sábado, 29 de septiembre de 2018

No apagar el Espíritu

Hoy celebramos la fiesta de los Tres Arcángeles, Miguel, Gabriel y Rafael. Dios Trino, en su economía salvífica, se sirve de los ángeles y los hombres, que son creaturas espirituales creadas a su imagen y semejanza.

Angels of Creativity: Four Poems | Archangels, Archangel raphael ... 

Crea a los ángeles y a los hombres para hacerlos partícipes de su obra de santificación. ¡Que confianza más grande tiene Dios en nosotros, que somos tan insignificantes!

A San Miguel le confía la lucha contra el mal. Con su “serviam”, serviré, el Arcángel guerrero vence a Satanás y nos protege de su influencia si acudimos a él:

“Sancte Michael Arcángele defende nos in proelio contra nequitias et insidias diáboli”. San Miguel Arcángel, defiéndenos en la lucha contra las acechanzas y maldades del diablo”.

A San Gabriel le encarga ser el que anuncia a la Virgen la Encarnación del Hijo de Dios. Se le representa con el lirio de la pureza.

A San Rafael lo escoge para que acompañe a Tobías a un matrimonio santo y cure a su padre de la ceguera contraída. Se le representa en la iconografía cristiana con el báculo del caminante.   

Esta fiesta nos prepara para la enseñanza que nos ofrece la Liturgia de la Iglesia en el Domingo XXVI del Tiempo Ordinario (Ciclo B): la necesidad de no apagar el fuego del Espíritu, sino de dejar que actúe en las almas y pueda soplar donde Él quiera.

“No apaguéis el espíritu, no despreciéis las profecías. Examinadlo todo; quedaos con lo bueno” (1 Ts 19-21).

En la Primera Lectura leemos la historia de Eldad y Medad, dos israelitas que Moisés había escogido para formar el grupo de los 70 ancianos a los que Dios había dispuesto hacerles partícipes del don de la profecía que, hasta entonces, sólo tenía Moisés. Estos dos ancianos no estaban con los demás, en la tienda del encuentro, cuando habían comenzado a profetizar. Sin embargo, ellos también profetizan. Entonces, un joven se escandaliza y va a decírselo a Josué (también joven) que le pide a Moisés que les prohíba profetizar, porque no están con los demás ancianos. Moisés no sólo no se los prohíbe sino que le da una lección de apertura al Espíritu a Josué: ojalá, le dice, profetizara todo el pueblo.

En el Evangelio leemos un pasaje similar. Juan, el apóstol más joven y celoso (parecido a Josué, que más tarde sucedería a Moisés), le dice a Jesús que han encontrado a uno que expulsaba demonios en el nombre del Señor y le lo han querido impedir. Jesús, también en este caso, le da una lección de apertura:

«No se lo impidáis, porque quien hace un milagro en mi nombre no puede luego hablar mal de mí. El que no está contra nosotros está a favor nuestro» (Mc 9, 39-40).

Benedicto XVI, comentando este pasaje del Evangelio dice:

“El apóstol Juan, joven y celoso como era, quería impedirlo, pero Jesús no lo permite; es más, aprovecha la ocasión para enseñar a sus discípulos que Dios puede obrar cosas buenas y hasta prodigiosas incluso fuera de su círculo, y que se puede colaborar con la causa del reino de Dios de diversos modos, ofreciendo también un simple vaso de agua a un misionero (v. 41). San Agustín escribe al respecto: "Como en la católica –es decir, en la Iglesia– se puede encontrar aquello que no es católico, así fuera de la católica puede haber algo de católico" (Agustín, Sobre el bautismo contra los donatistas: pl 43, VII, 39, 77). Por ello, los miembros de la Iglesia no deben experimentar celos, sino alegrarse si alguien externo a la comunidad obra el bien en nombre de Cristo, siempre que lo haga con recta intención y con respeto. Incluso en el seno de la Iglesia misma, puede suceder, a veces, que cueste esfuerzo valorar y apreciar, con espíritu de profunda comunión, las cosas buenas realizadas por las diversas realidades eclesiales. En cambio, todos y siempre debemos ser capaces de apreciarnos y estimarnos recíprocamente, alabando al Señor por la "fantasía" infinita con la que obra en la Iglesia y en el mundo” (Ángelus, 30-IX-2012).

Estos textos confirman el estilo que tenía Jesús: no hay porqué impedir que el Espíritu Santo actúe libremente. Nosotros no podemos ponerle barreras, No se pueden poner puertas al campo. Antes de prohibir algo o aconsejar a alguien hacer algo diferente a lo que nosotros pensamos que es lo correcto, hemos de discernir, reflexionar y pensar si no será un modo diverso de manifestar el amor de Dios.

Desde luego, esto no significa que no exista la Verdad y la mentira, o el Bien y el Mal. No significa caer en una ética relativista en lo que todo da lo mismo y cada quien puede hacer lo que quiera. Hay unos puntos firmes en nuestra fe. Hay unas verdades fundamentales que iluminan la vida del hombre y que conocemos por la Sagrada Escritura, la Tradición de la Iglesia y su Magisterio. Pero hay muchas más cosas que son opinables y que no podemos abarcar.

En este sentido es muy sabia la frase de San Juan XXIII:

“En las cosas necesarias, unidad; en las dudosas, libertad; y en todas, caridad”.

Lecciones de amor a la libertad, de respeto a las opciones humanas diversas, respeto a los carismas verdaderos que suscita el Espíritu. Lecciones de prudencia y de apertura de espíritu. Es lo que aprendemos en estos días. Dios confía en los ángeles y en los hombres. Dios utiliza causas segundas para actuar en el mundo. Lo hace como Él quiere. No queramos ser tan celosos que hagamos oídos sordos al consejo que da Gamaliel a los miembros del Sanedrín:

Desentedeos de estos hombres y dejadlos. Porque si esta idea o esta obra es de hombres, se destruirá; pero, si es de Dios, no conseguiréis destruirlos. No sea que os encontréis luchando contra Dios" (Hch 5, 38-39).

Una muestra de la acción del Espíritu en las almas es el testimonio de J. Francisco Vega Mendía, un amigo que vive en Mazatlán, que escribió su testimonio sobre la influencia que han tenido en su vida las apariciones de la Virgen en Garabandal. Se puede ver aquí

Pidamos a María, Madre de Dios y Madre nuestra, que nos ayude a vivir como su Hijo, y sepamos no apagar al Espíritu en nuestra vida ni en la de nuestros hermanos.


sábado, 22 de septiembre de 2018

Reflexiones para orar en silencio (5)


Llegamos al fin de esos días de reflexión y oración en silencio. Hoy meditaremos sobre el Misterio pascual: la Pasión, Muerte, Resurrección y Ascensión a los Cielos del Señor; precediendo estas meditaciones con la reflexión sobre Institución de la Eucaristía, por medio de la cual se anticipa el Misterio Pascual, y concluyéndolas con la contemplación de la Venida del Espíritu Santo sobre la Iglesia, que hará vivo el Misterio Pascual hasta el fin de los tiempos.

