viernes, 26 de febrero de 2021

Subir al Tabor con Cristo

En la Transfiguración (cfr. Evangelio de la Misa del 2º Domingo de Cuaresma), Jesús lleva consigo a tres de sus discípulos para que sean testigos de su gloria en el Monte Tabor, y escuchen también a Elías y a Moisés hablar de su Pasión y Muerte.

La Transfiguración es un acontecimiento de oración (cfr. J. Ratzinger, Jesús de Nazaret). Los montes, en Israel, son ante todo lugares de oración. Solamente en un clima de oración se pueden aceptar las realidades sobrenaturales. 

De alguna manera, el Papa Francisco, a través de su Mensaje para la Cuaresma 2021, nos sugiere tomar el camino de la fe, la esperanza y la caridad. Así, acompañando a Jesús al Tabor, podremos luego subir con Él al Calvario.

El Papa relaciona cada una de las tres virtudes teologales con una de las obras de penitencia. La fe con el ayuno. La esperanza con la oración La caridad con la limosna. 

Subiendo al Tabor, con Cristo, ejercitamos la esperanza (porque es un acontecimiento de oración, como hemos dicho), la fe (porque subir siempre implica dejar la comodidad: privarse de algo) y la caridad (sobre todo, porque acompañamos y consolamos al Señor es su «subida» a Jerusalén). 

Al hablar de la esperanza y de la oración, el Papa también incluye, entre estas actitudes del cristiano, a la Confesión Sacramental: 

«Es esperanza en la reconciliación, a la que san Pablo nos exhorta con pasión: «Os pedimos que os reconciliéis con Dios» (2 Co 5,20). Al recibir el perdón, en el Sacramento que está en el corazón de nuestro proceso de conversión, también nosotros nos convertimos en difusores del perdón: al haberlo acogido nosotros, podemos ofrecerlo, siendo capaces de vivir un diálogo atento y adoptando un comportamiento que conforte a quien se encuentra herido. El perdón de Dios, también mediante nuestras palabras y gestos, permite vivir una Pascua de fraternidad» (Mensaje para la Cuaresma 2021).

Además, en este apartado, el Papa nos hace ver que podemos ejercitar la esperanza a través de cosas sencillas y ordinarias, como son tratar de ser amables en el trato con nuestros hermanos que nos rodean. 

«En la Cuaresma, estemos más atentos a «decir palabras de aliento, que reconfortan, que fortalecen, que consuelan, que estimulan», en lugar de «palabras que humillan, que entristecen, que irritan, que desprecian» (Carta enc. Fratelli tutti [FT], 223). A veces, para dar esperanza, es suficiente con ser «una persona amable, que deja a un lado sus ansiedades y urgencias para prestar atención, para regalar una sonrisa, para decir una palabra que estimule, para posibilitar un espacio de escucha en medio de tanta indiferencia» (ibíd., 224)» (Ibidem). 

Pero, ¿cómo lograr ese modo de ser y de actuar? Por medio de la oración. 

«En el recogimiento y el silencio de la oración, se nos da la esperanza como inspiración y luz interior, que ilumina los desafíos y las decisiones de nuestra misión: por esto es fundamental recogerse en oración (cf. Mt 6,6) y encontrar, en la intimidad, al Padre de la ternura» (Ibidem).

En el momento en que vivimos, muchos esperamos que pronto se cumplan las promesas del Señor sobre el «Tiempo Nuevo» anunciado a lo largo de toda la Sagrada Escritura. También el Papa relaciona nuestra esperanza, y la oración, con esa Nueva Época tan deseada. 

«Vivir una Cuaresma con esperanza significa sentir que, en Jesucristo, somos testigos del tiempo nuevo, en el que Dios “hace nuevas todas las cosas” (cf. Ap 21,1-6). Significa recibir la esperanza de Cristo que entrega su vida en la cruz y que Dios resucita al tercer día, “dispuestos siempre para dar explicación a todo el que nos pida una razón de nuestra esperanza” (cf. 1 P 3,15)» (Ibidem).

