Comenzamos
hoy una serie de cinco “posts” en los que nos detendremos a reflexionar un poco
sobre los pilares en los que se apoyan
nuestra fe y nuestro amor.
Las
siguientes meditaciones nos pueden ayudar, por ejemplo, para hacer unos días de retiro espiritual, ya sea un en
un lugar apartado o, si no podemos, durante cinco días ordinarios (puede ser seguidos
o uno cada semana) en los que dediquemos
un tiempo para estar en silencio y plantearnos toda nuestra vida de cara a
Dios.
En muchos
países, especialmente en el hemisferio norte, comenzamos un nuevo curso y, después del tiempo de
vacaciones, conviene hacer un parón en
nuestra vida para preguntarnos qué nos pide el Señor y qué más podemos
darle.
1. Introducción
Quizá lo
primero que nos preguntamos es ¿por
dónde empiezo?, o también, ¿hacia dónde me dirijo; cuál es la meta de mi
vida? La respuesta es clara. Nos la ofrece San Pablo: “Mihi vivere Christus
est, et mori lucrum”. “Mi vivir es
Cristo y la muerte, una ganancia”.
Siempre tenemos que comenzar estando con Cristo y buscando conocerlo más y
mejor. En definitiva, nuestra vocación y nuestra misión en esta vida es
“vivir en Cristo”, porque para eso hemos sido creados y ese es nuestro fin.
Pero para
poder vivir en Cristo es necesario antes buscarlo. ¿Cómo? En el Pan y en la Palabra. En la Eucaristía y en la Sagrada
Escritura. Todo, en un clima de oración:
adorar, alabar, dar gracias… al Señor en la Sagrada Eucaristía. Y hacer oración
con las palabras de los Evangelios y de toda la Escritura, en las que
aprendemos a encontrarnos con la Palabra.
No se
puede alcanzar la conversión del corazón
si no dedicamos tiempo a escuchar la Voz del Espíritu en nuestro espíritu, mediante el silencio y el recogimiento
interior. Esta es la primera condición para dejar que el Espíritu Santo actúe y la llama de
Pentecostés continúe encendida en nuestra alma: la interioridad, la oración.
La segunda condición es el examen de
conciencia. San Agustín solía decir: “Gnoverim te, gnoverim me”. “Señor,
que te conozca y que me conozca”. Buscar a Dios y buscar también el propio
conocimiento. ¿Por qué? Porque la gracia
supone la naturaleza. Lo sobrenatural supone lo natural. Dios no construye
en el desorden, sino en el orden de una vida virtuosa. Es necesaria nuestra
participación para alcanzar la santidad. Sin Él no podemos nada, pero “Dios que te creó sin ti, no te salvará sin
ti” (San Agustín).
Hemos de conocernos para saber cómo somos, qué
heridas tenemos en el alma (consecuencias del pecado original y de nuestros
pecados personales), y cuáles son nuestras fortalezas humanas, para
aprovecharlas y disponer nuestra alma y nuestras potencias para que Dios llene de su Amor toda nuestra persona.
Somos libres para amar. Tenemos una
gran potencia, que es nuestra libertad. Tenemos toda la gracia que Dios nunca
niega a quien la pide con humildad. Lo que hace falta es mantener viva nuestra
esperanza y confiar en que estos días pueden ser un parte aguas en nuestra
vida, con la ayuda de Nuestra Madre.
2. Las verdades eternas. Llamada a ser
hijos de Dios
Lo
primero que hace cualquier persona al comenzar un nuevo trabajo es situarse. Se sitúa físicamente
—revisando dónde está su lugar de trabajo, cuál es su relación con las demás
áreas de la empresa— pero, sobre todo,
existencialmente: cuál es mi misión en esta institución, qué se espera de
mí, hacia dónde debo dirigirme en todo momento…
Nosotros
también debemos situarnos en el universo
creado, teniendo presente que estamos aquí porque Otro lo ha querido: Dios,
que creó el Cielo y la Tierra. Hay que
situarnos delante de Dios.
Dios creó al hombre, a los dos primeros
hombres (hombre y mujer) de los cuales descendemos todos los humanos. Y los
creó según un modelo: Cristo. Desde que Dios creó la primera nebulosa, ya tenía
presente la Crucifixión del Hijo (C.S. Lewis, El problema del dolor).
Dios creó al hombre como hijo suyo. Ya desde el principio lo
asimiló al Hijo: nos creó a su imagen y semejanza. Nos creó libres. El hombre no supo elegir el bien (lo veremos más
adelante) y quedó privado de la gracia, de la amistad con Dios. Pero, no quedó sin esperanza porque
inmediatamente después de su caída Dios le prometió al Salvador (cfr. Gen 3,
15).
Ahora,
después de la Encarnación de Cristo y de su Misterio Pascual, podemos
nuevamente, propiamente, llamarnos hijos
de Dios. Recibimos el don la
filiación divina en el Bautismo y por la fe. Y recuperamos la libertad de
los hijos de Dios, aunque tengamos que luchar arduamente para conquistarla y
acrecentarla cada día.