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1. Institución de la Eucaristía. Santa Misa. Alma sacerdotal.

Jesucristo se ha encarnado para vivir entre nosotros, enseñarnos el Camino (que es Él mismo) hacia el Padre y mostrarnos los secretos del Reino de los Cielos. Pero, además de todo esto, ha querido darnos un medio para que podamos estar estrechamente unidos a Él en su entrega para la salvación del mundo: la Eucaristía.

Esto lo hizo en la Última Cena, el Jueves antes de su Pasión y Muerte. Ese día, en el Cenáculo, quiso anticipar sacramentalmente lo que sucedería al día siguiente. Es decir, quiso vivir anticipadamente el Misterio de su paso al Padre por medio de la entrega de sí mismo muriendo y resucitando. Pero lo hizo “sacramentalmente”, a través de signos que no solo significan, sino que contienen realmente lo que es significado. Los signos que utiliza son el pan y el vino.

Ya había hablado de esto el Señor a sus discípulos en el Discurso del Pan de Vida, en Cafarnaúm, al día siguiente de la primera multiplicación de los panes y peces.

“Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo” (Jn 6, 51).

Ahora, en el Cenáculo, el Señor hará más explícito este Misterio, tal como se narra en los tres Evangelios sinópticos y en la Primera Carta de San Pablo a los Corintios (los cuatro textos de la Institución de la Eucaristía), y la Iglesia lo resumen de manera admirable en el Canon Romano o Plegaria Eucarística I.

«La víspera de su pasión, Jesús tomó el pan en sus santas y venerables manos, y, elevando los ojos al cielo, hacia ti, Dios, Padre suyo todopoderoso, dando gracias te bendijo, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: "Tomad y comed todos de él, porque esto es mi cuerpo, que será entregado por vosotros". Del mismo modo, acabada la cena, tomó este cáliz glorioso en sus santas y venerables manos, dando gracias te bendijo y lo dio a sus discípulos, diciendo: "Tomad y bebed todos de él, porque este es el cáliz de mi sangre, sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros y por muchos para el perdón de los pecados. Haced esto en conmemoración mía».

La “entrega” de Jesús por los hombres se llevará a cabo al día siguiente. Es voluntaria. Jesús acepta la violencia hecha sobre Él y transforma esa violencia en un acto de entrega, en un acto de amor. Gracias a esta primera transformación se realizan las demás: 2ª) la transformación de la muerte en vida (en el Cuerpo de Cristo), 3ª) la transformación (transubstanciación) del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, 4ª) nuestra propia transformación en Cristo (por medio de la Comunión) y 5ª) la transformación de toda la Creación en una Nueva Tierra y unos Nuevos Cielos al final de los tiempos.

Todo esto es gracias a la Eucaristía, por la cual se une nuestra alma al Sacerdocio de Cristo y podemos ofrecer con Él, por Él y en Él todas las realidades creadas (trabajo, familia, descanso, actividad humana en general, y toda la creación).

Terminamos con lo que dice el Catecismo de la Iglesia Católica sobre la Eucaristía en el n. 1324.

La Eucaristía es "fuente y cima de toda la vida cristiana" (LG 11). "Los demás sacramentos, como también todos los ministerios eclesiales y las obras de apostolado, están unidos a la Eucaristía y a ella se ordenan. La sagrada Eucaristía, en efecto, contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua" (PO 5)”.

Nuestra Madre, Mujer Eucarística, está muy presente en la Eucaristía, pues el Cuerpo y la Sangre de su Hijo proceden de Ella misma, en el momento de la Encarnación.      
   
2. La oración en el Huerto. Vida de oración.

Después de haber instituido la Eucaristía en la Última Cena y haber dado a sus discípulos como su “testamento espiritual”, con muchas enseñanzas importantes (lavatorio de los pies, mandamiento de la caridad, alegoría de la vid, oración sacerdotal…), Jesús cruza el torrente Cedrón y se dirige al Huerto de Getsemaní, en la ladera del Monte de los Olivos, para comenzar su Pasión.

Era de noche. Judas no estaba entre los que acompañaban al Señor, pues había salido fuera del Cenáculo disimulando que iba a hacer alguna gestión relacionada con “la bolsa” de dinero que él llevaba. En realidad, fue a traicionar a Jesús: a venderlo por treinta monedas de plata.

En cambio, los demás discípulos —los once— sí acompañan al Señor a Getsemaní. Jesús pide que lo esperen a la entrada mientras Él se interna a un lugar más apartado, con Pedro, Juan y Santiago, que habían sido testigos de su Transfiguración seis meses antes.

Y ahí, postrado sobre una piedra, a la usanza de los hebreos, hace oración. Los tres discípulos lo observan, pues el Señor se había retirado aún más, como a un tiro de piedra.

No se haga mi voluntad, sino la tuya”. Jesús habla con su Padre sobre el Cáliz que tiene que beber y lo mucho que le cuesta, humanamente, esa entrega de su vida. Pero asume plena y libremente la voluntad de su Padre.

Esa breve oración de Jesús es el modelo de toda oración cristiana: “Non mea voluntas, sed tua fiat”. Es un nuevo “fiat”, como el de su Madre, repetido miles de veces cada día. “Quiero lo que quieras, quiere porque quieres, quiero como quieras y quiero cuando quieras”. Es una oración, dirigida al Espíritu Santo, que solía decir san Josemaría Escrivá de Balaguer. Y también estas otras:

“Si Tú lo quieres, yo también lo quiero”. “Confío en Ti, descanso en Ti, me abandono en Ti”. “Señor, Dios mío: en tus manos abandono lo pasado y lo presente y lo futuro, lo pequeño y lo grande, lo poco y lo mucho, lo temporal y lo eterno” (Via crucis, 7ª estación, punto 7).

Es una oración de abandono confiado y alegre a la voluntad divina. Es la oración del niño que está completamente seguro de que su padre nunca le pedirá nada que no sea para mucho bien de toda la humanidad.

El Señor, con su ejemplo, nos muestra cómo empezar cualquier asunto en el que nos veamos metidos: con la oración, acudiendo a Dios, dejando en sus manos todo y pidiéndole que guie nuestros pasos.

La Virgen no estaba presente físicamente en ese momento tan importante de la vida del Señor. Al menos no la mencionan los Evangelios. Pero Jesús sentiría su presencia espiritual muy cercana. María no deja al Señor ni un momento solo. Le acompaña y vive en Ella todas las angustias y dolores de su Hijo. Ella nos enseñará a ser fuertes para nunca abandonar la oración, sino mantenernos continuamente en la presencia de Dios.  

