sábado, 29 de junio de 2019

Llamados a la libertad


Los textos de la Liturgia del Domingo XIII durante el año nos hablan de vocación y de libertad.   

La vocación de Mateo. Caravaggio. 1599-1600. Roma. Mateo Contarelli, importante comerciante francés, compró para su gloria eterna la capilla Contarelli de la iglesia de San Luis de los Franceses en Roma con la intención de ser enterrado allí. Encargó un completo programa de pinturas y esculturas dedicadas al santo que le daba nombre: San Mateo. La compra se efectuó en 1565 pero en 1585, año en que muere Contarelli, no se habían efectuado las decoraciones pertinentes. Los frescos de bóveda y paredes se encargaron al maestro de Caravaggio, el Caballero de Arpino, quien ejecutó diversas escenas entre 1591 y 1593. Pero los trabajos seguían sin avanzar sustancialmente, por lo que Caravaggio recibió el encargo para los dos óleos laterales, con la Vocación y el Martirio de San Mateo . Más tarde, se le pediría también la pala de altar central, con San Mateo y el Ángel. Este encargo constituyó el primer trabajo de envergadura que Caravaggio realizó, y no para un coleccionista privado sino para una iglesia de acceso público, donde toda Roma podría contemplar su obra. Tal vez este condicionamiento hizo que algún lienzo que Caravaggio presentó para la capilla fuera rechazado (San Mateo y el ángel). Además, su estilo hubo de virar completamente, obligado a ejecutar una escena "de historia", como se denominaba entonces. Esto es, no se trataba de un momento de acción concentrada y simbólica, como por ejemplo los lienzos con la Decapitación de Holofernes o el Sacrificio de Isaac. Por el contrario, debía realizar una escena mucho más compleja en cuanto a significados, escenario, número de personajes y momentos de la acción. Por eso, frente a los lienzos que había venido realizando con una o dos figuras, la Vocación de San Mateo presenta siete, que han de organizarse coherentemente y en profundidad en un espacio arquitectónico que ya no puede ser eludido por el pintor en una suerte de fondo neutro perdido en la oscuridad. Sin embargo, Caravaggio no renunció en absoluto a sus recursos plásticos, y de nuevo la luz es la que da estructura y fija la composición del lienzo. Así, tras la figura de Cristo que acaba de penetrar en la taberna brilla un potente foco de luz. La luz ha entrado en las tinieblas con Cristo y rasga el espacio diagonalmente para ir a buscar a la sorprendida figura de Mateo, que se echa para atrás y se señala a sí mismo dudando que sea a él a quien busca. El rayo de luz reproduce el gesto de Cristo, alargando de manera magistral su alcance y simbolismo. Un compañero de Mateo, vestido como un caballero fanfarrón de la Roma que conocía tan bien Caravaggio, se obstina en no ver la llamada y cuenta con afán las monedas que acaban de recaudar.
La vocación de Mateo (Caravaggio, 1599-1600). 

 Todos los hombres tenemos una vocación, es decir, una llamada de Dios a la santidad; y también una misión que cumplir en esta tierra, íntimamente relacionada con nuestra vocación personal.

¿Cómo podremos descubrir esa vocación? Escuchando la Voz de Dios, que nos llama, a través de los acontecimientos de nuestra vida. Por ejemplo, si Dios quiere que un muchacho joven sea franciscano, indudablemente, de alguna manera, pondrá a ese joven en situaciones y acontecimientos que le señalen que esa es su vocación. Quizá será a través de sus padres, o de un amigo, o de algún evento en su vida que le lleve a descubrir ese camino.

Quienes ya estamos al final de la vida y hemos vivido muchos años siguiendo al Señor por un camino, podemos recordar cómo llegamos a descubrir la voluntad de Dios para cada uno. Todos tenemos nuestra historia. Una historia maravillosa en la que reconocemos la mano de Dios. Unos sucesos que se fueron concatenando unos con otros y nos hicieron descubrir el designio que tenía Dios para nosotros A lo largo de la vida, hemos ido comprobando que eso que descubrimos en la juventud era real y verdadero. Nuestro camino se fue configurando poco a poco y desplegando ante nuestros ojos con toda su riqueza.

La vocación a la que nos referimos no sólo se refiere a una llamada a seguir a Jesús dejándolo todo, como sucede en la vocación sacerdotal, por ejemplo. Hay muchos caminos para llegar a la santidad: en la vida secular o religiosa; en el matrimonio o en el celibato; siguiendo un carisma inspirado por el Espíritu Santo en la Iglesia a través de una institución; etc., etc.

La vocación profesional forma parte de nuestra vocación divina, especialmente en aquellos que Dios quiere que vivan en el mundo, que somos la mayoría. Es decir, la vocación personal tiene muchos matices. Cada uno tiene la suya. Dios puede llamar por un camino a muchos (por ejemplo, el sacerdocio), pero dentro de ese camino cada uno tiene que recorrer el suyo propio.