La
filiación divina —decía San Josemaría Escrivá de Balaguer— es nuestra verdad más honda. Y tienen una íntima relación con el amor que Jesús tenía por los niños. Al
menos en dos ocasiones les dijo a sus discípulos (aparecen en los tres evangelios
sinópticos) que el Reino de los Cielos
es solamente de los que se hacen como niños; de los que viven como hijos
pequeños de Dios, que acuden a su Padre (Abbá)
con la ternura, inocencia y sencillez de un niño.
El
Cardenal Ratzinger aseguraba que “quien
ha perdido la esencia de la infancia se ha perdido a sí mismo” (El Camino Pascual, BAC Popular, p. 81).
La orientación entera de la vida de Jesucristo se expresa en una palabra: Abbá, Padre amado.
Quizá
esta podría ser la conclusión de esta primera
reflexión: meditar en cómo procuramos hacernos cada día como niños delante
de Dios, teniendo presente estas palabras de San Ambrosio en su comentario al Evangelio de San Lucas, in loco:
“Por qué dice, pues [Jesús], que los niños son aptos para el
Reino de los Cielos. Quizá porque de ordinario no tienen malicia, ni saben
engañar, ni se atreven a vengarse; desconocen la lujuria, no apetecen las
riquezas y desconocen la ambición. Pero la virtud de esto no consiste en el
desconocimiento del mal, sino en su repulsa; no consiste en la imposibilidad de
pecar sino en no consentir el pecado. Por tanto, el Señor no se refiere a la
niñez como tal, sino a la inocencia que tienen los niños en su sencillez”.
3. ¿Qué es la santidad?
En el
Libro del Génesis se explica la vocación
del hombre a la santidad diciendo que Dios creó en el Paraíso el Árbol de la Vida. ¿Qué nos dice esta
palabra revelada? ¿Qué quiso Dios dar al hombre con ese árbol misterioso?
En una canción de Peter, Paul and Mary llamada
“All my trials”, hay una estrofa que dice lo siguiente:
“There is a
tree in Paradise,
The pilgrims call it the tree of life,
All my trials Lord, soon be over”.
The pilgrims call it the tree of life,
All my trials Lord, soon be over”.
El Árbol de la Vida, que estuvo en el
Paraíso era la Fuente de la Vida divina para los hombres. Era el árbol de la Gracia y la Amistad con Dios. Desde el principio
el hombre tuvo una gran intimidad con Dios, como hijo suyo. Dios, al crearlo lo
dotó de una tendencia fuertísima hacia Él. Realmente, el Árbol de la Vida
estaba, antes que nada, dentro del
hombre. El Catecismo de la Iglesia Católica lo expresa muy claramente
cuando dice que
“El deseo de Dios está
inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios
y para Dios; y Dios no cesa de atraer hacia sí al hombre hacia sí, y sólo en
Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar: La razón
más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la comunión
con Dios. El hombre es invitado al
diálogo con Dios desde su nacimiento; pues no existe sino porque, creado por
Dios por amor, es conservado siempre por amor; y no vive plenamente según la
verdad si no reconoce libremente aquel amor y se entrega a su Creador (GS 19,
1)” (Catecismo de la Iglesia Católica
n. 27).
Podemos
decir, por tanto, que “santidad” es sinónimo de “felicidad”. Ser santo es ser feliz, es realizar
plenamente aquello para lo que hemos sido creados: la Vida divina.
Todos los
hombres tenemos esa semilla puesta en
nuestro corazón: la aspiración hacia Dios, que es Verdad, Bondad, Belleza;
Camino, Verdad y Vida.
A lo
largo de la vida debemos alimentar
constantemente el afán de santidad buscando la felicidad en la vida
virtuosa. Las virtudes humanas y cristianas expresan el modo de ser de Cristo. Todas las virtudes están en su
máxima expresión en Jesucristo. Por eso la santidad es ser otro Cristo, el mismo Cristo,
como dice san Pablo.
La Reina
de la Virtudes es la Caridad. ¿Quién es
más santo? El que ama más a Dios y a sus hermanos. Ahí están encerrados
toda la Ley y los Profetas, como dijo Cristo al escriba que le preguntó en
dónde estaba la perfección.
María, Reina de todos los Santos, nos
ayudará a que nuestro “árbol de la vida” dé muchos frutos de auténtica vida
plena en Cristo.
4. El pecado
Además
del “Árbol de la Vida”, Dios puso en el Paraíso el “Árbol de la Ciencia del
Bien y del Mal”, es decir, dotó al
hombre de libertad.
La
libertad está esencialmente puesta para
gozar los frutos del Árbol de la Vida. Pero también en su esencia lleva
consigo la posible elección del mal. En otras palabras, Dios hizo libre al hombre para que amara, pero no lo obligó a amar:
dejó esta decisión, de una manera permanente, a su libre arbitrio. El pecado es
seguir el camino equivocado: escoger el mal en lugar del bien.