3. Pasión y Muerte del Señor. Amor a la Cruz. Mortificación.

La Beata Catalina Emmerick (1774-1824) dice que, el Viernes Santo, mientras Jesús estaba en casa de Herodes, María fue al Huerto de los Olivos y desde ahí iba recorriendo todos los pasos que tuvo que pasar Jesús, se paraba en silencio, y lloraba y sufría con Él.

“La Virgen se prosternó más de una vez, y besó la tierra en los sitios en donde Jesús se había caído. Este fue el principio del Via Crucis y de los honores rendidos a la Pasión de Jesús, aun antes de que se cumpliera (…). La Virgen pura y sin mancha consagró para la Iglesia el Vía Crucis, para recoger en todos los sitios, como piedras preciosas, los inagotables méritos de Jesucristo; para recogerlos como flores sobre el camino y ofrecerlos a su Padre celestial por todos los que tienen fe” (Beata Catalina Emmerick, La amarga Pasión de Cristo).

Nunca encareceremos lo suficiente la importancia, para la vida cristiana, de meditar la Pasión de Jesús. La Virgen lo pidió expresamente a las niñas videntes en Garabandal, en uno de los dos mensajes que les dio. Lo podemos hacer de muchas maneras: rezando los cinco misterios dolorosos del Rosario, meditando en as catorce estaciones del Via crucis, leyendo con calma la Sagrada Pasión del Señor en los Evangelios…

¿Por qué es tan importante meditar la Pasión del Señor? Porque la Pasión de Jesús es la manifestación suprema del Amor de Dios por cada uno de nosotros. ¿Cómo quedarnos insensibles a los sufrimientos de Cristo? ¿Cómo cerrar nuestro corazón y no conmovernos ante la entrega silenciosa del Señor, por amor nuestro, por salvarnos del pecado? ¿Cómo no agradecer infinitamente esa donación suya que nos consiguió la vida eterna?

Todos los santos han experimentado una viva devoción por la Pasión de Cristo. Muchos de ellos han hecho de su meditación el propósito central de su vida: imitar a Cristo, seguir a Cristo, vivir en Cristo, ser otro Cristo, el mismo Cristo. Sólo lo podremos hacer si nos unimos estrechamente a su Sagrada Pasión.

¡Cuánto bien nos hará contemplar despacio, por ejemplo, las estaciones del Via crucis, y sabérnoslas de memoria para que podamos, cuando queramos, traerlas a la imaginación!

Otro modo, muy sencillo, de meditar la Pasión es mirar despacio al Crucifijo: “mirarán al que traspasaron” (Jn 19, 37). Nuestro Señor le reveló a Santa Gertrudis que quien mira devotamente el Crucifijo, siempre que le mira es mirado por Jesús con Amor.

Tu Crucifijo. —Por cristiano, debieras llevar siempre contigo tu Crucifijo. Y ponerlo sobre tu mesa de trabajo. Y besarlo antes de darte al descanso y al despertar: y cuando se rebele contra tu alma el pobre cuerpo, bésalo también”.

En una ocasión, San Buenaventura (franciscano) dijo a Santo Tomás (dominico), mirando al Crucifijo: «Este es el libro que me dicta todo lo que escribo. Lo poco que sé, aquí lo he aprendido».

Recordemos también las Siete Palabras que Jesús pronunció en la Cruz:

1.   "Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen." - Pater dimitte illis, non enim sciunt, quid faciunt (Lucas, 23: 34).
2.   "Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso." - Amen dico tibi hodie mecum eris in paradiso (Lucas, 23: 43).
3.   "Mujer, ahí tienes a tu hijo. [...] Ahí tienes a tu madre." - Mulier ecce filius tuus [...] ecce mater tua (Juan, 19: 26-27).
4.   "¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?" - "¡Elí, Elí! ¿lama sabactani?" - Deus meus Deus meus ut quid dereliquisti me (Mateo, 27: 46 y Marcos, 15: 34).
5.   "Tengo sed." - Sitio (Juan, 19: 28).
6.   "Todo está cumplido." - Consummatum est (Juan, 19: 30).
7.   "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu." - Pater in manus tuas commendo spiritum meum (Lucas, 23: 46).
  
La Virgen nos enseñará a “estar” junto a la Cruz de su Hijo.

“Di: Madre mía —tuya, porque eres suyo por muchos títulos—, que tu amor me ate a la Cruz de tu Hijo: que no me falte la Fe, ni la valentía, ni la audacia, para cumplir la voluntad de nuestro Jesús” (Camino 497).

4. Resurrección y Ascensión del Señor a los Cielos. Amor a la Virgen.

Una de las Siete Palabras que Jesús pronuncia en la Cruz es: “Consummatum est” (Jn 19, 30). El Señor llega al final de su vida aquí en la tierra habiendo cumplido perfectamente la voluntad de su Padre. ¿Cuáles serían los pensamientos de Nuestra Madre en esos momentos?

Indudablemente, la Virgen está llena de dolor: es la Dolorosa, por excelencia. San Juan Pablo II, mediante su Encíclica Redemptoris Mater (25 de marzo de 1987), quiso proclamar un Año Mariano en el periodo que precedió a la conclusión del segundo Milenio del nacimiento de Cristo. En ese documento nos explica, maravillosamente, los sentimientos de María junto a la Cruz de su Hijo, su peregrinación en la fe, que indica, como decía el Papa, “la historia interior, es decir, la historia de las almas” (n. 6).

“Su excepcional peregrinación de la fe representa un punto de referencia constante para la Iglesia, para los individuos y comunidades, para los pueblos y naciones, y, en cierto modo, para toda la humanidad” (RM, 6).

Aunque la Virgen sufriera en lo más profundo de su alma el dolor de la muerte de su Hijo, no la veía como una derrota o un fracaso. Por el contrario, comprendía, por la gracia de Dios que había en Ella, que en ese momento se cumplía la profecía del Génesis (3, 15), porque era una Mujer de fe.

“Viene al mundo un Hijo, el « linaje de la mujer » que derrotará el mal del pecado en su misma raíz: « aplastará la cabeza de la serpiente ». Como resulta de las palabras del protoevangelio, la victoria del Hijo de la mujer no sucederá sin una dura lucha, que penetrará toda la historia humana. « La enemistad », anunciada al comienzo, es confirmada en el Apocalipsis, libro de las realidades últimas de la Iglesia y del mundo, donde vuelve de nuevo la señal de la « mujer », esta vez « vestida del sol » (Ap 12, 1)” (RM, 11).    

Ya en la Cruz, María, por su fe, experimenta el gozo de la Resurrección de Cristo, su victoria sobre la muerte y el  pecado.

