Llegamos
al fin de esos días de reflexión y
oración en silencio. Hoy meditaremos sobre el Misterio pascual: la Pasión, Muerte, Resurrección y Ascensión a los
Cielos del Señor; precediendo estas meditaciones con la reflexión sobre Institución de la Eucaristía, por medio
de la cual se anticipa el Misterio Pascual, y concluyéndolas con la
contemplación de la Venida del Espíritu
Santo sobre la Iglesia, que hará vivo el Misterio Pascual hasta el fin de
los tiempos.
1. Institución de la Eucaristía. Santa
Misa. Alma sacerdotal.
Jesucristo se ha encarnado para vivir entre
nosotros, enseñarnos el Camino (que es Él mismo) hacia el Padre y
mostrarnos los secretos del Reino de los Cielos. Pero, además de todo esto, ha
querido darnos un medio para que podamos estar estrechamente unidos a Él en su
entrega para la salvación del mundo: la
Eucaristía.
Esto lo hizo en la Última Cena, el Jueves
antes de su Pasión y Muerte. Ese día, en el Cenáculo, quiso anticipar
sacramentalmente lo que sucedería al día siguiente. Es decir, quiso vivir
anticipadamente el Misterio de su paso al Padre por medio de la entrega de sí
mismo muriendo y resucitando. Pero lo
hizo “sacramentalmente”, a través de signos que no solo significan, sino
que contienen realmente lo que es significado. Los signos que utiliza son el
pan y el vino.
Ya había
hablado de esto el Señor a sus discípulos en el Discurso del Pan de Vida, en Cafarnaúm, al día siguiente de la
primera multiplicación de los panes y peces.
“Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de
este pan vivirá para siempre. Y el pan
que yo daré es mi carne por la vida del mundo” (Jn 6, 51).
Ahora, en
el Cenáculo, el Señor hará más explícito
este Misterio, tal como se narra en los tres Evangelios sinópticos y en la
Primera Carta de San Pablo a los Corintios (los cuatro textos de la Institución
de la Eucaristía), y la Iglesia lo resumen de manera admirable en el Canon
Romano o Plegaria Eucarística I.
«La víspera de su pasión, Jesús tomó el pan en sus santas y venerables
manos, y, elevando los ojos al cielo, hacia ti, Dios, Padre suyo todopoderoso,
dando gracias te bendijo, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo:
"Tomad y comed todos de él, porque esto es mi cuerpo, que será
entregado por vosotros". Del mismo modo, acabada la cena, tomó este
cáliz glorioso en sus santas y venerables manos, dando gracias te bendijo y lo
dio a sus discípulos, diciendo: "Tomad y bebed todos de él, porque este es
el cáliz de mi sangre, sangre de la alianza nueva y eterna, que será
derramada por vosotros y por muchos para el perdón de los pecados. Haced
esto en conmemoración mía».
La
“entrega” de Jesús por los hombres se llevará a cabo al día siguiente. Es
voluntaria. Jesús acepta la violencia hecha sobre Él y transforma esa violencia en un acto de entrega, en un acto de amor.
Gracias a esta primera transformación
se realizan las demás: 2ª) la transformación de la muerte en vida (en el Cuerpo
de Cristo), 3ª) la transformación (transubstanciación) del pan y del vino en el
Cuerpo y la Sangre de Cristo, 4ª) nuestra propia transformación en Cristo (por
medio de la Comunión) y 5ª) la transformación de toda la Creación en una Nueva
Tierra y unos Nuevos Cielos al final de los tiempos.
Todo esto
es gracias a la Eucaristía, por la cual se
une nuestra alma al Sacerdocio de Cristo y podemos ofrecer con Él, por Él y
en Él todas las realidades creadas (trabajo, familia, descanso, actividad
humana en general, y toda la creación).
Terminamos
con lo que dice el Catecismo de la
Iglesia Católica sobre la Eucaristía en el n. 1324.
“La Eucaristía es
"fuente y cima de toda la vida cristiana" (LG 11). "Los
demás sacramentos, como también todos los ministerios eclesiales y las obras de
apostolado, están unidos a la Eucaristía y a ella se ordenan. La sagrada
Eucaristía, en efecto, contiene todo el
bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua"
(PO 5)”.
