sábado, 27 de julio de 2019

Padre Nuestro


Dios es Padre Nuestro. Mañana, en las lecturas de la Misa, volveremos a recordar esta verdad fundamental de nuestra vida cristiana. Pero, ¿qué significa esta verdad para nuestra vida diaria?  

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Miguel Ángel Buonarroti (1495-1564). La creación del hombre. Capilla Sixtina.


Hace poco escuché la reflexión de un sacerdote, que explicaba la vida cristiana resumida en tres puntos principales. Me pareció muy sugerente y ahora, que comentamos los textos litúrgicos del Domingo 17° del Tiempo Ordinario (Ciclo C), pienso que puede ayudar a nuestros lectores.

El primer punto es recordar lo que constituye el fundamente de nuestra vida: que Dios es Creador, y ha creado el mundo de la nada; y que toda la creación del universo tiene un punto culminante: las creaturas espirituales (los ángeles y los hombres, que además tenemos un cuerpo material). Y, sobre todo, la Encarnación de Jesucristo, Hijo de Dios, verdadero Dios y verdadero hombre. A partir de ahora nos centramos en la creación del hombre.

La creación del hombre, como ser espiritual, represente algo verdaderamente nuevo. ¿Por qué? Porque el hombre es libre y sus actos libres están, cada uno de ellos, llenos de novedad. Todo lo demás de la creación sigue las leyes de la concatenación de los procesos de la materia, que no son libres.

Esta realidad la expresamos diciendo que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza. Es decir, como creatura espiritual y libre. Al mismo tiempo, sabemos por la doctrina revelada que Dios elevó al hombre al orden sobrenatural, desde el principio, y quiso que fuese hijo suyo, que participara íntimamente de su naturaleza divina.

Esta realidad es la base de todo lo demás en la vida cristiana. Es el fundamente al que siempre hay que volver: somos hijos de Dios, creaturas amadas por Dios, elegidas desde toda la eternidad para recibir sobreabundantemente el Amor de Dios. Él tiene la iniciativa. Está deseando que nos abramos a su Amor y nos ofrece todas las oportunidades imaginables para que lo hagamos en cada instante de nuestra vida.

Vale la pena tener presente siempre esta primera gran verdad que marca toda nuestra vida: es nuestra verdad más profunda, fuente de confianza

Recientemente celebrábamos la fiesta de Santiago apóstol, a quien se le apareció la Virgen, en carne mortal, en Zaragoza, el 2 de enero de 1940, como asegura la inmemorable tradición. En la colecta de la Misa de la Virgen del Pilar pedimos a Dios, por intercesión de Nuestra Señora, que nos “fortaleza en la fe, seguridad en la esperanza y constancia en el amor”. Las tres virtudes teologales surgen de la confianza que tenemos al saber que somos hijos de Dios.

El segundo punto de nuestra reflexión, o segunda característica esencial de la vida cristiana es la necesidad de la lucha: “Dios que te creó sin ti, no te salvará sin ti” (San Agustín).

La fe cristiana está en el centro de dos errores que muchos han seguido en la historia: el pelagianismo y el protestantismo. La primera herejía busca poner la confianza en las fuerzas humanas, como si no fuera necesaria la ayuda de la gracia. La segunda herejía cae en el error opuesto: creer que no hace falta el esfuerzo humano para salvarse y que Dios es quien lo hace todo.

Nuestra fe nos alienta a no caer en esos extremos. Para alcanzar la salvación es absolutamente necesaria la gracia de Dios (que, en cierta manera, lo hace todo). Pero también es necesaria la aceptación libre del hombre, que se manifiesta en lo que llamamos “lucha”. Es decir, en la necesidad de poner los medios para abrirnos a la gracia y dejar que Dios haga su obra en nosotros.

El pecado es, precisamente, la cerrazón humana a la gracia de Dios. Es, libremente y voluntariamente, rechazar el amor de Dios y preferir un bien particular, engañados por el amor propio.

