En el tercer día de nuestras
reflexiones comenzamos a meditar directamente en la Vida del Señor: en su Vida oculta (3), en su Vida pública (4) y en
su Misterio Pascual (5).
Respecto a su Vida oculta meditaremos en los siguientes cuatro puntos: 1) La
Encarnación del Verbo, 2) La Pobreza de Cristo, 3) El trabajo de Jesús y 4) La
obediencia del Señor.
1.
La Encarnación del Verbo
En las meditaciones anteriores nos
hemos referido a Jesucristo muchas veces. No podríamos dejar de hacerlo, porque
Cristo es el “Camino, la Verdad y la Vida”. Él es el centro de la Creación. Es nuestro Modelo y, sobre todo,
nuestro Amor. En Él tenemos todos los
ideales de nuestra vida reunidos en una sola Persona.
Jesucristo
es Dios y Hombre. San Josemaría al leer en unos azulejos estas palabras, en
latín (“Iesus Christus, Deus et Homo”), decía: “me enamora esta inscripción”.
¿Cómo podemos conocer a Dios? Conociendo a Cristo. ¿Cómo podemos conocer al
hombre? Conociendo a Cristo.
Y, ¿cómo conocemos a Cristo? Leyendo y meditando el Evangelio, desde
el principio.
San
Lucas es quien recoge más datos de la infancia del Señor, quizá porque se
los contó directamente la Virgen en esos dos años en que estuvo preso San Pablo
en Cesarea (o en otro momento).
Vale la pena leer y releer despacio el relato de la Anunciación del Ángel a la
Virgen. Su lectura reposada nos traerá a la mente multitud de cosas,
inspiradas por el Espíritu Santo, que harán mucho bien a nuestra alma.
“26 En el
sexto mes fue enviado el ángel Gabriel de
parte de Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, 27 a una virgen desposada con un varón que se llamaba José, de la casa de David.
La virgen se llamaba María. 28 Y
entró donde ella estaba y le dijo: —Dios
te salve, llena de gracia, el Señor
es contigo. 29 Ella se
turbó al oír estas palabras, y consideraba qué podía significar este
saludo. 30 Y el ángel le dijo: —No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios: 31concebirás
en tu seno y darás a luz un hijo, y le
pondrás por nombre Jesús. 32 Será grande y será
llamado Hijo del Altísimo; el Señor
Dios le dará el trono de David, su padre, 33 reinará eternamente sobre la casa de
Jacob y su Reino no tendrá fin. 34 María le dijo al ángel: —¿De
qué modo se hará esto, pues no conozco varón? 35 Respondió el
ángel y le dijo: —El Espíritu Santo
descenderá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por
eso, el que nacerá Santo será llamado Hijo
de Dios. 36 Y ahí tienes a Isabel, tu pariente, que en su ancianidad ha concebido también un
hijo, y la que llamaban estéril está ya en el sexto mes, 37 porque
para Dios no hay nada imposible. 38 Dijo
entonces María: —He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra. Y
el ángel se retiró de su presencia” (cfr. Lc 1, 26-38).
La
narración es de una densidad extraordinaria. En ella se nos
revela quién es María, quién es Jesús. Prácticamente cada palabra lleva aneja una profundidad de significado sorprendente.
Se puede leer con provecho el comentario que hace la Biblia de Navarra a este
pasaje del Evangelio.
Sobre este pasaje se han escrito libros, se
han pintado cuadros, se han compuesto obras musicales. Pero, lo importante, es
que cada uno lo meditemos de modo personal. Descubriremos siempre luces nuevas y
mociones interiores que nos lleven al Amor de Dios.
2.
La Pobreza de Cristo
En el Evangelio todo ocurre con gran sencillez. Si seguimos la narración de San
Lucas, veremos a María, con prisas, de camino a las montañas de Judea. ¡Qué encantadora es la escena de la Visitación
a su prima Santa Isabel! ¡Cómo nos emociona ese relato de dos mujeres, una
joven y otra anciana, que se encuentran! Cada una lleva en sus entrañas a un
hombre. Isabel a Juan, coronamiento del Antiguo Testamento. Y María a Jesús, en
quien se cumplen las promesas al pueblo de Israel y a toda la humanidad.