“Nos encontramos así en el centro mismo del cumplimiento de la promesa, contenida en el protoevangelio: el « linaje de la mujer pisará la cabeza de la serpiente » (cf. Gén 3, 15). Jesucristo, en efecto, con su muerte redentora vence el mal del pecado y de la muerte en sus mismas raíces. Es significativo que, al dirigirse a la madre desde lo alto de la Cruz, la llame « mujer » y le diga: « Mujer, ahí tienes a tu hijo ». Con la misma palabra, por otra parte, se había dirigido a ella en Caná (cf. Jn 2, 4). ¿Cómo dudar que especialmente ahora, en el Gólgota, esta frase no se refiera en profundidad al misterio de María, alcanzando el singular lugar que ella ocupa en toda la economía de la salvación? Como enseña el Concilio, con María, « excelsa Hija de Sión, tras larga espera de la promesa, se cumple la plenitud de los tiempos y se inaugura la nueva economía, cuando el Hijo de Dios asumió de ella la naturaleza humana para librar al hombre del pecado mediante los misterios de su carne » (LG, 55)” (RM, 24).

Esto y mucho más podríamos meditar sobre el corazón de María que guardaba con gozo todos los hechos y palabras de la vida de su Hijo.

La “Mater Dolorosa” de la Cruz se convierte, en la Resurrección en la Mujer que es “Causa nostrae latitiae”, causa de nuestra alegría, como decimos en una de las letanías lauretanas.

La Cruz está unida inseparablemente a la Resurrección en la vida de Cristo y también en la de su Madre. No hay cristianismo sin Cruz, por una parte. Pero también, si Cristo no hubiera resucitado, vana sería nuestra fe.

Por otra parte, Cristo ha querido que, en nuestra propia regeneración intervenga María. Ella es Nuestra Madre: nos engendra en Cristo. Hace que renazcamos a una Nueva Vida. Por eso es Corredentora, Abogada y Medianera de todas las gracias.     

Ella estaba, después de la Ascensión de su Hijo a los Cielos, en medio de los apóstoles, reunidos en el Cenáculo, con una alegría que llenaba toda la habitación, porque experimentaba como ningún otro la nueva presencia y la alegría de Cristo, que estaba ya junto al Padre, pero también al lado de cada uno de sus discípulos y, desde la Cruz, también hijos de María.

5. La Venida del Espíritu Santo.

En esta última reflexión de nuestro retiro espiritual podemos meditar sobre la acción del Espíritu Santo en nuestra alma y en la Iglesia. Él es el Santificador. Tiene la Misión, recibida del Padre y del Hijo, de conducirnos a todos a la santidad, a unirnos con Dios Uno y Trino para siempre.

Dios Creador nos ha hecho, Dios Redentor nos ha salvado del mal, Dios Santificador nos lleva a la plenitud de la Vida, durante nuestra peregrinación terrestre.

Después de haber subido al Cielo, a la derecha de Dios Padre, Jesús Resucitado continúa presente en el mundo por medio de su Espíritu, que nos recuerda todo lo que el Señor nos dijo y nos lleva a identificarnos con Él, especialmente en la Sagrada Eucaristía.

En el designio eterno de Dios estaba previsto que hubiera una Primera Venida del Espíritu Santo, por decir así, Solemne. El Espíritu ya actuaba en el mundo desde la creación, pero es en Pentecostés cuando se revela el poder infinito de su acción santificadora.

Las pruebas sensibles de su presencia en la Iglesia son patentes: el ruido de viento impetuoso que llena toda la casa, las lenguas de fuego que se posan en cada uno de los que estaban ahí, la unidad de lengua que permite que todos se comprendan, aunque había habitantes de numerosos pueblos en esos días en Jerusalén. Todo eso lleva a la conversión de cinco mil nuevos fieles, que escuchan la fuerza de la predicación de Pedro y reciben el Bautismo.

Pero, también en el designio de Dios, estaba contemplado que, en adelante, las manifestaciones extraordinarias del Espíritu fueran menos frecuentes, hasta llegar a los Últimos Tiempos, en los que como dice Pedro en su discurso, citando al profeta Joel:

“'Sucederá' en los últimos días, dice Dios', 'que derramaré mi Espíritu sobre toda carne', 'y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas', 'y vuestros jóvenes tendrán visiones', 'y vuestros ancianos soñarán sueños.' 'Y sobre mis siervos y sobre mis siervas' 'derramaré mi Espíritu en aquellos días', 'y profetizarán.' 'Realizaré prodigios 'arriba' en el cielo' 'y señales abajo en la tierra', 'sangre, fuego y nubes de humo.' 'El sol se convertirá en tinieblas' 'y la luna en sangre', 'antes de que llegue' 'el día grande y manifiesto del Señor'. 'Y sucederá' 'que todo el que invoque el nombre del Señor' 'se salvará'” (Hech 2, 17-21).

Mientras no lleguen esos tiempos finales de la historia, el Espíritu actúa discretamente. Para ilustrar ese modo de obrar del Paráclito podemos recordar unas palabras que dirigió el Beato Álvaro del Portillo (1914-1994) a los fieles del Opus Dei en su carta del 1 de mayo de 1986:

«La actividad del Espíritu Santo pasa inadvertida. Es como el rocío que empapa la tierra y la torna fecunda, como la brisa que refresca el rostro, como la lumbre que irradia su calor en la casa, como el aire que respiramos casi sin darnos cuenta».

Ahora, al final de nuestras reflexiones, podemos agradecer el trabajo eficaz y silencioso del Paráclito en las almas en gracia, y pedirle a Nuestra Señora, Esposa del Espíritu Santo, que sepamos ser muy dóciles a sus inspiraciones.


sábado, 15 de septiembre de 2018

Reflexiones para orar en silencio (4)


Después de pasar 30 años en Nazaret, trabajando como artesano en el taller de José, el Señor deja la pequeña población de Galilea y se dirige al Jordán, como muchos otros del norte del país que deseaban escuchar la voz de Juan el Bautista.

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En este cuarto día de nuestro “retiro espiritual” meditaremos cuatro temas. El primero se refiere al modo en que Cristo formó el pequeño grupo en torno a sí, que sería la semilla de la Iglesia.

1. Los primeros discípulos

San Juan, en el capítulo 1° su Evangelio, comienza por decirnos quién es Jesucristo:

El Verbo “que estaba junto a Dios”, que “era la luz verdadera” y la razón de la existencia del mundo (“y el mundo se hizo por él”). Y añade que “vino a los suyos y los suyos no le recibieron”. Es decir, “el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos visto su gloria” (cfr. Jun 1, 1-14).

A continuación, narra el testimonio de Juan el Bautista ante los sacerdotes y levitas enviados desde Jerusalén para preguntarles quién era él:

«“Este era de quien yo dije: “El que viene después de mí ha sido antepuesto a mí, porque existía antes que yo”. Yo soy la voz del que clama en el desierto» (Jn 1, 15.23).

Al día siguiente de haber dado su testimonio, dice Juan en su Evangelio, el Bautista vio a Jesús venir hacia él y dijo:

“Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29).

Al día siguiente, el Bautista estaba con dos de sus discípulos (Juan y Andrés), y volvió a repetir al ver a Jesús: “Este es el Cordero de Dios”.