La lucha ascética es necesaria. En primer lugar para quitar todo lo que estorba y que nos impide recibir el amor de Dios: las reliquias del pecado original en nuestra alma, y también los frutos de los pecados personales. Es toda una labor de purificación la que tenemos que llevar a cabo en nuestra alma. Dios nos ayuda a purificarnos con su Providencia sapientísima. Pero también nosotros tenemos que descubrir el desorden de nuestra vida para ir quitando todo lo que nos aparta de Dios.

En segundo lugar, la lucha ascética es un ejercicio diario para ir adquiriendo las virtudes cristianas (humildad, prudencia, justicia, fortaleza, templanza, etc.), que no son más que las actitudes que vemos en la vida de Jesucristo. Él es el Camino, la Verdad y la Vida. La santidad consiste en ser otros Cristos, el mismo Cristo, por la oración, la meditación del Evangelio y la imitación de Nuestro Redentor.

Toda esta actividad la llevamos a cabo, desde luego, impulsados por la fuerza del Espíritu Santo.

Finalmente, está el tercer punto importante en nuestro camino a la santidad: confiar en la misericordia de Dios. Aunque seamos hijos de Dios y luchemos valientemente en la batalla en la que Él nos ha colocado, mientras estamos en esta vida no conseguiremos la victoria final, sino que experimentaremos constantemente nuestra flaqueza: llevamos con nosotros un gran tesoro, pero somos vasijas de barro.

Y por eso es indispensable siempre contar con la Misericordia de Dios, que es Padre, desea que luchemos para seguir las huellas de su Hijo, pero nos brinda su Perdón a través del Espíritu Santo, que ha sido derramado para la remisión de los pecados (cfr. Fórmula de la absolución en el sacramento de la penitencia).

En las lecturas del Domingo 17° del Tiempo Ordinario (Ciclo C), meditamos cómo Dios está siempre dispuesto a perdonar, pero es necesario el arrepentimiento del hombre (cfr. Primera Lectura, en la que se narra la historia de Sodoma y Gomorra).

Cristo canceló todas nuestras deudas y las clavó en la Cruz (cfr. Segunda Lectura), y enseñó a sus discípulos a orar al Padre (de Cristo y nuestro también) para que nos perdone nuestros pecados, porque estamos dispuestos a perdonar las ofensas de los demás (cfr. el Evangelio de la Misa).

En la vida diaria, nos puede ser muy útil tener presentes los tres puntos sobre los que hemos meditado: 1) somos hijos de Dios, 2) destinados a luchar hasta el último instante, y 3) conocedores de que, a pesar de nuestras caídas, nos podemos levantar siempre: basta que pidamos perdón sinceramente a Dios, porque su Misericordia es eterna.

María, Madre de bondad y misericordia, nos enseñará a permanecer fuertes en la fe, seguros en la esperanza y constantes en el amor. 


sábado, 20 de julio de 2019

Marta y María


La Primera Lectura de la liturgia de mañana, sobre los tres personajes que se encuentran con Abraham en el encinal de Mambré (cfr. Gen 18, 1-10), nos recuerda la presencia de los vestigios del misterio de la Santísima Trinidad que hay en el Antiguo Testamento.

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Johannes Vermeer (1632-1675), Cristo en casa de Marta y María (1655).

Andréi Rublev (1360-1430) pintó en un ícono esta escena para el monasterio de la Santísima Trinidad y San Sergio, centro de la Iglesia Rusa.

Los hombres estamos hechos a imagen de Dios, Uno y Trino. En nuestra vida se manifiesta también este misterio, por ejemplo, en los tres trascendentales del ser (Verdad, Belleza y Bondad), que confluyen en la Unidad del Ser.   

Todos estamos llamados a la unidad de vida, que tiene su fundamento en la oración filial —en la vida contemplativa—, imitando a Jesucristo: “sólo una cosa es necesaria” (Lc 10, 42); “conviene orar siempre y no desfallecer” (Lc 18, 1).

En el año 2010 el Papa Benedicto XVI estaba pasando unos días de vacaciones en Castelgandolfo. Se habían suspendido las audiencias de los miércoles y la actividad ordinaria de gobierno, que le quitaba mucho tiempo diariamente. Eran días tranquilos, muy apropiados para reflexionar y escuchar más despacio la Palabra de Dios, de la cual estaba enamorado y encontraba en ella matices cada vez más sorprendentes.