Lo
primero que nos preguntamos ante esta revelación del Génesis es ¿qué fue lo que llevó al hombre a pecar?
La respuesta también nos la da la Sagrada Escritura: la mentira del demonio, que es mentiroso y padre de la mentira.
Satanás engañó a nuestros primeros padres con la mentira más vieja que hay:
creer que el hombre puede vivir sin Dios (“seréis como dioses”).
En
definitiva, la raíz del pecado es el
amor propio:
“Dos amores han dado construido dos ciudades; el amor de sí
mismo hasta el desprecio de Dios, la terrenal; y el amor de Dios hasta el
desprecio de sí, la celestial. La primera se gloría en sí misma; la segunda se gloría en el Señor”
(San Agustín, De civitate Dei).
Adán y
Eva pudieron haberse fiado de Dios más que de las mentiras del diablo, pero no
lo hicieron. Su culpa fue muy grande
porque tenían todo para vencer. Pero tenían también la libertad para caer,
y cayeron. Ese pecado “original” es la causa del mal en el mundo. Toda la
humanidad ha vivido bajo esa culpa y ha sufrido sus consecuencias: el dolor, la
enfermedad, el desorden, la muerte…
Precisamente
la Encarnación del Señor tiene por fin
sanar esas heridas (la ignorancia, la malicia, la debilidad y la
concupiscencia). Jesús vino al mundo “propter nos homines et propter nostram
salutem”, decimos en el Credo.
Ahora,
aunque tenemos las heridas del pecado, también
tenemos la posibilidad de sanarlas por la gracia que Cristo nos consiguió
con su muerte, pasión y resurrección.
El Señor
vino al mundo para llamarnos a la conversión, es decir, para enseñarnos cómo podemos revertir las consecuencias del pecado:
siendo como niños, siendo humildes, siendo sinceros, confiando plenamente en
Él. Esto lo hacemos siempre que acudimos al Sacramento de la Penitencia que Él instituyó para sanar nuestra
alma, cada vez más.
La
Virgen, Refugio de los pecadores,
nos ayudará a poner los medios para que el Espíritu Santo nos purifique cada
vez más de todo lo que nos pueda apartar del amor a Dios.
5. La tibieza
La última
reflexión de este primer “día de retiro” es sobre la tibieza. ¿Por qué es importante meditar sobre este
tema?
La
tibieza es el estado de las almas que luchan contra el pecado mortal, pero no
luchan seriamente contra el pecado venial. No quieren perder la amistad con
Dios. Desean permanecer unidas a Cristo, pero permiten en su vida que el amor propio vaya echando raíces. No se
acaban de decidir a morir a sí mismas totalmente.
Esta
enfermedad del alma es muy común entre
los discípulos del Señor que, como suele decirse, tienen prendida una vela
a San Miguel y otra al Diablo.
La
tibieza tiene una característica: la falta de libertad interior. Se da
frecuentemente en las personas que “cumplen” sus obligaciones pero como
obligados por los preceptos y leyes, que ven como algo que no acaban de querer
y amar. En definitiva, el tibio es el
que no ha aprendido a amar. El que busca la felicidad en los bienes
terrenos o en sí mismo y no ha aprendido a buscarla sólo en Dios.
Quien no
está decidido a amar “totalmente” a Dios, tarde o temprano acabará amándose a
sí mismo. Los bienes caducos de esta vida son buenos pero engañosos. Dios
quiere que disfrutemos de las cosas de la tierra, pero con la condición de que no las convirtamos en ídolos: el éxito, la
fama, el dinero, la tranquilidad, la comodidad…
Por eso
para quitar la tibieza de nuestra vida es
necesaria la virtud de la sinceridad: el examen de conciencia hecho a
fondo, para detectar todo lo que nos puede apartar de Dios, y la rectitud de vida para buscar
solamente lo que a Dios agrada.
Si somos
rectos de corazón y sinceros veremos cómo amar más a Dios. La vida cristiana es
siempre “signo más”, es decir siempre “sí”. El Cardenal J. Ratzinger se pregunta: ¿Qué aprende Jesús de su
madre? Y responde
“Aprende el “sí”. No un “sí” cualquiera, sino la palabra “sí”,
que avanza siempre, incansablemente. Todo
lo que tú quieras, Dios mío; “he aquí la esclava del Señor; hágase en mí
según tu palabra”… Esta es la oración católica que Jesús aprendió de su madre
terrena (…), que estaba en el mundo antes que Él y fue inspirada por Dios para
pronunciar por primera vez esta palabra de la nueva y eterna alianza…” (El Camino pascual, p. 85).
Ese “sí”,
Nuestra Señora lo pronuncia en todas las
situaciones de su vida, hasta las más pequeñas e insignificantes. Todo lo
hace con amor. No hay ni una sombra de tibieza en su vida. Ella nos enseñará a ser generosos para aprender a amar plenamente a
Nuestro Dios, sin medida alguna.
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