Nuestra Madre, Mujer Eucarística, está muy
presente en la Eucaristía, pues el Cuerpo y la Sangre de su Hijo proceden
de Ella misma, en el momento de la Encarnación.
2. La oración en el Huerto. Vida de oración.
Después
de haber instituido la Eucaristía en la Última Cena y haber dado a sus discípulos
como su “testamento espiritual”, con
muchas enseñanzas importantes (lavatorio de los pies, mandamiento de la
caridad, alegoría de la vid, oración sacerdotal…), Jesús cruza el torrente Cedrón
y se dirige al Huerto de Getsemaní,
en la ladera del Monte de los Olivos, para comenzar su Pasión.
Era de
noche. Judas no estaba entre los que
acompañaban al Señor, pues había salido fuera del Cenáculo disimulando que
iba a hacer alguna gestión relacionada con “la bolsa” de dinero que él llevaba.
En realidad, fue a traicionar a Jesús: a venderlo por treinta monedas de plata.
En
cambio, los demás discípulos —los once— sí acompañan al Señor a Getsemaní. Jesús pide que lo esperen a la entrada mientras
Él se interna a un lugar más apartado, con Pedro, Juan y Santiago, que habían
sido testigos de su Transfiguración seis meses antes.
Y ahí,
postrado sobre una piedra, a la usanza de los hebreos, hace oración. Los tres discípulos
lo observan, pues el Señor se había retirado aún más, como a un tiro de piedra.
“No se haga mi voluntad, sino la tuya”.
Jesús habla con su Padre sobre el Cáliz que tiene que beber y lo mucho que le
cuesta, humanamente, esa entrega de su vida. Pero asume plena y libremente la
voluntad de su Padre.
Esa breve oración de Jesús es el modelo de
toda oración cristiana: “Non mea voluntas, sed tua fiat”. Es un nuevo “fiat”,
como el de su Madre, repetido miles de veces cada día. “Quiero lo que quieras,
quiere porque quieres, quiero como quieras y quiero cuando quieras”. Es una
oración, dirigida al Espíritu Santo, que solía decir san Josemaría Escrivá de Balaguer. Y también estas otras:
“Si Tú lo quieres, yo también lo quiero”. “Confío en Ti,
descanso en Ti, me abandono en Ti”. “Señor,
Dios mío: en tus manos abandono lo pasado y lo presente y lo futuro, lo pequeño
y lo grande, lo poco y lo mucho, lo temporal y lo eterno” (Via crucis, 7ª
estación, punto 7).
Es una oración de abandono confiado y alegre a
la voluntad divina. Es la oración del niño que está completamente seguro de que
su padre nunca le pedirá nada que no sea para mucho bien de toda la humanidad.
El Señor,
con su ejemplo, nos muestra cómo empezar
cualquier asunto en el que nos veamos metidos: con la oración, acudiendo a
Dios, dejando en sus manos todo y pidiéndole que guie nuestros pasos.
La Virgen no estaba presente físicamente
en ese momento tan importante de la vida del Señor. Al menos no la mencionan
los Evangelios. Pero Jesús sentiría su
presencia espiritual muy cercana. María no deja al Señor ni un momento solo.
Le acompaña y vive en Ella todas las angustias y dolores de su Hijo. Ella nos
enseñará a ser fuertes para nunca abandonar la oración, sino mantenernos continuamente
en la presencia de Dios.
3. Pasión y Muerte del Señor. Amor a la
Cruz. Mortificación.
La Beata Catalina Emmerick (1774-1824) dice
que, el Viernes Santo, mientras Jesús estaba en casa de Herodes, María fue al
Huerto de los Olivos y desde ahí iba recorriendo todos los pasos que tuvo que
pasar Jesús, se paraba en silencio, y lloraba y sufría con Él.