En sus Últimas Conversaciones, ante una pregunta de Peter Seewald sobre si pensaba seguir escribiendo, el papa emérito contestó que no, porque detrás de ello tendría que haber un trabajo metódico, y eso le resultaría ahora sencillamente demasiado fatigoso. Sin embargo, decía,

todas las semanas escribo mi homilía del domingo, eso sí. En esta medida tengo una tarea intelectual; he de encontrar una exégesis adecuada” (Benedicto XV, Últimas Conversaciones).

A Peter Seewald seguramente le resultó sorprendente que diera tanto valor a la homilía pronunciada para cuatro o cinco personas que le asisten en la casa Mater Ecclesiae. Benedicto XVI le respondió lo siguiente:

“Da igual que sean tres o veinte o mil. La palabra de Dios debe estar siempre ahí para la gente (…). Ahora tengo tiempo para rezar con profundidad y detenimiento el breviario, intensificando así la amistad con los salmos y los padres de la Iglesia. Y como ya he dicho, todos los domingos predico brevemente. Dejo durante toda la semana que mis pensamientos giren un poco en torno a ello, de modo que maduren lentamente y yo pueda palpar un texto por sus distintas caras. ¿Qué me dice a mí? ¿Qué les dice a las personas que viven aquí en el monasterio? Eso es propiamente lo nuevo, si cabe hablar así: que puedo sumergirme con mayor sosiego en la oración de los salmos y familiarizarme más con ella. Y que, de este modo, los textos de la liturgia, sobre todo los textos dominicales, me acompañan durante toda la semana” (Ibidem).

Me parece que esta actitud del Papa Benedicto XVI ante la Palabra de Dios es ejemplar y tendríamos que tenerla siempre presente, cada vez más en nuestra vida, seamos sacerdotes o laicos. Todos, escuchando la Palabra de Dios, podemos recibir tesoros inigualables que den auténtico valor a nuestra vida.

Quizá todo esto cobra importancia particular en los periodos de vacaciones o cuando las fuerzas van decayendo y ya no podemos tener una actividad tan intensa como cuando éramos más jóvenes.

En cualquier caso, la oración y la actitud contemplativa es una meta a la que  siempre debemos tender, como Jesús nos lo enseña en el Evangelio de la Misa de mañana, Domingo XVI del Tiempo Ordinario (Ciclo C).

Con el Salmo 14, le preguntamos al Señor: ¿Domine, quis habitabit in tabernáculo tuo? ¿Señor, quién podrá hospedarse en tu tienda?  

Volvamos al verano del año 2010. El 18 de julio de ese año, Benedicto X, durante el Ángelus    en Castelgandolfo, habló sobre todo esto, al considerar la escena que narra San Lucas en el capítulo 10 (32-48) de su Evangelio.

“En aquel tiempo, entró Jesús en una aldea, y una mujer llamada Marta lo recibió en su casa.
Esta tenía una hermana llamada María, que, sentada junto a los pies del Señor, escuchaba su palabra.
Marta, en cambio, andaba muy afanada con los muchos servicios; hasta que, acercándose, dijo: «Señor, ¿no te importa que mi hermana me haya dejado sola para servir? Dile que me eche una mano».
Respondiendo, le dijo el Señor: «Marta, Marta, andas inquieta y preocupada con muchas cosas; solo una es necesaria. María, pues, ha escogido la parte mejor, y no le será quitada»”.

¿Qué comentaba el Papa sobre este texto tan emblemático y que, durante toda la historia de la Iglesia, ha interpelado a los cristianos con tanta fuerza?

De las dos hermanas, Marta era la mayor, quien gobernaba la casa. Estaba ocupada en muchos servicios, debido ciertamente a la importancia del Huésped. Se movía atareada. Y, en cambio, su hermana María, estaba sentada a los pies del Señor, como arrebatada por la presencia del Maestro, escuchando sus palabras.

Marta, evidentemente molesta, no aguata más y protesta, sintiéndose incluso con el derecho de criticar a Jesús. Quiere dar incluso lecciones al Maestro.

