El
segundo momento de reflexión lo dedicaremos a las realidades que están al final de nuestra peregrinación terrena. Se
suelen llamar novísimos o postrimerías, y son cinco: muerte,
juicio, infierno, purgatorio y cielo.
1. Muerte
Para los
santos, para quien tiene una fe fuerte, la
muerte es la puerta que se abre hacia la Vida. Humanamente es una realidad
dolorosa, pero ese dolor, incluso, se puede amar, como hacía San Francisco de
Asís que llamaba a la muerte “mi hermana”.
La muerte
es el “final del tiempo de merecer y
desmerecer”, decían los antiguos. En ese momento se termina la posibilidad
de orientar nuestra vida hacia el bien o hacia el mal. Nuestra libertad queda
fijada en Dios o en nosotros mismos.
Además,
termina también el tiempo que nos ha dado Dios para “crecer” en el amor. En este sentido, San Josemaría Escrivá de
Balaguer solía decir: “tengo prisa en amar”, siguiendo las palabras de san
Pablo: “Caritas Christi urget nos” (2 Cor 5, 14).
El hecho
de no conocer el momento de nuestra muerte nos debería estimular a aprovechar bien el tiempo que tenemos
de vida, ya sean pocos o muchos años. En realidad, la mejor postura ante la
muerte es la de quien está siempre preparado para encontrarse con ella, porque
cada día lo vive como si fuera el último de su vida.
¿Cómo podemos saber si aprovechamos bien el
tiempo o no? El secreto es vivir en Cristo. Todos nuestros pensamientos,
nuestras palabras y nuestras obras deberían estar orientadas hacia la unión Cristo
por el amor. Esa es la mejor manera de aprovechar bien cada instante de nuestra
vida: preguntarnos ¿esto me acerca o me aleja del Señor? Porque, como dice san
Pablo “todas las cosas son vuestras, vosotros sois de Cristo y Cristo es de
Dios” (1
Cor 3, 22-23); y también: “ya comáis, ya bebáis, hacedlo todo para la gloria
de Dios” (1 Cor
10, 31).
“Mi vivir
es Cristo” (Fil 1, 21). “Pues si vivimos, para el Señor vivimos,
y si morimos, para el Señor morimos; por tanto, ya sea que vivamos o
que muramos, del Señor somos (Rom 14, 8)”.
También
San Pablo dice: “ya no soy yo quien vive, sino que
es Cristo quien vive en mí” (Gal 2, 20). Si vivimos así, la hora de
la muerte será, como decían antes un “pasar
al Señor”. Si alguien viajaba a América decían: “pasó a las Indias”. Y lo
mismo a la hora de morir: “pasó al Señor”.
Así, para
el que ha vivido con Cristo y trabajado
para Cristo, la muerte será simplemente un pasar al Señor de modo
definitivo. Nuestro deseo de morir para
estar con Cristo (cfr. Fil 1, 23) va siempre acompañado de un gran deseo,
también, de colaborar con Cristo en la Obra de la Redención, que está por
concluirse, hasta que llegue el Día del Señor.
Pongamos énfasis,
durante el rezo del Ave María, al pedir a Nuestra Señora: “ruega ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén”.
2. Juicio
Después de la muerte viene el juicio. Se
trata de un juicio personal. Al final de los tiempos Jesucristo también juzgará
a todos los hombres de manera pública y universal.
San Pablo nos dice: “Qui iudicat,
Dominus est”. Leamos la cita completa, porque es interesante ver el contexto en
que el Apóstol dice esto.
“1 Así han de
considerarnos los hombres: ministros de Cristo y administradores de los
misterios de Dios. 2 Por lo demás, lo que se busca en los
administradores es que sean fieles. 3 En
cuanto a mí, poco me importa ser juzgado por vosotros o por un tribunal humano.
Ni siquiera yo mismo me juzgo. 4Pues
aunque en nada me remuerde la conciencia, no por eso quedo justificado. Quien me juzga es el Señor. 5 Por
tanto, no juzguéis nada antes de tiempo, hasta que venga el Señor: él iluminará lo oculto de las tinieblas y
pondrá de manifiesto las intenciones de los corazones; entonces cada uno recibirá
de parte de Dios la alabanza debida” (1 Cor 4, 1-5).
En primer
lugar, hay que decir que todos los
hombres somos “ministros de Cristo y administradores de los misterios de Dios”.
Hemos sido creados por Dios, para ser imagen de su Hijo. Nuestra tarea en el
mundo es “representar” a Cristo: ser otro Cristo, el mismo Cristo. Y lo que se
busca en los administradores es que sean
fieles. ¿A quién? A Cristo, a sus enseñanzas, a su estilo de vida, a su
Corazón.
Por lo
tanto, el juicio será sobre cómo nos hemos identificado con Cristo. Será más
santo, y digno de la alabanza de Dios, quien
se parezca más a Cristo.
Por otra
parte, San Pablo nos aclara que sólo
Dios es el que conoce a cada hombre en lo profundo, y quien lo puede
juzgar. Nosotros mismos no nos conocemos bien. Podemos permitir que se
oscurezca nuestra conciencia, culpablemente.