“La Virgen se
prosternó más de una vez, y besó la tierra en los sitios en donde Jesús se
había caído. Este fue el principio del Via Crucis y de los honores rendidos a
la Pasión de Jesús, aun antes de que se cumpliera (…). La Virgen pura y sin
mancha consagró para la Iglesia el Vía
Crucis, para recoger en todos los sitios, como piedras preciosas, los
inagotables méritos de Jesucristo; para recogerlos como flores sobre el camino
y ofrecerlos a su Padre celestial por todos los que tienen fe” (Beata Catalina
Emmerick, La amarga Pasión de Cristo).
Nunca encareceremos
lo suficiente la importancia, para la vida cristiana, de meditar la Pasión de Jesús. La Virgen lo pidió expresamente a las
niñas videntes en Garabandal, en uno de los dos mensajes que les dio. Lo podemos hacer de muchas maneras:
rezando los cinco misterios dolorosos del Rosario, meditando en as catorce
estaciones del Via crucis, leyendo
con calma la Sagrada Pasión del Señor en los Evangelios…
¿Por qué es tan importante meditar la Pasión
del Señor? Porque la Pasión de Jesús es la manifestación suprema del Amor
de Dios por cada uno de nosotros. ¿Cómo quedarnos insensibles a los
sufrimientos de Cristo? ¿Cómo cerrar nuestro corazón y no conmovernos ante la
entrega silenciosa del Señor, por amor nuestro, por salvarnos del pecado? ¿Cómo
no agradecer infinitamente esa donación suya que nos consiguió la vida eterna?
Todos los
santos han experimentado una viva devoción
por la Pasión de Cristo. Muchos de ellos han hecho de su meditación el propósito
central de su vida: imitar a Cristo, seguir a Cristo, vivir en Cristo, ser otro
Cristo, el mismo Cristo. Sólo lo podremos hacer si nos unimos estrechamente a
su Sagrada Pasión.
¡Cuánto bien
nos hará contemplar despacio, por ejemplo, las
estaciones del Via crucis, y sabérnoslas
de memoria para que podamos, cuando queramos, traerlas a la imaginación!
Otro modo,
muy sencillo, de meditar la Pasión es mirar
despacio al Crucifijo: “mirarán al que traspasaron” (Jn 19, 37). Nuestro
Señor le reveló a Santa Gertrudis que quien mira devotamente el Crucifijo,
siempre que le mira es mirado por Jesús con Amor.
“Tu Crucifijo. —Por
cristiano, debieras llevar siempre contigo tu Crucifijo. Y ponerlo sobre tu
mesa de trabajo. Y besarlo antes de darte al descanso y al despertar: y cuando
se rebele contra tu alma el pobre cuerpo, bésalo también”.
En una
ocasión, San Buenaventura (franciscano) dijo a Santo Tomás (dominico), mirando al Crucifijo: «Este es el libro
que me dicta todo lo que escribo. Lo poco que sé, aquí lo he aprendido».
Recordemos
también las Siete Palabras que Jesús
pronunció en la Cruz:
1.
"Padre,
perdónalos, porque no saben lo que hacen." - Pater dimitte
illis, non enim sciunt, quid faciunt (Lucas, 23: 34).
2.
"Yo
te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso." - Amen dico
tibi hodie mecum eris in paradiso (Lucas, 23: 43).
3.
"Mujer,
ahí tienes a tu hijo. [...] Ahí
tienes a tu madre." - Mulier ecce filius tuus [...] ecce mater
tua (Juan, 19: 26-27).
4.
"¡Dios
mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?" - "¡Elí,
Elí! ¿lama sabactani?" - Deus meus Deus meus ut quid
dereliquisti me (Mateo, 27: 46 y Marcos, 15: 34).
5.
"Tengo
sed." - Sitio (Juan, 19: 28).
6.
"Todo
está cumplido." - Consummatum est (Juan, 19: 30).
7.
"Padre,
en tus manos encomiendo mi espíritu." - Pater in manus tuas
commendo spiritum meum (Lucas, 23: 46).
La Virgen
nos enseñará a “estar” junto a la
Cruz de su Hijo.
“Di: Madre mía —tuya, porque eres suyo por muchos títulos—,
que tu amor me ate a la Cruz de tu Hijo: que no me falte la Fe, ni la valentía,
ni la audacia, para cumplir la voluntad de nuestro Jesús” (Camino 497).