“Los dos discípulos, al oírle hablar así, siguieron a Jesús. Se volvió Jesús y, viendo que le seguían les preguntó: —¿Qué buscáis? Ellos le respondieron: —Rabbi ‒que significa “Maestro”‒ ¿dónde vives? Les respondió: —Venid y lo veréis. Fueron y vieron dónde vivía, y se quedaron con él aquél día. Era más o menos la hora décima” (Jn 1, 37-39).   

Ya desde el principio de su Vida pública, el Señor nos da lecciones profundas. Por una parte, nos enseña a cumplir la voluntad de su Padre haciendo lo que debía: ir al río Jordán, ponerse a la vista de Juan el Bautista, y dejar que Juan y el Espíritu dieran testimonio de Él. Jesús deja que el Espíritu actúe en las almas.

El Bautista es el instrumento para que los dos primeros discípulos del Señor se acerquen a Él, al oír su testimonio. Jesús aparentemente no hace nada. Deja hacer al Espíritu. Prepara todo para que la iniciativa parta de los discípulos que le preguntan: —Rabbi ¿dónde vives?

Por otra parte, el Señor nos da ejemplo de cómo ayudar a los demás: Les respondió: —Venid y lo veréis. Les invita a pasar la tarde con él, que es el Verbo (la Palabra), para dialogar con ellos, de modo que se puedan tratar y establecer un lazo de amistad: en ese rato se hace amigo de ellos. “Os he llamado amigos”, dirá en la Última Cena, porque de verdad lo eran. Habían pasado muchos ratos con Él y lo llegaron a conocer muy bien (en tres años de convivencia). El Diccionario de la Real Academia Española (DRAE) define la amistad como un “afecto personal, puro y desinteresado, compartido con otra persona, que nace y se fortalece con el trato”.

Así nació la Iglesia, que es “Comunión de los hombres con Dios y entre sí, por Cristo en el Espíritu Santo”.

En un reciente mensaje del Prelado del Opus Dei, Mons. Fernando Ocáriz, escribía:

“Procuremos ofrecer la oración y penitencia que el Santo Padre ha pedido a todos en su reciente “Carta al Pueblo de Dios”. Amemos más y más a la Iglesia y al Papa. Nos puede ayudar recordar que la Iglesia no es solo el conjunto de los hombres y mujeres que a ella nos hemos incorporado sino, sobre todo, como explicaba san Josemaría, es «Cristo presente entre nosotros; Dios que viene hacia la humanidad para salvarla, llamándonos con su revelación, santificándonos con su gracia, sosteniéndonos con su ayuda constante, en los pequeños y en los grandes combates de la vida diaria» (Es Cristo que pasa, n. 131)” (Mensaje del 1 de septiembre de 2018).

La Iglesia es Cristo presente entre nosotros. Jesús conversando amigablemente con Juan y Andrés: eso era la Iglesia y debe seguir siéndolo hasta el fin de los tiempos.

Hay un dicho que dice: “hablando se entiende la gente”. No podemos perder el empeño por hablar entre nosotros, como amigos, como hermanos; sin polarizar las posiciones, sin crear zanjas que nos separen. Hay que buscar la Verdad (del Verbo) creando puntos de convergencia que nos unan a Cristo.

María, Madre de la Iglesia y Esposa del Espíritu Santo, nos ayudará a que nunca olvidemos que Cristo está entre nosotros siempre y ora a su Padre: “Qué todos sean uno como tú Padre en mí y yo en ti” (Jn 17, 21). 

2. Los milagros del Señor. Vida de fe.

Jesús, después de su Bautismo en el Jordán, regresa a Galilea.  

“Cuando oyó que Juan había sido encarcelado, [Jesús] se retiró a Galilea. Y dejando Nazaret se fue a vivir a Cafarnaún, ciudad marítima, en los confines de Zabulón y Neftalí, para que se cumpliera lo dicho por medio del profeta Isaías: Tierra de Zabulón y tierra de Neftalí en el camino del mar, al otro lado del Jordán, la Galilea de los gentiles, el pueblo que yacía en tinieblas ha visto una gran luz; para los que yacían en región y sombra de muerte una luz ha amanecido” (Mt 4, 12-16).

Y desde entonces, comenzó a predicar la conversión “porque está al llegar el Reino de los Cielos”. El Señor lo anuncia con “palabras” y con “gestos”, es decir, con milagros. Verdaderamente es una Gran Luz en una tierra de sombras.

El primero de ellos lo realiza, por las oraciones de una Madre, en Caná de Galilea, una aldea situada a 8 kilómetros de Nazaret. Seguramente José y María habían conocido a la familia que los invita a una boda. Acuden María, Jesús y los discípulos que le habían seguido hasta entonces, entre ellos Juan, que relata la escena en el capítulo 2° de su Evangelio (cfr. Jn 2, 1-11).

¿Cuál es el fin de los milagros? Qué crezca la fe de los discípulos. Lo verdaderamente importante no son los milagros sino la Palabra de Dios, el contenido de las palabras del Señor, sus enseñanzas. En realidad, lo central es el mismo Jesús: el Amor de Dios que se manifiesta en Jesucristo y que solicita nuestra fe: “Creo, Señor, pero ayuda mi incredulidad” (Mc 9, 24). “Auméntanos la fe” (Lc 17, 5).

Por una parte, la fe es un don que se recibe en el Bautismo. Es el mayor don que podemos recibir en el terreno de lo sobrenatural. Es una virtud teologal. Por ella Dios nos hace hijos suyos, y que nos revela su amor en Cristo. Por ella comenzamos a formar parte de la Iglesia, del Cuerpo Místico de Cristo.

Por otra parte, la fe es un don que se puede recibir con gozo,  como el tesoro escondido o la perla preciosa, o se puede rechazar o perder con el paso del tiempo. Dios da a todos los hombres este don (a algunos, por vías desconocidas, reciben el Bautismo de deseo, si buscan la verdad y el bien durante su vida). Pero se puede rechazar culpablemente.

Dice el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 162):

“La fe es un don gratuito que Dios hace al hombre. Este don inestimable podemos perderlo; san Pablo advierte de ello a Timoteo: «Combate el buen combate, conservando la fe y la conciencia recta; algunos, por haberla rechazado, naufragaron en la fe» (1 Tm 1,18-19). Para vivir, crecer y perseverar hasta el fin en la fe debemos alimentarla con la Palabra de Dios; debemos pedir al Señor que nos la aumente (cf. Mc 9,24; Lc 17,5; 22,32); debe «actuar por la caridad» (Ga 5,6; cf. St 2,14-26), ser sostenida por la esperanza (cf. Rm 15,13) y estar enraizada en la fe de la Iglesia”.  

Nuestra Señora, Maestra de fe, es el mejor modelo para nosotros. Le pedimos que nos ayude a valorar este gran don que Dios nos ha concedido.