El domingo pasado leíamos en la Liturgia de las Horas un comentario de San Agustín al Salmo 60, muy alentador. Transcribo algunas ideas que nos pueden ayudar a mantener la esperanza a pesar de todo. 

«Dios mío, escucha mi clamor, atiende mi súplica. Te invoco desde los confines de la tierra, con el corazón abatido» (cfr. Salmo 60). Parece que los que hablan son muchos, pero es uno solo, porque Cristo es uno solo, y todos nosotros somos sus miembros. Cristo, Nuestra Cabeza, ha unido a sí a sus miembros, en la tentación (el dolor) y en la victoria. Con Él somos tentados, con Él morimos, y con Él triunfaremos.  

«El Señor se halla presente en todos los pueblos y en los hombres del orbe entero no con gran gloria, sino con graves tentaciones. Pues nuestra vida en medio de esta peregrinación no puede estar sin tentaciones, ya que nuestro progreso se realiza precisamente a través de la tentación, y nadie se conoce a sí mismo si no es tentado, ni puede ser coronado si no ha vencido, ni vencer si no ha combatido, ni combatir si carece de de enemigo y de tentaciones. Este que invoca desde los confines de la tierra está angustiado, pero no se encuentra abandonado» (San Agustín, in Salmo 60, Lectio altera del domingo 1º de Cuaresma).

Esto es lo que Jesús trata de hacer con sus discípulos en el Tabor: enseñarles que la Cruz es inevitable, pero que luego viene la Resurrección.

    

viernes, 19 de febrero de 2021

¿Qué impulsa a Cristo al desierto?

Hemos entrado de lleno en la Cuaresma, tiempo de penitencia; tiempo de conversión. Es un tiempo de preparación para aceptar plenamente la Voluntad de Dios sobre nosotros. 

Desde el principio queremos acompañar a Jesús en su camino a Jerusalén. La Iglesia, en el Primer Domingo de Cuaresma, nos sitúa al comienzo de la Vida Pública cuando el Señor, después de haber sido bautizado por Juan en el Jordán, es impulsado —literalmente— por el Espíritu al desierto (cfr. Mc 1, 12-15). Con esta expresión, los evangelistas quieren decirnos que Jesús está atento a las más mínimas inspiraciones del Paráclito, para cumplir sin dilaciones la Voluntad de su Padre. Es la Fuerza de Dios la que actúa y encuentra la docilidad total del Hijo.

Podríamos meditar sobre las tentaciones del Señor, que es el tema central del Primer Domingo de Cuaresma, pero vamos a profundizar hoy sobre ese «dejarse llevar» de Jesús por la Voluntad de su Padre. 

De octubre a diciembre de 2019 escribimos doce posts sobre «Vivir en la Voluntad de Dios». Se puede ver, por ejemplo, el quinto, en el que comenzamos a estudiar este tema en el mensaje de Luisa Piccarreta.  

Romano Guardini (1885-1968) escribió un librito, titulado «Jesucristo» en el que dedica un capítulo a este tema: «La voluntad del Padre». 

«Una visita profunda al interior de Cristo se nos abre, si partimos de lo que en su vida significa la voluntad del Padre» (R. Guardini, Jesucristo, ed. Cristiandad, Madrid 1965, p. 71).

Desde niño, cuando sus padres lo buscan en el Templo y le preguntan la razón de su conducta, Él contesta: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que es preciso que yo esté en lo de mi Padre?» (Lc 2, 49).

Más adelante, como hemos visto, el Espíritu lo empuja al desierto. Y comenta Guaridini: 

«Viene sobre Él violencia, luz, ímpetu, entusiasmo. También esta violencia es voluntad del Padre; pero es violencia del Pneuma, del Espíritu, amor del Padre. Creemos encontrar otra vez lo inaudito, que impresionaba a un Elías, a un Eliseo, Habacuc, Daniel, y hacía de las figuras humanas instrumentos de Dios» (Ibidem, p. 72).

«Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió» (Jn 4, 34). Los hombres somos seres hambrientos de una plenitud que nos sacie eternamente. El hambre de Jesús es cumplir la voluntad del Padre que íntimamente lo acucia. 

