es
una invitación a comprender que cada acontecimiento de la jornada es un gesto
que Dios nos dirige, signo de la atención que tiene por cada uno de nosotros.
¡Cuántas veces Dios nos hace percibir algo de su amor! ¡Tener, por así decir,
un “diario interior” de este amor sería una tarea bonita y saludable para
nuestra vida! El Adviento nos invita y nos estimula a contemplar al Señor
presente. La certeza de su presencia ¿no debería ayudarnos a ver el mundo con
ojos diversos? ¿No debería ayudarnos a considerar toda nuestra existencia como
"visita", como un modo en que Él puede venir a nosotros y sernos
cercano, en cada situación?
Otro elemento fundamental del Adviento es
la espera, espera que es al mismo tiempo esperanza. El Adviento nos empuja
a entender el sentido del tiempo y de la historia como "kairós",
como ocasión favorable para nuestra salvación. Jesús ilustró esta realidad
misteriosa en muchas parábolas: en la narración de los siervos invitados a
esperar la vuelta del amo; en la parábola de las vírgenes que esperan al
esposo; o en aquellas de la siembre y de la cosecha. El hombre, en su vida,
está en constante espera: cuando es niño quiere crecer, de adulto tiende a la
realización y al éxito, avanzando en la edad, aspira al merecido descanso. Pero
llega el tiempo en el que descubre que ha esperado demasiado poco si, más allá
de la profesión o de la posición social, no le queda nada más que esperar. La
esperanza marca el camino de la humanidad, pero para los cristianos está
animada por una certeza: el Señor está presente en el transcurso de nuestra
vida, nos acompaña y un día secará también nuestras lágrimas. Un día no lejano,
todo encontrará su cumplimiento en el Reino de Dios, Reino de justicia y de
paz.
Pero hay formas muy distintas de esperar.
Si el tiempo no está lleno por un presente dotado de sentido, la espera corre
el riesgo de convertirse en insoportable; si se espera algo, pero en este momento
no hay nada, es decir, si el presente queda vacío, cada instante que pasa
parece exageradamente largo, y la espera se transforma en un peso demasiado
grave, porque el futuro es totalmente incierto. Cuando en cambio el tiempo está
dotado de sentido y percibimos en cada instante algo específico y valioso,
entonces la alegría de la espera hace el presente más precioso.
Queridos hermanos y hermanas, vivamos
intensamente el presente donde ya nos alcanzan los dones del Señor,
vivámoslo proyectados hacia el futuro, un futuro lleno de esperanza. El
Adviento cristiano se convierte de esta forma en ocasión para volver a
despertar en nosotros el verdadero sentido de la espera, volviendo al corazón
de nuestra fe que es el misterio de Cristo, el Mesías esperado por largos
siglos y nacido en la pobreza de Belén. Viniendo entre nosotros, nos ha traído
y continua ofreciéndonos el don de su amor y de su salvación. Presente entre
nosotros, nos habla de múltiples modos: en la Sagrada Escritura, en el año
litúrgico, en los santos, en los acontecimientos de la vida cotidiana, en toda
la creación, que cambia de aspecto según si detrás de ella está Él o si está
ofuscada por la niebla de un origen incierto y de un incierto futuro. A nuestra
vez, podemos dirigirle la palabra, presentarle los sufrimientos que nos
afligen, la impaciencia, las preguntas que nos brotan del corazón. ¡Estamos
seguros de que nos escucha siempre! Y si Jesús está presente, no existe ningún
tiempo privado de sentido y vacío. Si Él está presente, podemos seguir
esperando también cuando los demás no pueden asegurarnos más apoyo, aún cuando
el presente es agotador.
Queridos amigos, el Adviento es el tiempo
de la presencia y de la espera de lo eterno. Precisamente por esta razón
es, de modo particular, el tiempo de la alegría, de una alegría interiorizada,
que ningún sufrimiento puede borrar. La alegría por el hecho de que Dios se ha
hecho niño. Esta alegría, invisiblemente presente en nosotros, nos anima a
caminar confiados. Modelo y sostén de este íntimo gozo es la Virgen María, por
medio de la cual nos ha sido dado el Niño Jesús. Que Ella, fiel discípula de su
Hijo, nos obtenga la gracia de vivir este tiempo litúrgico vigilantes y
diligentes en la espera. Amén.
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