Nuestra
tarea, a lo largo de la vida, es tratar
de conocernos cada vez mejor, siendo muy sinceros y rectos con nosotros
mismos, con Dios y con los demás.
El juicio
es la hora de la Verdad. Entonces,
todo quedará al descubierto. Pero ya desde ahora podemos tratar de vivir siempre
en la Verdad para que, en el momento del juicio, no nos llevemos una sorpresa,
porque no nos conocíamos bien.
Nunca acabaremos de conocernos del todo,
pero si nuestra vida es recta; si procuramos que nuestras obras concuerden con
nuestros deseos e intenciones, entonces no hay qué temer.
La
realidad del juicio de Dios es una
llamada a vivir en la verdad, a buscar la verdad, a enseñar la verdad y a
estar dispuestos, si es preciso, a morir por la verdad. Y siempre, en la
caridad: “Veritatem facientes in caritate” (Ef 4, 5).
María es “Faro esplendente”, dice una de las
letanías del Santo Rosario. Es Nuestra Señora de la Luz. Ella nos ayudará a
caminar siempre en la Verdad de su Hijo.
3. Infierno y purgatorio
“Está establecido que los hombres mueran una
sola vez y luego viene el juicio” (Hb 9, 27). Y en este juicio
particular cada uno recibe conforme a lo que hizo durante su vida mortal (cfr.
2 Co 5, 10).
La
doctrina cristiana siempre ha dicho claramente que cada quien cosechará en la eternidad lo que en esta vida temporal habrá
sembrado.
La
sentencia del Juicio de Dios nunca es injusta o parcial, como con frecuencia
sucede en los juicios humanos. Ante Dios no
caben las apariencias, la hipocresía. Ante Dios resplandece la verdad en la
vida de cada hombre.
Por trágico
que parezca, puede haber personas en las que no se encuentre la verdad por ninguna parte. Es decir, personas que
han falseado su conciencia y han optado por vivir en la mentira. El Papa
Benedicto XVI lo explica muy bien en su Encíclica sobre la esperanza:
Puede
haber personas que han destruido
totalmente en sí mismas el deseo de la verdad y la disponibilidad para el amor.
Personas en las que todo se ha convertido en mentira; personas que han vivido
para el odio y que han pisoteado en ellas mismas el amor. Ésta es una perspectiva terrible, pero en
algunos casos de nuestra propia historia podemos distinguir con horror figuras
de este tipo. En semejantes individuos no
habría ya nada remediable y la destrucción del bien sería irrevocable: esto
es lo que se indica con la palabra infierno” (Spe salvi n. 45).
Los
Evangelios recogen palabras muy claras
de Jesús, que no pueden considerarse sólo como amenazas o como metáforas. El
Señor advierte de esta posibilidad terrible. Por ejemplo,
“Pero yo os digo:
todo el que se llene de ira contra su hermano será reo de juicio; y el que
insulte a su hermano será reo ante el Sanedrín; y el que le maldiga será reo del fuego del infierno (…). Si
tu ojo derecho te escandaliza, arráncatelo y tíralo; porque más te vale que se
pierda uno de tus miembros que no que todo tu cuerpo sea arrojado al infierno. Y si tu mano derecha te escandaliza,
córtala y arrójala lejos de ti; porque más te vale que se pierda uno de tus
miembros que no que todo tu cuerpo acabe
en el infierno” (Mt 5, 22.29-30).
Dios
quiere que todos los hombres se salven, pero quien muere en pecado mortal, sin arrepentirse, va al infierno (Catecismo
de la Iglesia Católica, n. 1033).
En cambio, quien se arrepiente, aunque hayan
sido muy grandes sus pecados, no va al infierno, sino al purgatorio.
El purgatorio es el “lugar” o el momento de la purificación. El papa
Benedicto, siguiendo a San Pablo en su Primera Carta a los Corintios, dice que
el fuego de Cristo, el día del Juicio, pondrá a prueba la calidad de la construcción
de cada uno:
«Aquel, cuya obra,
construida sobre el cimiento, resista, recibirá la recompensa, mientras que
aquel cuya obra quede abrasada sufrirá
el daño. No obstante, él quedará a
salvo, pero como quien pasa a través
del fuego» (1 Cor 3,12-15).
A partir de este texto, el Papa Benedicto
XVI afirma lo siguiente, sobre el
purgatorio:
“Algunos teólogos
recientes piensan que el fuego que arde, y que a la vez salva, es Cristo mismo,
el Juez y Salvador. El encuentro con Él es el acto decisivo del Juicio. Ante su
mirada, toda falsedad se deshace. Es el encuentro con Él lo que, quemándonos, nos transforma y nos libera para llegar a
ser verdaderamente nosotros mismos. En ese momento, todo lo que se ha
construido durante la vida puede manifestarse como paja seca, vacua
fanfarronería, y derrumbarse. Pero en el dolor de este encuentro, en el cual lo impuro y malsano de nuestro ser se
nos presenta con toda claridad, está la salvación. Su mirada, el toque de su
corazón, nos cura a través de una transformación, ciertamente dolorosa, «como a
través del fuego». Pero es un dolor
bienaventurado, en el cual el poder santo de su amor nos penetra como una
llama, permitiéndonos ser por fin totalmente nosotros mismos y, con ello,
totalmente de Dios” (Spe Salvi, 47).