3. Humildad. Instrumentos.  

Casi al principio de su ministerio público, Jesús sale de Cafarnaúm hacia el norte, y tras Él va una gran multitud. Ha pasado una noche de oración en el monte y ha elegido a los Doce. Luego, pronuncia el Sermón de la montaña. El pórtico de ese discurso es el anuncio de las Bienaventuranzas. Y la primera de ellas es:

“Bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos es el Reino de los Cielos” (cfr. Mt 5, 3-12).

El Papa Benedicto XVI dice que las Bienaventuranzas van dirigidas, principalmente, a los discípulos del Señor.

“Cada una de las afirmaciones de las Bienaventuranzas nacen de la mirada dirigida a los discípulos; describen, por así decirlo, su situación fáctica: son pobres, están hambrientos, lloran, son odiados y perseguidos (cf. Lc 6, 20 ss). Han de ser entendidas como calificaciones prácticas, pero también teológicas, de los discípulos, de aquellos que siguen a Jesús y se han convertido en su familia” (Jesús de Nazaret, I).

En ellas se invierten los criterios del mundo. Las Bienaventuranzas expresan lo que significa ser discípulo.

“Lo que significan no se puede explicar de un modo puramente teórico; se proclama en la vida, en el sufrimiento y en la misteriosa alegría del discípulo que sigue plenamente al Señor. Esto deja claro un segundo aspecto: el carácter cristológico de las Bienaventuranzas. El discípulo está unido al misterio de Cristo y su vida está inmersa en la comunión con El: "Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí (Ga 2, 20)” (Ibídem).

Las Bienaventuranza son como una velada biografía interior del Señor, como un retrato de su figura.

“El, que puede decir de sí mismo: Venid a mí, porque soy sencillo y humilde de corazón (cf. Mt 11, 29), es el realmente humilde; Él es verdaderamente puro de corazón y por eso contempla a Dios sin cesar” (Ibídem).

Los “pobres de espíritu” son los pobres, los hombres y mujeres piadosos de Israel que, “en su humildad, están cerca del corazón de Dios, al contrario de los ricos, con su arrogancia, que sólo confían en sí mismos” (Ibídem). En muchos Salmos se expresa la verdadera devoción de los pobres, de los humildes.

“En la piedad de estos Salmos, en ese profundo dirigirse a la bondad de Dios, en la bondad y en la humildad humanas que así se iban formando, en la vigilante espera del amor salvador de Dios, se desarrolla esa apertura del corazón que ha abierto las puertas a Cristo. María y José, Simeón y Ana, Zacarías e Isabel, los pastores de Belén, los Doce llamados por el Señor a formar el círculo más estrecho de los discípulos, todos pertenecen a estos ambientes (…); en ellos comienza el Nuevo Testamento, que se sabe en total armonía con la fe de Israel, y que se orienta hacia una pureza cada vez mayor” (Ibídem).

Veamos las características que el Papa Benedicto XVI señala en estos “pobres de espíritu”.

“Son hombres que no alardean de sus méritos ante Dios. No se presentan ante El como si fueran socios en pie de igualdad, que reclaman la compensación correspondiente a su aportación. Son hombres que se saben pobres también en su interior, personas que aman, que aceptan con sencillez lo que Dios les da, y precisamente por eso viven en íntima conformidad con la esencia y la palabra de Dios. Las palabras de santa Teresa de Lisieux de que un día se presentaría ante Dios con las manos vacías y las tendería abiertas hacia Él, describen el espíritu de estos pobres de Dios: llegan con las manos vacías, no con manos que agarran y sujetan, sino con manos que se abren y dan, y así están preparadas para la bondad de Dios que da” (Ibidem).

María es, por excelencia, pobre de espíritu. Ella es el modelo que podemos imitar, después del ejemplo del Señor, para crecer en la humildad y poseer el Reino de los Cielos.

4. Mandatum novum. Caridad y unidad.

Rápidamente, nos trasladamos al final de la Vida pública de Cristo. Es el Jueves antes su Pasión. Los discípulos, con la valiosa colaboración de las mujeres —entre ellas, seguramente, María—, han dispuesto la Cena, en Jerusalén. El clima espiritual que se respira esa tarde es muy intenso.  

Jesús ha manifestado el Amor de Dios en todos sus gestos y palabras, pero en la Última Cena, su Corazón estalla en llamaradas de Amor, como dice San Josemaría.

“Al acercarse el momento de su Pasión, el Corazón de Cristo, rodeado por los que El ama, estalla en llamaradas inefables: un nuevo mandamiento os doy, les confía: que os améis unos a otros, como yo os he amado a vosotros, y que del modo que yo os he amado así también os améis recíprocamente. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor unos a otros (Jn 13,34-35) (Amigos de Dios, 222)”.

Nosotros queremos introducirnos en las entretelas del Corazón de Jesús, para conocer su Amor cada vez más, porque de eso depende todo.

“Si conocieras el don de Dios y quien es el que te dice dame de beber”, le había dicho el Señor a la Samaritana. “Toda la nostalgia de Cristo está presente en estas palabras.

Pío XII, el 15 de mayo de 1956 publicó su encíclica “Haurietis aquas” sobre la devoción al Corazón de Jesús, para conmemorar el centenario de la fecha en que el Beato Pio IX quiso que en toda la Iglesia se celebrara la fiesta del Corazón de Jesús.

“Haurietis aquas in Gaudio de fontibus salvatoris”. El Corazón de Jesús es “símbolo del triple amor con que el Divino Redentor ama continuamente al Eterno Padre y a todos los hombres”: 1°) el amor divino, común al Padre y al Espíritu Santo, 2°) la caridad ardentísima infundida en el alma de Cristo y 3°) el amor sensible de Jesús (el amor humano).

“¿Quién podrá dignamente describir los latidos del Corazón divino, signo de su infinito amor, en aquellos momentos en que dio a los hombres sus más preciados dones: a Sí mismo en el sacramento de la Eucaristía, a su Madre Santísima y la participación en el oficio sacerdotal?” (HA, 20).

El Cardenal Sarah lo dice de otra manera:

“Si queremos crecer y llenarnos del amor de Dios, tenemos que afianzar nuestra vida sobre tres grandes realidades: la Cruz, la Hostia y la Virgen – crux, hostia et virgo… Son tres misterios que Dios ha entregado al mundo para edificar, fecundar y santificar nuestra vida interior y conducirnos hacia Jesús. Tres misterios que se deben contemplar en silencio” (La fuerza del silencio, p. 177).

El mandamiento nuevo que Cristo da a sus discípulos es que se amen con el Amor que Él les ha manifestado desde su Corazón.

Por eso, podemos terminar esta reflexión con unas palabras del Papa Francisco, que nos ayudan a concretar cómo querer a los demás, en la vida ordinaria. Según el Papa las palabras “gracias, permiso y perdón”, son las tres palabras clave en cualquier relación.

