viernes, 5 de febrero de 2021

El amor de Cristo nos urge

Jesús vino a Evangelizar: a traernos la Buena Nueva del amor de Dios. Evangelizar no sólo es hablar, sino también manifestar, en todas nuestras palabras y obras, el amor de Dios. Jesús consuela y cura los corazones con el bálsamo de su amor.

La misión profética de Cristo consiste en enseñar quién es Dios Uno y Trino: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Él es el Camino. Vamos al Padre, en el Hijo, por el Espíritu Santo. Y Dios es Amor.

«Ay de mí si no anuncio el Evangelio», dice San Pablo en la Segunda Lectura de la Misa de este domingo (5º del tiempo ordinario; cfr. 1 Co 9, 16-19.22-23). Se sentía impelido a proclamar el Evangelio, con toda su vida: oración, ejemplo y obras.

Considerando las lecturas de la Misa de este próximo domingo, que también es el 2º domingo de San José, ¿también nosotros sentimos la urgencia de anunciar el Evangelio de Cristo?

Quizá esta es la primera reflexión que conviene hacer. «Caritas Christi urge nos». «El amor de Cristo nos urge» (2 Cor 5, 14). Lo que movía a San Pablo es el amor de Cristo, que había encontrado camino de Damasco y por el que estaba dispuesto a considerar todo como basura (cfr. Fil 3, 8).

La urgencia actual tiene, también, un sentido escatológico. En los escritos de San Pablo siempre vemos esa urgencia, porque «el Señor está cerca» (cfr. 2 Cor 13, 11s). No podemos retrasar el anuncio de Cristo si tenemos en cuenta que nos queda poco tiempo: «Tempus breve est» (1 Cor 7, 29).

«Entiendo muy bien aquella exclamación que San Pablo escribe a los de Corinto: tempus breve est!, ¡qué breve es la duración de nuestro paso por la tierra! Estas palabras, para un cristiano coherente, suenan en lo más íntimo de su corazón como un reproche ante la falta de generosidad, y como una invitación constante para ser leal. Verdaderamente es corto nuestro tiempo para amar, para dar, para desagraviar. No es justo, por tanto, que lo malgastemos, ni que tiremos ese tesoro irresponsablemente por la ventana: no podemos desbaratar esta etapa del mundo que Dios confía a cada uno» (Amigos de Dios, 39-40).

A cada uno Dios nos pide un modo diverso de evangelizar. Hay pocos que tienen vocación de predicadores ambulantes, que van por los caminos hablando del Evangelio a quien se les ponga enfrente. La mayoría de nosotros tiene un camino diferente para anunciar a Cristo. Ese camino comienza por la oración, sigue con el ejemplo y continúa con las obras diarias de entrega en nuestra familia, en nuestro trabajo. Y, unido a todo lo anterior, también incluye el hablar del Señor, aprovechando las relaciones de amistad que todos tenemos en el lugar en el que estamos.     

El Señor, antes de anunciar el Reino, hace oración (cfr. Evangelio de la Misa: Mc 1, 29-39). Así nos da ejemplo para que nosotros también pongamos siempre por delante nuestra unión con Él. Sólo así darán fruto nuestras palabras y obras.

Para evangelizar lo primero es llenarse del Amor de Dios. Lo hacemos fundamentalmente en la oración: en el empeño constante de mantener un diálogo ininterrumpido con las Tres Personas. Es una conversación en la intimidad. Surge del corazón, de lo más profundo de nuestro ser. Ahí encontramos a Dios que nos escucha y nos habla. Sus palabras no son ruidosas. Nos habla en el silencio. Recibimos inspiraciones, afectos, impulsos de ser mejores. Pero para eso es necesario el recogimiento. El Señor iba a lugares apartados para orar.

Luego, sigue el ejemplo, la coherencia cristiana: ser otro Cristo, el mismo Cristo. Luchas para serlo aunque tengamos miserias. Lo importante es levantarse una y otra vez, por el arrepentimiento de nuestros pecados, acudiendo al Sacramento de la Penitencia. 

Y, por último, vienen las obras, que son consecuencia de lo anterior. Obras de fe, como dice San Pablo. 

El ejemplo de San José —silencioso pero siempre pronto para hacer lo que el Señor le pide—, nos ayudará a tener esa urgencia que es necesaria para anunciar a Cristo, especialmente en el momento en que vivimos.    

  

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