Las
lecturas del Domingo XIV del Tiempo
Ordinario nos sugieren reflexionar sobre la Iglesia como figura de la
Jerusalén celestial, Ciudad de Paz
que ya, aquí en a tierra, va surgiendo como un torrente en crecida.
Jerusalén ha sido siempre la “ciudad santa”
por excelencia, desde los tiempos de Melquisedec (“rey de paz”).
Pero la
Jerusalén terrena, la ciudad de la paz (“Shalom” en hebreo significa “paz”), también ha sido la ciudad de las disputas,
la ciudad de la división. Actualmente se disputan el recinto en el que estuvo
el Templo las tres principales religiones monoteístas.
La Jerusalén terrena es tipo o figura de la
“Jerusalén celestial”, descrita por San Juan en el Apocalipsis (cfr. Apoc
21, 1 – 22, 5). También es designada como “Cielos nuevos y nueva Tierra”,
“Nuevo Paraíso”, “Nueva Creación”...
De esa Ciudad Nueva nos habla el profeta
Isaías en la Primera Lectura del Domingo XIV del Tiempo Ordinario.
“Festejad a Jerusalén, gozad con ella, todos los que la amáis;
alegraos de su alegría, los que por ella llevasteis luto (…). Porque así dice
el Señor: «Yo haré derivar hacia ella,
como un río, la paz, como un torrente en crecida (…). Como a un niño a
quien su madre consuela, así os consolaré yo, y en Jerusalén seréis consolados»”
(cfr. Is 66, 10-14c).
La Nueva Jerusalén es la Iglesia purificada
y exaltada. Es la Esposa del Cordero. Es la “Comunión de los hombres con
Dios y entre sí, por Cristo en el Espíritu Santo” (definición de Iglesia de
Pedro Rodríguez). Es el “Pueblo unido en la Unidad de la Trinidad” (definición
de San Ambrosio).
En la Nueva Jerusalén Dios se hará “todo en
todos” (1 Cor 15, 18). Será el “Reino Eucarístico”, en el que se harán
realidad las palabras de Jesús en la Última Cena: «Os aseguro que no
volveré a beber del fruto de la vid hasta el día que beba el vino
nuevo en el reino de Dios» (Mc 14, 25).
Mañana, en el Salmo Responsorial, cantaremos
las proezas del Señor, anhelando que se cumplan sus promesas.
“Con su poder gobierna eternamente; sus ojos vigilan a los
pueblos, para que no se subleven los rebeldes. Bendecid, pueblos, a nuestro
Dios; haced resonar sus alabanzas, porque
él nos ha devuelto la vida y no dejó que tropezaran nuestros pies” (Salmo
65, 7-9).
La Jerusalén Celestial está también prefigurada
en la Iglesia militante, es decir, en nuestra madre, la Iglesia terrenal,
en la que peregrinamos hacia la Iglesia triunfante. También la Iglesia de la tierra
es pura, santa, hermosa, como un
ejército en orden de batalla; aunque seamos nosotros, sus hijos, pobres
pecadores y, a veces, desfiguremos con nuestros pecados su bellísimo rostro.
Quienes formamos parte de esta Iglesia
somos “nuevas creaturas”, en Cristo por el Espíritu Santo. Hemos sido
comprados a precio de sangre. Hemos sido regenerados por el Bautismo y la fe.
Somos alimentados con el Cuerpo del Señor y su Sangre Preciosa. Vivimos una
vida nueva, aunque todavía no se manifieste en plenitud la gloria y libertad de
los hijos de Dios.
Pero,
mientras estamos caminando en la vida presente, no falta la condición “sine qua
non” de nuestra existencia terrena: la
Cruz de Cristo, que llevamos, como San Pablo, en nuestro cuerpo mortal. Es
el Sello Real del cristiano. La Cruz es anticipo de la Gloria. La Eucaristía es
el único Sacrificio de Cristo que se hace presente cada vez que un sacerdote
celebra la Santa Misa. Cruz y Resurrección son como las dos caras de una
moneda. No podemos reinar con Cristo en su Gloria si no vivimos crucificados con Él, aquí en la Tierra.
De esto
nos habla San Pablo en la Segunda
Lectura que leeremos mañana.
“En cuanto a mí, Dios me libre de gloriarme si no es en la
cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la
cual el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo (…). En
adelante, que nadie me moleste, pues yo llevo en mi cuerpo las marcas de Jesús
(cfr. Gal 6, 14-18).
“Ave
Crux, spes única”. La Cruz es nuestra única esperanza. “Crux in
mente tua, crux in labiis tuis, crux in corde tuo, crux in operibus tuis”. La
Cruz debe estar presente en toda nuestra vida, como la sal que condimenta los alimentos. Así la mortificación debe
impregnar toda nuestra vida. Quizá muchos no la noten, porque no es clamorosa
ni aparatosa, sino discreta y llena de naturalidad. Pero nosotros sí la
notamos, cuando procuramos vivir unidos a Cristo en todo: pensamientos,
palabras y obras. No es fácil ser discípulo del Señor, pero vale la pena luchar
por serlo: Cristo es el Príncipe de la
Paz.
Los seguidores de Cristo están desprendidos
del mundo. Utilizan los bienes materiales como medio, no como fin. Siguen
su camino en libertad, ligeros; sin apegarse a nada terreno. Y van sembrando la
paz y la alegría.
Son como aquellos 72 discípulos designados
por Jesús, que iban alegres y deseosos de llevar el Evangelio y la paz, con
su propia vida, a los demás (cfr. Evangelio de la Misa del Domingo XVI del
Tiempo Ordinario).
“Y les decía: «La mies es abundante y los obreros pocos;
rogad, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies. “¡Poneos en
camino! Mirad que os envío como corderos en medio de lobos. No llevéis bolsa,
ni alforja, ni sandalias; y no saludéis a nadie por el camino. Cuando entréis en una casa, decid primero:
“Paz a esta casa”. Y si allí hay gente de paz, descansará sobre ellos vuestra
paz; si no, volverá a vosotros» (…).Él les dijo: «Estaba viendo a Satanás
caer del cielo como un rayo. Mirad: os he dado el poder de pisotear serpientes
y escorpiones y todo poder del enemigo, y nada os hará daño alguno. Sin
embargo, no estéis alegres porque se os someten los espíritus; estad alegres
porque vuestros nombres están inscritos en el cielo»” (cfr. Lc 10, 1-12,
17-20).
También nosotros, ahora, queremos anunciar
a Cristo, nuestra paz; y amar la Jerusalén espiritual, la Esposa del
Cordero, que nuestra madre (como decía santa Teresa de Jesús, en Alba de
Tormes, en su lecho de muerte: “soy hija
de la Iglesia”).
María, Madre de la Iglesia, Reina de la Paz,
nos alienta en nuestro peregrinaje a la Jerusalén Celestial. A Ella le pedimos
por la paz del mundo, de los pueblos, de las familias; y también porque, cada
uno de nosotros, estemos llenos de la verdadera paz y sepamos comunicarla a
nuestros hermanos.
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