Estas consideraciones nos sirven para tenerlas como un telón de fondo que nos ayude a comprender mejor los textos que nos propone la Liturgia del Domingo XIII del Tiempo Ordinario, que nos hablan de vocación.

La Primera Lectura es del Primer Libro de los Reyes y nos narra la vocación de Eliseo. ¿Cómo supo este hombre, que vivió entre 850 y 880 antes de Cristo, cuál fue su vocación? De una manera directa y clara: se la comunicó el profeta Elías (vivió entre los años 874 y 853 a.C), que recibió un mandato de Dios mismo.

“En aquellos días, el Señor dijo a Elías en el monte Horeb: «Unge profeta sucesor tuyo a Eliseo, hijo se Safat, de Abel Mejolá». Partió Elías de allí y encontró a Eliseo, hijo de Safat, quien se hallaba arando. Frente a él tenía doce yuntas; él estaba con la duodécima. Pasó Elías a su lado y le echó su manto encima” (cfr. 1R 19, 16 b. 19-21).

La respuesta de Eliseo fue inmediata.

“Eliseo volvió atrás, tomó la yunta de bueyes y los ofreció en sacrificio. Con el yugo de los bueyes asó la carne y la entregó al pueblo para que comiera. Luego se levantó, siguió a Elías y se puso a su servicio” (Ibidem).

En el Evangelio de la Misa de mañana encontramos una escena que recuerda la vocación de Eliseo. El Señor camina con sus discípulos por el territorio de Samaria, hacia Jerusalén, y se acercan varios hombres que desean seguirle. Han conocido a Jesús, les resulta enormemente atractiva su figura de Maestro de Israel y quieren acompañarle. El Señor confirma su vocación, pero les pide que dejen todo y no queden atados a personas o cosas materiales.   

“Mientras iban de camino, le dijo uno: «Te seguiré adonde quiera que vayas».
Jesús le respondió: «Las zorras tienen madrigueras, y los pájaros del cielo nidos, pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza». A otro le dijo: «Sígueme». El respondió:
«Señor, déjame primero ir a enterrar a mi padre». Le contestó: «Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el reino de Dios». Otro le dijo: «Te seguiré, Señor. Pero déjame primero despedirme de los de mi casa». Jesús le contestó: «Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás vale para el reino de Dios»” (Lc 9, 51-62).

¿Qué nos quiere decir el Señor con esta escena del Evangelio? Que le sigamos, a través de la vocación que Él nos señale, pero con decisión de cortar todo lo que estorba. Es decir, que le sigamos en libertad: con plena libertad y desprendidos de todo lo que oponga a nuestro caminar junto a Él. Cada uno tiene que ver cómo se aplica esto a su propia vida.

San Gregorio de Nisa en su Tratado sobre el perfecto modelo del cristiano dice que en el hombre hay tres cosas que manifiestan su vida: los pensamientos, las palabras y las obras. Y nos aconseja:

“Siempre, pues, que nos sintamos impulsados a obrar, a pensar o a hablar, debemos procurar que todas nuestras palabras, obras y pensamientos tiendan a conformarse con la norma divina del conocimiento de Cristo, de manera que no pensemos, digamos ni hagamos cosa alguna que se aparte de esta regla suprema” (PG 46, 283-286).

Así viviremos en la libertad de los  hijos de Dios. En la Segunda Lectura de la Misa de mañana leemos unas palabras de San Pablo a los Gálatas que subrayan la necesidad de vivir la propia vocación en libertad. Es más nuestra vocación es vivir libres.

“Hermanos: Para la libertad nos ha liberado Cristo. Manteneos, pues, firmes, y no dejéis que vuelvan a someteros a yugos de esclavitud. Vosotros, hermanos, habéis sido llamados a la libertad” (cfr. Ga 5, 1.13-18).

San Gregorio nos señala cómo vivir en libertad de manera muy concreta.

“Todo aquel que tiene el honor de llevar el nombre de Cristo debe necesariamente examinar con diligencia sus pensamientos, palabras y obras, y ver si tienden hacia Cristo o se apartan de él. Este discernimiento puede hacerse de muchas maneras. Por ejemplo, toda obra, pensamiento o palabra que vayan mezclados con alguna perturbación no están, de ningún modo, de acuerdo con Cristo, sino que llevan la impronta del adversario, el cual se esfuerza en mezclar con las perlas el cieno de la perturbación, con el fin de afear y destruir el brillo de la piedra preciosa.

Por el contrario, todo aquello que está limpio y libre de toda turbia afección tiene por objeto al autor y príncipe de la tranquilidad, que es Cristo; él es la fuente pura e incorrupta, de manera que el que bebe y recibe de él sus impulsos y afectos internos ofrece una semejanza con su principio y origen, como la que tiene el agua nítida del ánfora con la fuente de la que procede” (PG 46, 283-286).

Terminamos con unas palabras del Salmo 15 que podemos entonarlas teniendo presente a Nuestra Madre, porque en ellas se hacen realidad.

“Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha” (Salmo 15).
   


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