4. Resurrección y Ascensión del Señor a los
Cielos. Amor a la Virgen.
Una de
las Siete Palabras que Jesús
pronuncia en la Cruz es: “Consummatum est” (Jn 19, 30). El Señor llega al final de su vida aquí en la tierra habiendo
cumplido perfectamente la voluntad de su Padre. ¿Cuáles serían los pensamientos de Nuestra Madre en esos momentos?
Indudablemente,
la Virgen está llena de dolor: es la
Dolorosa, por excelencia. San Juan Pablo II, mediante su Encíclica Redemptoris Mater (25 de marzo de 1987),
quiso proclamar un Año Mariano en el
periodo que precedió a la conclusión del segundo Milenio del nacimiento de
Cristo. En ese documento nos explica, maravillosamente, los sentimientos de María junto a la Cruz de su
Hijo, su peregrinación en la fe, que indica, como decía el Papa, “la
historia interior, es decir, la historia de las almas” (n. 6).
“Su excepcional peregrinación
de la fe representa un punto de referencia constante para la Iglesia, para
los individuos y comunidades, para los pueblos y naciones, y, en cierto modo,
para toda la humanidad” (RM, 6).
Aunque la
Virgen sufriera en lo más profundo de su alma el dolor de la muerte de su Hijo,
no la veía como una derrota o un fracaso. Por el contrario, comprendía, por la
gracia de Dios que había en Ella, que en ese momento se cumplía la profecía del
Génesis (3, 15), porque era una Mujer de
fe.
“Viene al mundo un Hijo, el « linaje de la mujer » que
derrotará el mal del pecado en su misma raíz: « aplastará la cabeza de la
serpiente ». Como resulta de las palabras del protoevangelio, la victoria del Hijo de la mujer no
sucederá sin una dura lucha, que penetrará toda la historia humana. « La
enemistad », anunciada al comienzo, es confirmada en el Apocalipsis, libro de
las realidades últimas de la Iglesia y del mundo, donde vuelve de nuevo la
señal de la « mujer », esta vez « vestida del sol » (Ap 12, 1)”
(RM, 11).
Ya en la
Cruz, María, por su fe, experimenta el
gozo de la Resurrección de Cristo, su victoria sobre la muerte y el pecado.
“Nos encontramos así en el centro mismo del cumplimiento de la
promesa, contenida en el protoevangelio: el « linaje de la mujer pisará la
cabeza de la serpiente » (cf. Gén 3, 15). Jesucristo,
en efecto, con su muerte redentora vence
el mal del pecado y de la muerte en sus mismas raíces. Es significativo
que, al dirigirse a la madre desde lo alto de la Cruz, la llame « mujer » y le
diga: « Mujer, ahí tienes a tu hijo ». Con la misma palabra, por otra parte, se
había dirigido a ella en Caná (cf. Jn 2, 4). ¿Cómo
dudar que especialmente ahora, en el Gólgota, esta frase no se refiera en
profundidad al misterio de María, alcanzando
el singular lugar que ella ocupa en toda la economía de la salvación? Como
enseña el Concilio, con María, « excelsa Hija de Sión, tras larga espera de la
promesa, se cumple la plenitud de los
tiempos y se inaugura la nueva economía, cuando el Hijo de Dios asumió de
ella la naturaleza humana para librar al hombre del pecado mediante los
misterios de su carne » (LG, 55)” (RM, 24).
Esto y
mucho más podríamos meditar sobre el
corazón de María que guardaba con gozo todos los hechos y palabras de la vida de su Hijo.
La “Mater Dolorosa” de la Cruz se
convierte, en la Resurrección en la Mujer que es “Causa nostrae latitiae”, causa de nuestra alegría, como decimos en
una de las letanías lauretanas.
La Cruz
está unida inseparablemente a la Resurrección en la vida de Cristo y también en
la de su Madre. No hay cristianismo sin
Cruz, por una parte. Pero también, si
Cristo no hubiera resucitado, vana sería nuestra fe.