“En cambio Jesús, con gran calma, responde: "Marta, Marta –y este nombre repetido expresa el afecto–, te preocupas y te agitas por muchas cosas; y hay necesidad de pocas, o mejor, de una sola. María ha elegido la parte buena, que no le será quitada" (Lc 10, 41-42). La palabra de Cristo es clarísima: ningún desprecio por la vida activa, ni mucho menos por la generosa hospitalidad; sino una llamada clara al hecho de que lo único verdaderamente necesario es otra cosa: escuchar la Palabra del Señor; y el Señor en aquel momento está allí, ¡presente en la Persona de Jesús! Todo lo demás pasará y se nos quitará, pero la Palabra de Dios es eterna y da sentido a nuestra actividad cotidiana” (Ibidem).

¿Cuál es la lección que nos quiere dar Jesús en este pasaje del Evangelio? Que los hombres debemos trabajar, sí. Y ocuparnos de los deberes sociales y profesionales, pero que ante todo tenemos necesidad de Dios, que es luz interior de amor y de verdad.

“Sin un significado profundo, toda nuestra acción se reduce a activismo estéril y desordenado. Y ¿quién nos da el amor y la verdad [y la belleza] sino Jesucristo? Por eso aprendamos, hermanos, a ayudarnos los unos a los otros, a colaborar, pero antes aún a elegir juntos la parte mejor, que es y será siempre nuestro mayor bien” (Ibidem).

En sus Últimas Conversaciones, el papa emérito respondía a una pregunta clave de su entrevistador. Esta pregunta se puede leer a la luz de la Segunda Lectura de la Misa de mañana (“el misterio escondido desde siglos y generaciones y revelado ahora a sus santos”; cfr. Col 1, 24-28): El centro de sus reflexiones ha sido siempre el encuentro personal con Jesucristo. ¿Cómo está eso ahora? ¿Cuánto ha logrado acercarse a Jesucristo?

Y la respuesta es la siguiente:

“(Inhalación profunda). Eso, por supuesto, depende de la situación, pero en la liturgia, en la oración, en las contemplaciones para la homilía dominical lo veo directamente ante mí. Él siempre es, por supuesto, grande y misterioso. Muchas frases de los evangelios las encuentro ahora, en su grandeza y su peso, más difíciles que antes” (Benedicto XVI, Últimas Conversaciones).

Y explica con más detenimiento la última afirmación aludiendo a una frase que escuchó a Romano Guardini (1885-1968): “«Con la edad, [la fe] no resulta más fácil, sino más difícil». El Papa reconoció que hay algo de verdad en esa frase, porque a lo largo de los años ha crecido la fe pero, por otra parte,

“uno percibe con mucho más fuerza la gravedad de las preguntas, la presión de la impiedad actual, la presión de la falta de fe, incluso muy dentro de la Iglesia, pero también justamente la grandeza de las palabras de Jesucristo, que a menudo se sustraen a la interpretación en mayor medida que antes” (Ibidem).

Por eso valora tanto, al preparar su homilía dominical, la escucha atenta de la Palabra de Dios, como lo hacía María, Nuestra Madre, que ponderaba los hechos y palabras de su Hijo guardándolas en su corazón.

“Bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios con un corazón noble y generoso, la guardan y dan fruto con perseverancia” (Aclamación antes del Evangelio: Lc 8, 15).

sábado, 13 de julio de 2019

El mandamiento está muy cerca de ti


El Domingo XV del Tiempo Ordinario nos da la oportunidad para volver a reflexionar en el Mandamiento del Amor para implorar la gracia de Dios, abrirnos a ella y ensanchar nuestro corazón hacia las necesidades de nuestros hermanos.   

Giuseppe Maria Crespi, 1665-1747

En los Evangelios, los demás escritos del Nuevo Testamento, y a lo largo de toda la historia de la Iglesia, aparece con frecuencia la siguiente pregunta: ¿Maestro, qué debo hacer para salvarme?, o ¿para alcanzar la vida eterna? (cfr. Mc 10, 17-27; Hch 16, 30, etc.) En definitiva, se trata de la misma pregunta que todos los hombres tenemos en el interior: ¿cuál es la respuesta a las inquietudes, dudas, deseos y anhelos de mi corazón?

