Con el Quinto Misterio glorioso, La
Coronación de la Virgen, terminamos nuestra reflexión sobre los
Misterios del Rosario.
San Juan Pablo II, en su Carta
Apostólica Rosarium Virginis Mariae,
hace el siguiente comentario sobre los dos últimos misterios del Rosario:
“A esta gloria, que con la Ascensión pone a Cristo a la
derecha del Padre, sería elevada Ella misma con la Asunción, anticipando así,
por especialísimo privilegio, el destino reservado a todos los justos con la
resurrección de la carne. Al fin, coronada
de gloria -como aparece en el último misterio glorioso-, María resplandece como Reina de los Ángeles
y los Santos, anticipación y culmen de la condición escatológica del
Iglesia” (RVM, 23).
El
próximo miércoles, 22 de agosto, celebraremos la Fiesta de la Coronación de
Nuestra Señora como Reina de Cielos y Tierra. En estos próximos días, para
preparar esa festividad mariana, podemos
dirigir nuestra mirada interior al Cielo, la meta de todos nuestros anhelos:
el mismo Jesucristo, que nos introduce en la vida íntima de la Santísima
Trinidad.
“Los misterios gloriosos alimentan
en los creyentes la esperanza en la meta escatológica, hacia la cual se
encaminan como miembros del Pueblo de Dios peregrino en la historia. Esto les
impulsará necesariamente a dar un testimonio valiente de aquel "gozoso
anuncio" que da sentido a toda su vida” (RVM, 23).
Sobre el
5° misterio de gloria podemos tener en cuenta las consideraciones que hace Pedro Rodríguez en la Edición Crítica
del libro “Santo Rosario” de San Josemaría:
“La Asunción arranca de la tierra, es un acontecimiento que se
inicia en la historia y acaba en el Cielo. La Coronación, en cambio, es una realidad metahistórica, acontece
toda en la Gloria de Dios. Esta es la diferencia teológica del 5º Glorioso con
todos los demás misterios del Rosario. Lo vio muy bien fray Luis de Granada:
"Deste glorioso misterio –decía– no se puede señalar historia, por
consistir en la grandeza de gloria que por sus inmensos trabajos y
merecimientos le fue dada a la Madre de Dios y Señora nuestra la Virgen María.
Porque si el apóstol San Pablo dice (1Co 2, 9) que no hay capacidad humana que pueda
explicar la gloria que comúnmente da Dios a sus escogidos, ¿cuál será la que
dio a la que es más sancta que todos los santos y espíritus angélicos, y Madre
suya?" (Fray Luis DE GRANADA, Memorial
y guía, cap LVIII, pg 185. "Considera la dignidad de la Reina de todo
lo criado, la cual es Madre de Dios, cuya maternidad –dice el Evangélico doctor
Sancto Tomás– contiene dignidad casi infinita: y así es la mayor dignidad y privilegio de nuestra Señora. Y si la
honra de la Madre es honra del Hijo, ¿qué lugar le había de dar tal Hijo a tal
Madre en la gloria, sino esa su mano derecha, haciendo coro aparte con todos
los bienaventurados?" (ibídem,
pg 186).
Aunque
estemos comprometidos con las “realidades penúltimas” de esta tierra, nuestro
corazón no se satisface en ellas, y busca constantemente las “realidades últimas”, es decir, las que
son eternas.
“Señor me hiciste para Ti —dirá San Agustín—, y mi corazón
está inquieto hasta que descanse en Ti”.
San Juan Pablo II nos indica cuál es el
camino para poder llegar al descanso de Dios. Es el mismo camino que siguió
María. Aunque es una cita larga la que sigue, vale la pena leerla y meditarla
despacio, porque tiene un contenido
riquísimo. El Papa pone por título a este número de la Carta Apostólica
sobre el Rosario: “De los ‘misterios’ al ‘Misterio’: el camino de María.
“Los ciclos de meditaciones propuestos en el Santo Rosario no
son ciertamente exhaustivos, pero llaman
la atención sobre lo esencial, preparando el ánimo para gustar un
conocimiento de Cristo, que se alimenta continuamente del manantial puro del
texto evangélico. Cada rasgo de la vida de Cristo, tal como lo narran los
Evangelistas, refleja aquel Misterio que
supera todo conocimiento (cf. Ef 3, 19). Es el Misterio del Verbo hecho
carne, en el cual "reside toda la Plenitud de la Divinidad corporalmente"
(Co 2, 9). Por eso el Catecismo de la Iglesia Católica insiste tanto en los misterios de Cristo, recordando que "todo
en la vida de Jesús es signo de su Misterio" (Angelus del 29 de octubre 1978). El "duc in altum" de la
Iglesia en el tercer Milenio se basa
en la capacidad de los cristianos de alcanzar "en toda su riqueza la plena
inteligencia y perfecto conocimiento del Misterio de Dios, en el cual están
ocultos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia" (Co 2, 2-3). La
Carta a los Efesios desea ardientemente
a todos los bautizados: "Que Cristo habite por la fe en vuestros
corazones, para que, arraigados y cimentados en el amor [...], podáis conocer
el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que os vayáis llenando
hasta la total plenitud de Dios" (3, 17-19).
El Rosario promueve
este ideal, ofreciendo el 'secreto' para abrirse más fácilmente a un
conocimiento profundo y comprometido de Cristo. Podríamos llamarlo el
camino de María. Es el camino del ejemplo de la Virgen de Nazaret, mujer de fe,
de silencio y de escucha. Es al mismo tiempo el camino de una devoción mariana
consciente de la inseparable relación que une Cristo con su Santa Madre: los misterios de Cristo son también, en
cierto sentido, los misterios de su Madre, incluso cuando Ella no está
implicada directamente, por el hecho mismo de que Ella vive de Él y por Él.
Haciendo nuestras en el Ave María las palabras del ángel Gabriel y de santa
Isabel, nos sentimos impulsados a buscar siempre de nuevo en María, entre sus
brazos y en su corazón, el "fruto bendito de su vientre" (cf.Lc 1,
42)”.
Estas
últimas palabras del Papa son todo un
programa para nuestra vida: hacer nuestras las palabras del Ave María para,
a través de ellas, repetidas con amor a lo largo del Rosario, nos introduzcamos
en el Corazón Inmaculado de María y
nos consagremos totalmente a Ella para que la Virgen nos lleve a su Hijo.
Terminamos
con una consideración que hace San Juan Pablo II al final de su Carta sobre el
Rosario. Es consciente de la oscuridad que se cierne en los comienzos del Nuevo
Milenio, y desea acudir a Nuestra
Señora, Reina de la Paz.
“Las dificultades que presenta el panorama mundial en este
comienzo del nuevo Milenio nos inducen a pensar que sólo una intervención de lo Alto, capaz de orientar los corazones
de quienes viven situaciones conflictivas y de quienes dirigen los destinos de
las Naciones, puede hacer esperar en un futuro menos oscuro.
El Rosario es una oración orientada
por su naturaleza hacia la paz, por el hecho mismo de que contempla a
Cristo, Príncipe de la paz y " nuestra paz " (Ef 2, 14). Quien
interioriza el misterio de Cristo -y el Rosario tiende precisamente a eso-
aprende el secreto de la paz y hace de ello un proyecto de vida. Además, debido
a su carácter meditativo, con la serena sucesión del Ave María, el Rosario ejerce sobre el orante una acción
pacificadora que lo dispone a recibir y experimentar en la profundidad de
su ser, y a difundir a su alrededor, paz verdadera, que es un don especial del
Resucitado (cf. Jn 14, 27; 20, 21)” (RVM, 40).
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