La voluntad del Padre «es como un torrente de vida que viene del Padre a Cristo. Una corriente de sangre, de la que Él vive (…). El que está dispuesto a hacer la voluntad del Padre entra en esa corriente, y la voluntad del Padre es en él como un latido del corazón del mismo Padre, y se halla en una unidad de vida con Cristo más real, más profunda, más fuerte que la que tuvo Él con su madre» (ibídem, p. 73).

Su madre y sus hermanos son los que hacen la voluntad de su Padre (cfr. Mc 3, 31 ss). 

Para Jesucristo la voluntad de su Padre es preciosa. Es lo sumo. No se cansa de pedir a sus discípulos que estén solícitos por ella. Lo recomienda en el padrenuestro, que ha de expresarse en toda nuestra vida. 

La voluntad del Padre, en Cristo, no es violencia. Habla a Jesús y es por Él libremente aceptada. «Yo hago siempre su agrado» (Jn 8, 29), dice Jesús. Guardini comenta: 

«Esto nos permite echar una mirada profunda al interior de Jesús. La voluntad del Padre es el núcleo de que Él vive. La voluntad del Padre es lo que lo impulsa, lo sostiene y guía, la fuente de donde brota, como por necesidad, cada una de sus acciones. Es la gran fuerza pneumática que lo llena y guía. La voluntad del Padre es, en Jesús, el mandato vivo que hace de Él un enviado; y todo lo que hace recibe de ahí sentido y unidad. La voluntad de Dios es la comida que sacia el hambre de su ser. Es la corriente de vida que le hace latir y en la que es recibido todo el que se conforma a esta misma voluntad de Dios. Esta voluntad es lo más precioso, objeto de la más profunda y delicada solicitud. Pero todo esto sin conjuro, sin violencia, sin dominio inerte, sino llamada de persona a persona, libremente aceptada y realizada» (ibídem, pp. 74-75).

Toda la vida de Cristo es vivir la voluntad del Padre. Pero, justamente, por no hacer su voluntad sino la del Padre, cumple lo más profundamente propio. Y Guardini añade: 

«Esto tiene un nombre: se llama amor (…). Algo que nos habla desde fuera sólo puede recibirse en el interior propio, en el corazón, en el espíritu, cuando es el amor» (ibídem, p. 75).

Es el diálogo eterno, íntimo, entre el Padre y el Hijo. Es la oración de Cristo. Por eso la oración es la principal obra de penitencia y en esta Cuaresma haremos bien en poner nuestro mayor empeño en ser «almas de oración», «almas contemplativas». 

   

viernes, 12 de febrero de 2021

Reconocerse pecador

Pasado mañana celebraremos el 6º domingo del tiempo ordinario que, además, es el 3º de San José. Y, en la semana siguiente, el Miércoles de Ceniza. Tenemos, por tanto, pocos días de preparación para la Cuaresma.

Murillo, El retorno del hijo pródigo

Las tres celebraciones se pueden unir, de modo que, en estos próximos días, tengamos algunos temas importantes que meditar personalmente. 

Uno de ellos es la «lepra del pecado» (cfr. 1ª Lectura y Evangelio de la Misa del domingo). Jesucristo es el Salvador (nombre que se le puso a los ocho días de nacido, que es lo que nos recuerda el Tercer Domingo de San José), que derramó su sangre para redimirnos del pecado, y la muerte segunda. Desde el comienzo de la Cuaresma, muchas veces leeremos textos de la Sagrada Escritura y del tesoro de la liturgia de la Iglesia, que nos hablen del pecado y nos animen a no perder su sentido. 

Se puede decir que en los últimos cien años, se ha ido perdiendo el sentido del pecado; no sólo en el mundo, sino también en la Iglesia. Recuerdo que a principios de la década de los noventa, en una reunión de sacerdotes, tocamos este tema. Yo, quizá ingenuamente, dije que el pecado es, ante todo, una ofensa a Dios. Entonces, uno de los sacerdotes de más prestigio, que tenía un doctorado en teología moral por la Universidad Gregoriana de Roma, me respondió que ese concepto de pecado estaba superado y que, según la Sagrada Escritura, el pecado es «no dar en el blanco». Eso es lo que significa hamartia, la palabra griega para designar al pecado. 