El Catecismo de la Iglesia Católica responde a esta cuestión de una manera clara y contundente:

“El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer hacia sí al hombre hacia sí, y sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar”.

Sólo en Dios nuestro corazón puede alcanzar la paz, la alegría, la verdad, el bien y la belleza que busca. Y Dios se ha manifestado en Jesucristo: sólo en Cristo está la salvación (cfr. 2ª Lectura de la Misa del Domingo XV del Tiempo Ordinario: Col 1, 15-20, el llamado “Himno Cristológico de Colosenses”).

En el Evangelio de la Misa de mañana volvemos a encontrar la eterna pregunta, y también la respuesta que da a ella da el Señor:

“En aquel tiempo, se levantó un maestro de la ley y preguntó a Jesús para ponerlo a prueba: «Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?».
Él le dijo: «¿Qué está escrito en la ley? ¿Qué lees en ella?».
El respondió: "Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu fuerza" y con toda tu mente. Y "a tu prójimo como a ti mismo"».
Él le dijo: «Has respondido correctamente. Haz esto y tendrás la vida» (cfr. Lc 10, 25-37).

Jesús siempre indica el camino: la Ley. Pero se trata de la Ley llevada a la plenitud en Él y por Él. Es la Ley Nueva, que incluye y supera la Antigua. No ha perdido vigor el camino de la Ley. La Iglesia nos recuerda esto constantemente. Por ejemplo, mañana en la 1ª Lectura de la Misa:

“Moisés habló al pueblo, diciendo: «Escucha la voz del Señor, tu Dios, observando sus preceptos y mandatos, lo que está escrito en el libro de esta ley, y vuelve al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma” (cfr. Dt 30, 10-14).

Esta Ley, con la que el hombre nace, está inscrita en el corazón. No es lejana, sino muy cercana. No es inasequible, sino muy fácil de encontrar.

“Porque este precepto que yo te mando hoy no excede tus fuerzas, ni es inalcanzable. No está en el cielo, para poder decir: "¿Quién de nosotros subirá al cielo y nos lo traerá y nos lo proclamará, para que lo cumplamos?". Ni está más allá del mar, para poder decir: "¿Quién de nosotros cruzará el mar y nos lo traerá y nos lo proclamará, para que lo cumplamos?". El mandamiento está muy cerca de ti: en tu corazón y en tu boca, para que lo cumplas»” (Ibidem).

Es una Ley cercana pero, ahora —en el estado de naturaleza caída que todos tenemos después del pecado original—, necesitamos la gracia para poder entenderla bien, cada vez mejor. Sin la gracia también podemos conocerla, pero nos costará más.

“Por esto, la Ley ha sido dada para que se implorase la gracia; la gracia ha sido dada para que se observase la Ley” (San Agustín, De spiritu et littera, 19, 34).

Dios es Padre y quiere que lleguemos a la meta que Él mismo nos ha marcado. Desea nuestro bien. Busca envolvernos con su Amor. El Magisterio de la Iglesia lo expresa bien en el siguiente texto del Concilio de Trento:

“Dios no manda cosas imposibles, sino que al mandar avisa que hagas lo que puedas y pidas lo que no puedas, y ayuda para que puedas” (De iustificatione, 11).

¿Cómo podemos pedir la gracia? En la oración y en los Sacramentos (especialmente en la Eucaristía). Por ejemplo, a través del Salmo 68 que rezaremos mañana:

“Mi oración se dirige a ti,
Señor, el día de tu favor;
que me escuche tu gran bondad,
que tu fidelidad me ayude.
Respóndeme, Señor, con la bondad de tu gracia;
por tu gran compasión, vuélvete hacia mí”.

El amor a Dios está inscrito en nuestro corazón. Es más difícil encontrar ahí también el amor al prójimo. Por eso quizá, el maestro de la Ley, al recordar el resumen de la Ley y el mandamiento del amor, pregunta a Jesús: “¿Y quién es mi prójimo?”.