“La palabra "Permiso” nos recuerda que debemos ser delicados, respetuosos y pacientes con los demás, incluso con los que nos une una fuerte intimidad. Como Jesús, nuestra actitud debe ser la de quien está a la puerta y llama (…). Dar las "Gracias”, segunda palabra. La dignidad de las personas y la justicia social pasan por una educación a la gratitud. Una virtud, que para el creyente, nace del corazón mismo de su fe. "Perdón”, tercera palabra, es el mejor remedio para impedir que nuestra convivencia se agriete y llegue a romperse. Esposos, si algún día discuten y se pelean no terminen nunca el día sin reconciliarse, sin hacer la paz” (Audiencia, 13-V-2015).

El amor a María nos dulcificará el carácter, para tratar con más delicadeza a nuestros hermanos, con más espíritu de servicio, dejando a un lado todo nuestro egoísmo y buscando el verdadero bien de los que nos rodean.


sábado, 8 de septiembre de 2018

Reflexiones para orar en silencio (3)


En el tercer día de nuestras reflexiones comenzamos a meditar directamente en la Vida del Señor: en su Vida oculta (3), en su Vida pública (4) y en su Misterio Pascual (5).  

"Христос в родительском доме. Мастерская плотника" 

Respecto a su Vida oculta meditaremos en los siguientes cuatro puntos: 1) La Encarnación del Verbo, 2) La Pobreza de Cristo, 3) El trabajo de Jesús y 4) La obediencia del Señor.

1. La Encarnación del Verbo

En las meditaciones anteriores nos hemos referido a Jesucristo muchas veces. No podríamos dejar de hacerlo, porque Cristo es el “Camino, la Verdad y la Vida”. Él es el centro de la Creación. Es nuestro Modelo y, sobre todo, nuestro Amor. En Él tenemos todos los ideales de nuestra vida reunidos en una sola Persona.

Jesucristo es Dios y Hombre. San Josemaría al leer en unos azulejos estas palabras, en latín (“Iesus Christus, Deus et Homo”), decía: “me enamora esta inscripción”. ¿Cómo podemos conocer a Dios? Conociendo a Cristo. ¿Cómo podemos conocer al hombre? Conociendo a Cristo.

Y, ¿cómo conocemos a Cristo? Leyendo y meditando el Evangelio, desde el principio.

San Lucas es quien recoge más datos de la infancia del Señor, quizá porque se los contó directamente la Virgen en esos dos años en que estuvo preso San Pablo en Cesarea (o en otro momento).

Vale la pena leer y releer despacio el relato de la Anunciación del Ángel a la Virgen. Su lectura reposada nos traerá a la mente multitud de cosas, inspiradas por el Espíritu Santo, que harán mucho bien a nuestra alma.

26 En el sexto mes fue enviado el ángel Gabriel de parte de Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret27 a una virgen desposada con un varón que se llamaba José, de la casa de David. La virgen se llamaba María. 28 Y entró donde ella estaba y le dijo: —Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo. 29 Ella se turbó al oír estas palabras, y consideraba qué podía significar este saludo. 30 Y el ángel le dijo: —No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios: 31concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús32 Será grande y será llamado Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, 33 reinará eternamente sobre la casa de Jacob y su Reino no tendrá fin. 34 María le dijo al ángel: —¿De qué modo se hará esto, pues no conozco varón? 35 Respondió el ángel y le dijo: —El Espíritu Santo descenderá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, el que nacerá Santo será llamado Hijo de Dios36 Y ahí tienes a Isabel, tu pariente, que en su ancianidad ha concebido también un hijo, y la que llamaban estéril está ya en el sexto mes, 37 porque para Dios no hay nada imposible. 38 Dijo entonces María: —He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra. Y el ángel se retiró de su presencia” (cfr. Lc 1, 26-38).

La narración es de una densidad extraordinaria. En ella se nos revela quién es María, quién es Jesús. Prácticamente cada palabra lleva aneja una profundidad de significado sorprendente. Se puede leer con provecho el comentario que hace la Biblia de Navarra a este pasaje del Evangelio.

Sobre este pasaje se han escrito libros, se han pintado cuadros, se han compuesto obras musicales. Pero, lo importante, es que cada uno lo meditemos de modo personal. Descubriremos siempre luces nuevas y mociones interiores que nos lleven al Amor de Dios.

2. La Pobreza de Cristo

En el Evangelio todo ocurre con gran sencillez. Si seguimos la narración de San Lucas, veremos a María, con prisas, de camino a las montañas de Judea. ¡Qué encantadora es la escena de la Visitación a su prima Santa Isabel! ¡Cómo nos emociona ese relato de dos mujeres, una joven y otra anciana, que se encuentran! Cada una lleva en sus entrañas a un hombre. Isabel a Juan, coronamiento del Antiguo Testamento. Y María a Jesús, en quien se cumplen las promesas al pueblo de Israel y a toda la humanidad.

Un poco más adelante, Lucas comienza el capítulo 2° de su Evangelio con el relato del Nacimiento del Salvador.

En aquellos días se promulgó un edicto de César Augusto, para que se empadronase todo el mundo. Este primer empadronamiento se hizo cuando Quirino era gobernador de Siria. Todos iban a inscribirse, cada uno a su ciudad. José, como era de la casa y familia de David, subió desde Nazaret, ciudad de Galilea, a la ciudad de David llamada Belén, en Judeapara empadronarse con María, su esposa, que estaba encinta. Y cuando ellos se encontraban allí, le llegó la hora del parto, y dio a luz a su hijo primogénito; lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el aposento. Había unos pastores por aquellos contornos, que dormían al raso y vigilaban por turno su rebaño durante la noche. De improviso un ángel del Señor se les presentó, y la gloria del Señor los rodeó de luz. Y se llenaron de un gran temor. 10 El ángel les dijo: —No temáis. Mirad que vengo a anunciaros una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: 11 hoy os ha nacido, en la ciudad de David, el Salvador, que es el Cristo, el Señor; 12 y esto os servirá de señal: encontraréis a un niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre. 13 De pronto apareció junto al ángel una muchedumbre de la milicia celestial, que alababa a Dios diciendo: 14  «Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres en los que Él se complace»” (Lc 2, 1-14).

También esta narración nos debería ayudar para quedarnos como extasiados ante el mayor Misterio que ha presenciado el hombre: Dios se hace Niño.

El evangelio narra escuetamente el nacimiento de Jesús. No obstante, no deja de subrayar dos detalles: el lugar del nacimiento, Belén, y la pobreza y desamparo materiales que lo acompañaron. Ambos son también lección de Dios que se sirve de los sucesos de la historia humana para que se cumplan sus designios (cfr. comentario de la Biblia de Navarra).

Una de las grandes lecciones del Señor es su desprendimiento, su pobreza. San Pablo dice que Dios, con extrema generosidad, se hizo pobre para que nos hiciéramos ricos con su pobreza (cfr. 2 Cor 8, 9).

“Para nosotras la pobreza es libertad”, decía la Madre Teresa de Calcuta. Así debería ser para todos.