Esta anécdota es un ejemplo de cómo, especialmente después del Concilio Vaticano II, se ha ido perdiendo más y más el sentido verdadero del pecado. Nadie niega que es un «no dar en el blanco», pero es mucho más que eso. Sólo se entiende el pecado cuando vemos a Cristo en su Pasión y en su Muerte en la Cruz. Hasta eso llegó el Amor del Padre para salvar a los hombres: entregar a su propio Hijo a la muerte, y una muerte de Cruz. 

Las heridas de Cristo las hemos causado nosotros con nuestros pecados. Cada uno de nosotros estábamos presentes en la Vía Dolorosa: con nuestro deseo de consolar al Señor, pero también con nuestros pecados. 

Es muy provechoso considerar que el pecado no existe sólo en los grandes pecadores de la humanidad, causantes de genocidios, sino también en nosotros, que parecemos quizá buenas personas, pero que, a lo largo de nuestra vida, hemos preferido hacer nuestra voluntad, y no lo que Dios nos pedía. 

Se suele decir de los santos que, cuanto mas santos, más pecadores se supieron. Por ejemplo, San Josemaría Escrivá decía muchas veces al final de su vida: «Me doy cuenta de que soy un pecador, un gran pecador que ama con toda su alma a Jesucristo» (citado por Ernesto Juliá, En las manos de Dios. Última meditación de Josemaría Escrivá, Ed. Cristiandad, Madrid 2020, p. 126). Y, en un momento de su vida, había previsto que el epitafio en su sepultura dijera: «Josemaría, peccator».  

El 5 de mayo de 1974, decía lo siguiente: 

«Ser santo es saberse pecador. Padre, ¿y su vida? ¿La mía? Os lo voy a contar en un momento: la vida es hacer todos los días, muchas veces al día, de hijo pródigo. ¡Volver! Volver, volver, volver… No me canso de hacer de hijo pródigo y Dios no se cansa de mí, aunque debería estar hasta la coronilla, como se dice en castellano» (Ibidem., p. 126).

Y el 14 de junio:

«Cada día tengo que hacer, no una vez sino muchas, el papel de hijo pródigo. Tengo que ir a Dios con el corazón —en este momento voy— y le digo: Señor, ayúdame, no he sabido portarme como debiera» (Ibidem.).

La Cuaresma es un Tiempo de Gracia en el cual podremos meditar frecuentemente la Pasión del Señor, por ejemplo, a través de los Cinco Misterios Dolorosos del Rosario o del Via Crucis. Así aprenderemos a estar junto a Jesús y a acompañarle en esos momentos de dolor uniéndonos estrechamente a sus cinco llagas.

Terminamos con unas palabras de la última meditación que dirigió san Josemaría Escrivá a sus hijos, en Roma, el 27 de marzo de 1975, en la víspera del 50º aniversario de su ordenación sacerdotal. Faltaban tres meses para su fallecimiento. Era un Jueves Santo: 

«Trato de llegar a la Trinidad del Cielo por esa otra trinidad de la tierra: Jesús, María y José. Está como más asequible. Jesús, que perfectus Deus, perfectus Homo. María, que es una mujer, la más pura criatura, la más grande; más que Ella sólo Dios. Y José, que está inmediato a María: limpio, varonil, prudente, entero. ¡Oh, Dios mío! ¡Qué modelos! Sólo con mirar, entran ganas de morirse de pena: porque, Señor, me he portado tan mal… No he sabido acomodarme a las circunstancias, divinizarme. Y Tú me dabas los medios: y me los das, y me los seguirás dando… Que a lo divino hemos de vivir humanamente en la tierra» (Ibidem. p. 139).  


viernes, 5 de febrero de 2021

El amor de Cristo nos urge

Jesús vino a Evangelizar: a traernos la Buena Nueva del amor de Dios. Evangelizar no sólo es hablar, sino también manifestar, en todas nuestras palabras y obras, el amor de Dios. Jesús consuela y cura los corazones con el bálsamo de su amor.