Que la Virgen, Refugio de los pecadores, nos proteja y nos ayude a permanecer
siempre cimentados en el Fundamento sólido, que es su Hijo, Jesucristo.
4. Cielo
Jesucristo,
al final de su vida, cuando está en el Cenáculo con sus discípulos, les habla del Cielo. San Juan lo relata
de la siguiente manera:
“1 No se turbe vuestro corazón. Creéis en
Dios, creed también en mí. 2 En la casa de mi Padre hay muchas moradas. De lo contrario, ¿os
hubiera dicho que voy a prepararos un lugar? 3 Cuando me
haya marchado y os haya preparado un lugar, de nuevo vendré y os llevaré junto
a mí, para que, donde yo estoy, estéis
también vosotros. 4 Y adonde yo voy, ya sabéis el
camino” (Jn 14, 1-4).
En esto
consiste el Cielo: estar con Cristo.
El Papa Benedicto XVI, a quien hemos seguido en
algunos pasajes de su Encíclica sobre la
esperanza, dice:
“Por otro lado, puede haber personas purísimas, que se han dejado impregnar completamente
de Dios y, por consiguiente, están
totalmente abiertas al prójimo; personas cuya comunión con Dios orienta ya
desde ahora todo su ser y cuyo caminar hacia Dios les lleva sólo a culminar lo
que ya son” (Spe salvi, n. 45).
La Vida
eterna, el Cielo, el estar con Cristo es lo mismo que “dejarnos impregnar
completamente por Dios” y “estar totalmente abiertos al prójimo”.
Nuestra meta es la eternidad.
Vivimos en este mundo con los pies en la tierra, pero la cabeza en el Cielo. Ya ahora podemos experimentar la vida eterna en nosotros, mediante la gracia
de Cristo, que nos ha conseguido con su muerte y resurrección.
Y esto lo hacemos,
principalmente, durante la Santa Misa,
“corriente trinitaria de amor por los hombres” (San Josemaría Escrivá de
Balaguer). La Eucaristía es “prenda de la vida futura” (Himno O sacrum convivium).
El Cardenal Robert Sarah ha explicado maravillosamente cómo, ya en
esta vida, podemos saborear las alegrías del Cielo a través del silencio. Recogemos
aquí algunas citas suyas en su libro La Fuerza del silencio.
“En el Cielo no existe la palabra. Allá arriba los
bienaventurados se comunican sin palabras. Reina un inmenso silencio de contemplación, de comunión y de amor” (FS, p.
107).
“En la patria divina todas las almas están unidas a Dios. Se
alimentan de esa visión. Las almas se hallan enteramente poseídas por su amor a
Dios en un éxtasis absoluto. Existe un
inmenso silencio, porque para estar unidas a Dios las almas no tienen necesidad de palabras. La angustia, las
pasiones, los temores, el dolor, las envidias, los odios y las inclinaciones
desaparecen. Sólo existe ese encuentro de corazón a corazón con Dios. El Cielo es el corazón de Dios. Y ese
corazón siempre será silencio” (FS, pp. 107-108).
“El silencio del Cielo es un silencio de amor, de oración, de
ofrenda y adoración” (FS, p. 109).
“En el Cielo, las almas están
unidas a los ángeles y a los santos por medio del Espíritu. Por eso ya no existe palabra. Es un silencio
sin fin, envuelto en el amor de Dios. La
liturgia de la eternidad es silenciosa; las almas no tienen otra cosa que
hacer que asociarse al coro de los ángeles. Se hallan solamente en
contemplación. Aquí en la tierra
contemplar es estar ya en silencio. En el Cielo, en la visión de Dios, ese
silencio se convierte en un silencio de plenitud. El silencio de la eternidad
es un silencio de asombro y admiración” (FS, p. 112).
“La Iglesia sabe lo difícil que le resulta al hombre comprender el silencio de la
eternidad. En la tierra hay pocas cosas capaces de hacernos entender la
inmensidad del amor divino. En la misa y en la Eucaristía, la consagración y la
elevación son un pequeño anticipo del
silencio eterno. Si ese silencio alcanza verdadera calidad, somos capaces de
entrever el silencio del Cielo” (FS, p. 113).
“El recogimiento silencioso de
Cristo es una gran lección para la
humanidad. Desde el pesebre hasta la Cruz, el silencio está constantemente
presente, porque la cuestión del
silencio es una cuestión de amor. El Amor no se expresa con palabras: se
encarna y se convierte en un mismo Ser con aquel que ama de verdad (…). Si
queremos prolongar la obra de Cristo en este mundo, tenemos que amar el silencio, la soledad y la oración”
(FS, p. 118).
María, Mujer silenciosa, nos enseña cómo vivir aquí en a tierra, pero también ya en el
silencio del Cielo.
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