Pasado mañana celebraremos el 6º domingo del tiempo ordinario que, además, es el 3º de San José. Y, en la semana siguiente, el Miércoles de Ceniza. Tenemos, por tanto, pocos días de preparación para la Cuaresma.
Murillo, El retorno del hijo pródigo |
Las tres celebraciones se pueden unir, de modo que, en estos próximos días, tengamos algunos temas importantes que meditar personalmente.
Uno de ellos es la «lepra del pecado» (cfr. 1ª Lectura y Evangelio de la Misa del domingo). Jesucristo es el Salvador (nombre que se le puso a los ocho días de nacido, que es lo que nos recuerda el Tercer Domingo de San José), que derramó su sangre para redimirnos del pecado, y la muerte segunda. Desde el comienzo de la Cuaresma, muchas veces leeremos textos de la Sagrada Escritura y del tesoro de la liturgia de la Iglesia, que nos hablen del pecado y nos animen a no perder su sentido.
Se puede decir que en los últimos cien años, se ha ido perdiendo el sentido del pecado; no sólo en el mundo, sino también en la Iglesia. Recuerdo que a principios de la década de los noventa, en una reunión de sacerdotes, tocamos este tema. Yo, quizá ingenuamente, dije que el pecado es, ante todo, una ofensa a Dios. Entonces, uno de los sacerdotes de más prestigio, que tenía un doctorado en teología moral por la Universidad Gregoriana de Roma, me respondió que ese concepto de pecado estaba superado y que, según la Sagrada Escritura, el pecado es «no dar en el blanco». Eso es lo que significa hamartia, la palabra griega para designar al pecado.
Esta anécdota es un ejemplo de cómo, especialmente después del Concilio Vaticano II, se ha ido perdiendo más y más el sentido verdadero del pecado. Nadie niega que es un «no dar en el blanco», pero es mucho más que eso. Sólo se entiende el pecado cuando vemos a Cristo en su Pasión y en su Muerte en la Cruz. Hasta eso llegó el Amor del Padre para salvar a los hombres: entregar a su propio Hijo a la muerte, y una muerte de Cruz.
Las heridas de Cristo las hemos causado nosotros con nuestros pecados. Cada uno de nosotros estábamos presentes en la Vía Dolorosa: con nuestro deseo de consolar al Señor, pero también con nuestros pecados.
Es muy provechoso considerar que el pecado no existe sólo en los grandes pecadores de la humanidad, causantes de genocidios, sino también en nosotros, que parecemos quizá buenas personas, pero que, a lo largo de nuestra vida, hemos preferido hacer nuestra voluntad, y no lo que Dios nos pedía.
Se suele decir de los santos que, cuanto mas santos, más pecadores se supieron. Por ejemplo, San Josemaría Escrivá decía muchas veces al final de su vida: «Me doy cuenta de que soy un pecador, un gran pecador que ama con toda su alma a Jesucristo» (citado por Ernesto Juliá, En las manos de Dios. Última meditación de Josemaría Escrivá, Ed. Cristiandad, Madrid 2020, p. 126). Y, en un momento de su vida, había previsto que el epitafio en su sepultura dijera: «Josemaría, peccator».
El 5 de mayo de 1974, decía lo siguiente:
«Ser santo es saberse pecador. Padre, ¿y su vida? ¿La mía? Os lo voy a contar en un momento: la vida es hacer todos los días, muchas veces al día, de hijo pródigo. ¡Volver! Volver, volver, volver… No me canso de hacer de hijo pródigo y Dios no se cansa de mí, aunque debería estar hasta la coronilla, como se dice en castellano» (Ibidem., p. 126).
Y el 14 de junio:
«Cada día tengo que hacer, no una vez sino muchas, el papel de hijo pródigo. Tengo que ir a Dios con el corazón —en este momento voy— y le digo: Señor, ayúdame, no he sabido portarme como debiera» (Ibidem.).
La Cuaresma es un Tiempo de Gracia en el cual podremos meditar frecuentemente la Pasión del Señor, por ejemplo, a través de los Cinco Misterios Dolorosos del Rosario o del Via Crucis. Así aprenderemos a estar junto a Jesús y a acompañarle en esos momentos de dolor uniéndonos estrechamente a sus cinco llagas.
Terminamos con unas palabras de la última meditación que dirigió san Josemaría Escrivá a sus hijos, en Roma, el 27 de marzo de 1975, en la víspera del 50º aniversario de su ordenación sacerdotal. Faltaban tres meses para su fallecimiento. Era un Jueves Santo:
«Trato de llegar a la Trinidad del Cielo por esa otra trinidad de la tierra: Jesús, María y José. Está como más asequible. Jesús, que perfectus Deus, perfectus Homo. María, que es una mujer, la más pura criatura, la más grande; más que Ella sólo Dios. Y José, que está inmediato a María: limpio, varonil, prudente, entero. ¡Oh, Dios mío! ¡Qué modelos! Sólo con mirar, entran ganas de morirse de pena: porque, Señor, me he portado tan mal… No he sabido acomodarme a las circunstancias, divinizarme. Y Tú me dabas los medios: y me los das, y me los seguirás dando… Que a lo divino hemos de vivir humanamente en la tierra» (Ibidem. p. 139).
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