Por otra
parte, Cristo ha querido que, en nuestra
propia regeneración intervenga María. Ella es Nuestra Madre: nos engendra
en Cristo. Hace que renazcamos a una Nueva Vida. Por eso es Corredentora, Abogada y Medianera de todas las gracias.
Ella
estaba, después de la Ascensión de su Hijo
a los Cielos, en medio de los apóstoles, reunidos en el Cenáculo, con una
alegría que llenaba toda la habitación, porque experimentaba como ningún otro la nueva presencia y la alegría de Cristo,
que estaba ya junto al Padre, pero también al lado de cada uno de sus discípulos
y, desde la Cruz, también hijos de María.
5. La Venida del Espíritu Santo.
En esta última reflexión de nuestro retiro
espiritual podemos meditar sobre la acción del Espíritu Santo en nuestra
alma y en la Iglesia. Él es el
Santificador. Tiene la Misión, recibida del Padre y del Hijo, de
conducirnos a todos a la santidad, a unirnos con Dios Uno y Trino para siempre.
Dios
Creador nos ha hecho, Dios Redentor nos ha salvado del mal, Dios Santificador nos lleva a la plenitud
de la Vida, durante nuestra peregrinación terrestre.
Después
de haber subido al Cielo, a la derecha de Dios Padre, Jesús Resucitado continúa
presente en el mundo por medio de su Espíritu,
que nos recuerda todo lo que el Señor nos dijo y nos lleva a identificarnos con
Él, especialmente en la Sagrada Eucaristía.
En el
designio eterno de Dios estaba previsto que hubiera una Primera Venida del Espíritu Santo, por decir así, Solemne. El Espíritu
ya actuaba en el mundo desde la creación, pero es en Pentecostés cuando se
revela el poder infinito de su acción santificadora.
Las pruebas sensibles de su presencia en la
Iglesia son patentes: el ruido de viento impetuoso que llena toda la casa,
las lenguas de fuego que se posan en cada uno de los que estaban ahí, la unidad
de lengua que permite que todos se comprendan, aunque había habitantes de
numerosos pueblos en esos días en Jerusalén. Todo eso lleva a la conversión de cinco mil nuevos fieles,
que escuchan la fuerza de la predicación de Pedro y reciben el Bautismo.
Pero,
también en el designio de Dios, estaba contemplado que, en adelante, las manifestaciones extraordinarias del Espíritu
fueran menos frecuentes, hasta llegar a los Últimos Tiempos, en los que
como dice Pedro en su discurso, citando al profeta Joel:
“'Sucederá' en los últimos días, dice Dios', 'que derramaré mi Espíritu sobre toda
carne', 'y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas', 'y vuestros
jóvenes tendrán visiones', 'y vuestros ancianos soñarán sueños.' 'Y
sobre mis siervos y sobre mis siervas' 'derramaré
mi Espíritu en aquellos días', 'y profetizarán.' 'Realizaré prodigios
'arriba' en el cielo' 'y señales abajo en la tierra', 'sangre, fuego y nubes de
humo.' 'El sol se convertirá en tinieblas' 'y la luna en sangre', 'antes de que
llegue' 'el día grande y manifiesto del
Señor'. 'Y sucederá' 'que todo el que invoque el nombre del Señor' 'se
salvará'” (Hech 2, 17-21).
Mientras
no lleguen esos tiempos finales de la
historia, el Espíritu actúa discretamente. Para ilustrar ese modo de obrar
del Paráclito podemos recordar unas palabras que dirigió el Beato Álvaro del Portillo (1914-1994) a
los fieles del Opus Dei en su carta del 1 de mayo de 1986:
«La actividad del
Espíritu Santo pasa inadvertida. Es
como el rocío que empapa la tierra y la torna fecunda, como la brisa que
refresca el rostro, como la lumbre que irradia su calor en la casa, como el
aire que respiramos casi sin darnos cuenta».
Ahora, al
final de nuestras reflexiones, podemos agradecer el trabajo eficaz y silencioso del Paráclito en
las almas en gracia, y pedirle a Nuestra
Señora, Esposa del Espíritu Santo, que sepamos ser muy dóciles a sus
inspiraciones.
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