La misión profética de Cristo consiste en enseñar quién es Dios Uno y Trino: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Él es el Camino. Vamos al Padre, en el Hijo, por el Espíritu Santo. Y Dios es Amor.

«Ay de mí si no anuncio el Evangelio», dice San Pablo en la Segunda Lectura de la Misa de este domingo (5º del tiempo ordinario; cfr. 1 Co 9, 16-19.22-23). Se sentía impelido a proclamar el Evangelio, con toda su vida: oración, ejemplo y obras.

Considerando las lecturas de la Misa de este próximo domingo, que también es el 2º domingo de San José, ¿también nosotros sentimos la urgencia de anunciar el Evangelio de Cristo?

Quizá esta es la primera reflexión que conviene hacer. «Caritas Christi urge nos». «El amor de Cristo nos urge» (2 Cor 5, 14). Lo que movía a San Pablo es el amor de Cristo, que había encontrado camino de Damasco y por el que estaba dispuesto a considerar todo como basura (cfr. Fil 3, 8).

La urgencia actual tiene, también, un sentido escatológico. En los escritos de San Pablo siempre vemos esa urgencia, porque «el Señor está cerca» (cfr. 2 Cor 13, 11s). No podemos retrasar el anuncio de Cristo si tenemos en cuenta que nos queda poco tiempo: «Tempus breve est» (1 Cor 7, 29).

«Entiendo muy bien aquella exclamación que San Pablo escribe a los de Corinto: tempus breve est!, ¡qué breve es la duración de nuestro paso por la tierra! Estas palabras, para un cristiano coherente, suenan en lo más íntimo de su corazón como un reproche ante la falta de generosidad, y como una invitación constante para ser leal. Verdaderamente es corto nuestro tiempo para amar, para dar, para desagraviar. No es justo, por tanto, que lo malgastemos, ni que tiremos ese tesoro irresponsablemente por la ventana: no podemos desbaratar esta etapa del mundo que Dios confía a cada uno» (Amigos de Dios, 39-40).

A cada uno Dios nos pide un modo diverso de evangelizar. Hay pocos que tienen vocación de predicadores ambulantes, que van por los caminos hablando del Evangelio a quien se les ponga enfrente. La mayoría de nosotros tiene un camino diferente para anunciar a Cristo. Ese camino comienza por la oración, sigue con el ejemplo y continúa con las obras diarias de entrega en nuestra familia, en nuestro trabajo. Y, unido a todo lo anterior, también incluye el hablar del Señor, aprovechando las relaciones de amistad que todos tenemos en el lugar en el que estamos.     

El Señor, antes de anunciar el Reino, hace oración (cfr. Evangelio de la Misa: Mc 1, 29-39). Así nos da ejemplo para que nosotros también pongamos siempre por delante nuestra unión con Él. Sólo así darán fruto nuestras palabras y obras.

Para evangelizar lo primero es llenarse del Amor de Dios. Lo hacemos fundamentalmente en la oración: en el empeño constante de mantener un diálogo ininterrumpido con las Tres Personas. Es una conversación en la intimidad. Surge del corazón, de lo más profundo de nuestro ser. Ahí encontramos a Dios que nos escucha y nos habla. Sus palabras no son ruidosas. Nos habla en el silencio. Recibimos inspiraciones, afectos, impulsos de ser mejores. Pero para eso es necesario el recogimiento. El Señor iba a lugares apartados para orar.

Luego, sigue el ejemplo, la coherencia cristiana: ser otro Cristo, el mismo Cristo. Luchas para serlo aunque tengamos miserias. Lo importante es levantarse una y otra vez, por el arrepentimiento de nuestros pecados, acudiendo al Sacramento de la Penitencia. 

Y, por último, vienen las obras, que son consecuencia de lo anterior. Obras de fe, como dice San Pablo. 

El ejemplo de San José —silencioso pero siempre pronto para hacer lo que el Señor le pide—, nos ayudará a tener esa urgencia que es necesaria para anunciar a Cristo, especialmente en el momento en que vivimos.