El Señor le responde con la parábola del buen samaritano. El sacerdote y el levita que bajaban hacia Jericó no descubrieron a su prójimo. Su corazón no estuvo suficientemente abierto para ver en aquel hombre herido y medio muerto, a la vera del camino, al prójimo que había que atender y cuidar. Y ellos conocían y observaban la Ley de Moisés. En cambio, el samaritano que pasaba por el camino sí reconoce a su prójimo, desde el fondo de su corazón (no tanto por lo que había leído o estudiado en la Escritura).

Jesús nos enseña en esta parábola (Lc 10, 25-37), que meditaremos mañana, muchas cosas. Por ejemplo, las siguientes: 1) que Dios puede dar su gracia a quien quiere; 2) que los caminos del Señor son misteriosos e inescrutables; 3) que lo importante no es “conocer” la Ley, sino “tenerla grabada en un corazón abierto”; 4) que el mandamiento del amor llega a extremos admirables de delicadeza y finura de alma; 5) que amar exige sacrificio y entrega, de uno mismo y de sus bienes.

María, Mater Itineris, Nuestra Señora del Camino nos ayudará a buscar tener, cada día, un corazón más abierto al Amor de Dios, que se manifieste en el amor más generoso y verdadero hacia nuestros hermanos.      



sábado, 6 de julio de 2019

La Ciudad de la Paz


Las lecturas del Domingo XIV del Tiempo Ordinario nos sugieren reflexionar sobre la Iglesia como figura de la Jerusalén celestial, Ciudad de Paz que ya, aquí en a tierra, va surgiendo como un torrente en crecida.   

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Jerusalén ha sido siempre la “ciudad santa” por excelencia, desde los tiempos de Melquisedec (“rey de paz”).

Pero la Jerusalén terrena, la ciudad de la paz (“Shalom” en hebreo significa “paz”), también ha sido la ciudad de las disputas, la ciudad de la división. Actualmente se disputan el recinto en el que estuvo el Templo las tres principales religiones monoteístas.

La Jerusalén terrena es tipo o figura de la “Jerusalén celestial”, descrita por San Juan en el Apocalipsis (cfr. Apoc 21, 1 – 22, 5). También es designada como “Cielos nuevos y nueva Tierra”, “Nuevo Paraíso”, “Nueva Creación”...

De esa Ciudad Nueva nos habla el profeta Isaías en la Primera Lectura del Domingo XIV del Tiempo Ordinario.

“Festejad a Jerusalén, gozad con ella, todos los que la amáis; alegraos de su alegría, los que por ella llevasteis luto (…). Porque así dice el Señor: «Yo haré derivar hacia ella, como un río, la paz, como un torrente en crecida (…). Como a un niño a quien su madre consuela, así os consolaré yo, y en Jerusalén seréis consolados»” (cfr. Is 66, 10-14c).

La Nueva Jerusalén es la Iglesia purificada y exaltada. Es la Esposa del Cordero. Es la “Comunión de los hombres con Dios y entre sí, por Cristo en el Espíritu Santo” (definición de Iglesia de Pedro Rodríguez). Es el “Pueblo unido en la Unidad de la Trinidad” (definición de San Ambrosio).

En la Nueva Jerusalén Dios se hará “todo en todos” (1 Cor 15, 18). Será el “Reino Eucarístico”, en el que se harán realidad las palabras de Jesús en la Última Cena: «Os aseguro que no volveré a beber del fruto de la vid hasta el día que beba el vino nuevo en el reino de Dios» (Mc 14, 25).

Mañana, en el Salmo Responsorial, cantaremos las proezas del Señor, anhelando que se cumplan sus promesas.

“Con su poder gobierna eternamente; sus ojos vigilan a los pueblos, para que no se subleven los rebeldes. Bendecid, pueblos, a nuestro Dios; haced resonar sus alabanzas, porque él nos ha devuelto la vida y no dejó que tropezaran nuestros pies” (Salmo 65, 7-9).  