Lo pedimos a María, Mujer pobre pero inmensamente rica en amor a Dios, porque el Señor la ha ensalzado enamorándose de su pequeñez.

3. El trabajo de Jesús

Jesús quiso nacer en una familia formada por un hombre y una mujer: José y María. Es una familia que, desde el principio, se encuentra con innumerables dificultades: nacimiento del Señor, profecías de Simeón, huida a Egipto y, por fin, establecimiento en Nazaret.

Y luego, sorprendentemente, Jesús permanece con sus padres durante 30 largos años. Entonces, esa edad era el promedio de vida de un hombre. ¿Y qué hace el Señor? Trabajar. Todos lo conocían como “el hijo del artesano”.

No había muchos medios en Nazaret. Todo era muy rudimentario. Pero en el taller de José se respira un clima de gozo enorme. Verdaderamente era un trocito de cielo aquel lugar bendecido por Dios. ¡Qué suerte la de los habitantes de aquel pequeño poblado! ¡Convivir con el Hijo de Dios!, que “todo lo hizo bien”.

Jesús comenzó a hacer y luego a enseñar (“coepit facere et docere”). San Josemaría solía decir que primero es la vida y luego el derecho. Hay que vivir, experimentar…, para luego poder tener autoridad y enseñar lo que se ha aprendido. Eso es lo que hace Jesús.   

Trabajar, se puede entender en un sentido más amplio. No sólo es ejercer una profesión. Trabajar también es ocuparse de mil detalles de la vida diaria. Se puede decir que estamos continuamente trabajando: pensando, hablando, haciendo cosas, prestando servicios... Incluso el descanso es una ocupación que requiere de menos esfuerzo quizá y nos prepara para seguir adelante con nuevas fuerzas.

Dios creó el ave para volar y al hombre para trabajar” (cfr. Job 5, 7). Nuestro Salvador nos enseña cómo trabajar, cómo realizar bien, acabadamente, aquello para lo que Dios nos ha creado.

Todos sabemos qué características tiene un trabajo bien hecho. Se han escrito, en nuestra época, muchos libros para describir el trabajo de un hombre eficiente. En realidad, todo lo que dicen es de sentido común: para trabajar bien hace falta planear el trabajo, distribuirlo convenientemente durante el día, utilizar los medios apropiados, practicar el orden espacial y temporal para rendir más, saber coordinarse con los demás, poner creatividad en lo que hacemos, etc.

Recuerdo haber oído en la radio, el día de las secretarias, diez consejos para ellas: para ser secretarias más eficientes y mejor valoradas.

Pero, al mismo tiempo, nos damos cuenta de que el hombre no es un robot. Tiene inteligencia, voluntad, libertad, sentimientos… Tiene también un lastre originado por las consecuencias del pecado original. Por lo tanto, no basta tener en cuenta todos los elementos físicos y psicológicos para trabajar mejor. Es necesario mirar al fin: ¿para quién o para qué trabajamos? Un cristiano sólo pude dar una respuesta: para dar gloria a Dios. ¿Y, cómo damos gloria a Dios? Trabajando bien y por amor: poniendo amor en el trabajo; ofreciendo ese trabajo a nuestro Creador y Redentor, en un cántico de acción de gracias.

El mejor momento para hacer esto es la Misa: “Bendito seas Dios del universo por este pan, fruto de la tierra y del trabajo del hombre”. Bendito seas Dios del universo por este vino, fruto de la vid y del trabajo del hombre, que recibimos de tu generosidad y ahora te presentamos”. “Bendito seas por siempre, Señor”.    

¿Cómo trabajaría María en Nazaret? ¿Cómo trabajaría José? Ellos fueron los maestros, en lo humano, del trabajo de Jesús, y también pueden ser los nuestros, si contemplamos su vida oculta y sencilla y tratamos de imitarla.

4. La obediencia del Señor

San Lucas hace un breve paréntesis en los 30 años de la Vida oculta del Señor: la ocasión en que Jesús es llevado por sus padres a Jerusalén, cuando tenía 12 años, y se separa de ellos en el Templo, para discutir con los doctores de la Ley. María y José no advierte de su pérdida sino hasta el tercer día.

Este pasaje del Evangelio es misterioso. El mismo Jesús explica a sus padres la razón de su aparente desobediencia:

48 Al verlo se maravillaron, y le dijo su madre: —Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira que tu padre y yo, angustiados, te buscábamos. 49 Y él les dijo: —¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que es necesario que yo esté en las cosas de mi Padre? 50 Pero ellos no comprendieron lo que les dijo. 51 Bajó con ellos, vino a Nazaret y les estaba sujeto. Y su madre guardaba todas estas cosas en su corazón. 52 Y Jesús crecía en sabiduría, en edad y en gracia delante de Dios y de los hombres" (Lc 2, 48-52).

El Señor desea hacer ver a María y José que Él es el Hijo de Dios, y que debe su obediencia sólo a su Padre. Pero San Lucas, inmediatamente después aclara que bajó a Nazaret “y les estaba sujeto”.

En este episodio, el Señor nos da a entender que todos los hombres somos libres. Hemos sido «llamados a la libertad» (Ga 5, 13). Dios nos llama a alcanzar «la libertad de la gloria de los hijos de Dios» (Rm 8, 21), porque nos ha creado “a su imagen y semejanza” (Gen 1, 26). Con su gracia «Cristo nos ha liberado» (Ga 5, 1).

Al mismo tiempo, es Jesús quien nos recuerda que «Veritas liberabit vos, la verdad os hará libres» (Jn 8, 32). Y la Verdad de la que habla el Señor es la de la Cruz, la del Amor, la de la Entrega.

Por eso Santo Tomás de Aquino dice que «quanto aliquis plus habet de caritate, plus habet de libertate». Cuanto más intensa es nuestra caridad, más libres somos.

La libertad de Jesús, en el Templo, es la condición de su “estar sujeto a sus padres”, es decir, de su obediencia a quienes su Padre había puesto en la tierra para cuidarlo y alimentarlo durante su vida en Nazaret. Jesús “está sujeto” por amor a su Padre Celestial y a sus padres, María y José. De esta manera su obediencia no solamente es un acto libre, sino además un acto liberador.

“Aunque a veces algunas situaciones puedan hacernos sufrir, Dios se sirve con frecuencia de ellas para identificarnos con Jesús. Como dice la carta a los Hebreos, Él «aprendió por los padecimientos la obediencia» (Hb 5, 8) y trajo así la «salvación eterna para todos los que le obedecen» (Hb 5, 9): nos trajo la libertad de los hijos de Dios. Aceptar las limitaciones humanas que todos tenemos, sin renunciar a superarlas en la medida de lo posible, es también manifestación y fuente de libertad de espíritu” (Mons. Fernando Ocáriz, Carta del 9-I-2018, n. 9).

María, la esclava del Señor, nos enseña a valorar la obediencia y la libertad de los hijos de Dios.