La Jerusalén Celestial está también prefigurada en la Iglesia militante, es decir, en nuestra madre, la Iglesia terrenal, en la que peregrinamos hacia la Iglesia triunfante. También la Iglesia de la tierra es pura, santa, hermosa, como un ejército en orden de batalla; aunque seamos nosotros, sus hijos, pobres pecadores y, a veces, desfiguremos con nuestros pecados su bellísimo rostro.

Quienes formamos parte de esta Iglesia somos “nuevas creaturas”, en Cristo por el Espíritu Santo. Hemos sido comprados a precio de sangre. Hemos sido regenerados por el Bautismo y la fe. Somos alimentados con el Cuerpo del Señor y su Sangre Preciosa. Vivimos una vida nueva, aunque todavía no se manifieste en plenitud la gloria y libertad de los hijos de Dios.

Pero, mientras estamos caminando en la vida presente, no falta la condición “sine qua non” de nuestra existencia terrena: la Cruz de Cristo, que llevamos, como San Pablo, en nuestro cuerpo mortal. Es el Sello Real del cristiano. La Cruz es anticipo de la Gloria. La Eucaristía es el único Sacrificio de Cristo que se hace presente cada vez que un sacerdote celebra la Santa Misa. Cruz y Resurrección son como las dos caras de una moneda. No podemos reinar con Cristo en su Gloria si no vivimos crucificados con Él, aquí en la Tierra.

De esto nos habla San Pablo en la Segunda Lectura que leeremos mañana.

“En cuanto a mí, Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo (…). En adelante, que nadie me moleste, pues yo llevo en mi cuerpo las marcas de Jesús (cfr. Gal 6, 14-18).

Ave Crux, spes única. La Cruz es nuestra única esperanza. Crux in mente tua, crux in labiis tuis, crux in corde tuo, crux in operibus tuis”. La Cruz debe estar presente en toda nuestra vida, como la sal que condimenta los alimentos. Así la mortificación debe impregnar toda nuestra vida. Quizá muchos no la noten, porque no es clamorosa ni aparatosa, sino discreta y llena de naturalidad. Pero nosotros sí la notamos, cuando procuramos vivir unidos a Cristo en todo: pensamientos, palabras y obras. No es fácil ser discípulo del Señor, pero vale la pena luchar por serlo: Cristo es el Príncipe de la Paz.

Los seguidores de Cristo están desprendidos del mundo. Utilizan los bienes materiales como medio, no como fin. Siguen su camino en libertad, ligeros; sin apegarse a nada terreno. Y van sembrando la paz y la alegría.

Son como aquellos 72 discípulos designados por Jesús, que iban alegres y deseosos de llevar el Evangelio y la paz, con su propia vida, a los demás (cfr. Evangelio de la Misa del Domingo XVI del Tiempo Ordinario).

“Y les decía: «La mies es abundante y los obreros pocos; rogad, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies. “¡Poneos en camino! Mirad que os envío como corderos en medio de lobos. No llevéis bolsa, ni alforja, ni sandalias; y no saludéis a nadie por el camino. Cuando entréis en una casa, decid primero: “Paz a esta casa”. Y si allí hay gente de paz, descansará sobre ellos vuestra paz; si no, volverá a vosotros» (…).Él les dijo: «Estaba viendo a Satanás caer del cielo como un rayo. Mirad: os he dado el poder de pisotear serpientes y escorpiones y todo poder del enemigo, y nada os hará daño alguno. Sin embargo, no estéis alegres porque se os someten los espíritus; estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el cielo»” (cfr. Lc 10, 1-12, 17-20).

También nosotros, ahora, queremos anunciar a Cristo, nuestra paz; y amar la Jerusalén espiritual, la Esposa del Cordero, que nuestra madre (como decía santa Teresa de Jesús, en Alba de Tormes, en su  lecho de muerte: “soy hija de la Iglesia”).

María, Madre de la Iglesia, Reina de la Paz, nos alienta en nuestro peregrinaje a la Jerusalén Celestial. A Ella le pedimos por la paz del mundo, de los pueblos, de las familias; y también porque, cada uno de nosotros, estemos llenos de la verdadera paz y sepamos comunicarla a nuestros hermanos.