Un poco más adelante, Lucas comienza
el capítulo 2° de su Evangelio con el
relato del Nacimiento del Salvador.
“1 En
aquellos días se promulgó un edicto de César Augusto, para que se empadronase
todo el mundo. 2 Este primer empadronamiento se hizo
cuando Quirino era gobernador de Siria. 3 Todos iban a
inscribirse, cada uno a su ciudad. 4 José, como era de la casa y familia de David, subió desde Nazaret,
ciudad de Galilea, a la ciudad de David llamada Belén, en Judea, 5 para
empadronarse con María, su esposa, que estaba encinta. 6 Y
cuando ellos se encontraban allí, le llegó la hora del parto, 7 y dio a luz a su hijo primogénito; lo
envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre, porque no había lugar para
ellos en el aposento. 8 Había unos pastores por aquellos
contornos, que dormían al raso y vigilaban por turno su rebaño durante la
noche. 9 De improviso un
ángel del Señor se les presentó, y la gloria del Señor los rodeó de luz. Y
se llenaron de un gran temor. 10 El ángel les dijo: —No
temáis. Mirad que vengo a anunciaros una
gran alegría, que lo será para todo el pueblo: 11 hoy
os ha nacido, en la ciudad de David, el Salvador, que es el Cristo, el
Señor; 12 y esto os
servirá de señal: encontraréis a un niño envuelto en pañales y reclinado en
un pesebre. 13 De pronto apareció junto al ángel una
muchedumbre de la milicia celestial, que alababa a Dios diciendo: 14 «Gloria
a Dios en las alturas y paz en la tierra
a los hombres en los que Él se complace»” (Lc 2, 1-14).
También esta narración nos debería
ayudar para quedarnos como extasiados
ante el mayor Misterio que ha presenciado el hombre: Dios se hace Niño.
El evangelio narra escuetamente el
nacimiento de Jesús. No obstante, no deja de subrayar dos detalles: el lugar
del nacimiento, Belén, y la pobreza y
desamparo materiales que lo acompañaron. Ambos son también lección de Dios
que se sirve de los sucesos de la historia humana para que se cumplan sus
designios (cfr. comentario de la Biblia de Navarra).
Una de las grandes lecciones del
Señor es su desprendimiento, su pobreza.
San Pablo dice que Dios, con extrema generosidad, se hizo pobre para que nos hiciéramos
ricos con su pobreza (cfr. 2 Cor 8, 9).
“Para nosotras la pobreza es
libertad”, decía la Madre Teresa de
Calcuta. Así debería ser para todos.
Lo pedimos a María, Mujer pobre pero inmensamente rica en amor
a Dios, porque el Señor la ha ensalzado enamorándose de su pequeñez.
3.
El trabajo de Jesús
Jesús
quiso nacer en una familia formada por un hombre y una mujer: José y María.
Es una familia que, desde el principio, se encuentra con innumerables dificultades: nacimiento del Señor, profecías de Simeón,
huida a Egipto y, por fin, establecimiento en Nazaret.
Y luego, sorprendentemente, Jesús permanece con sus padres durante 30
largos años. Entonces, esa edad era el promedio de vida de un hombre. ¿Y qué
hace el Señor? Trabajar. Todos lo conocían como “el hijo del artesano”.
No
había muchos medios en Nazaret. Todo era muy rudimentario. Pero en el
taller de José se respira un clima de
gozo enorme. Verdaderamente era un trocito de cielo aquel lugar bendecido
por Dios. ¡Qué suerte la de los habitantes de aquel pequeño poblado! ¡Convivir
con el Hijo de Dios!, que “todo lo hizo bien”.
Jesús
comenzó a hacer y luego a enseñar (“coepit facere et docere”). San Josemaría
solía decir que primero es la vida y luego el derecho. Hay que vivir,
experimentar…, para luego poder tener autoridad y enseñar lo que se ha
aprendido. Eso es lo que hace Jesús.
Trabajar,
se puede entender en un sentido más amplio. No sólo es ejercer una profesión.
Trabajar también es ocuparse de mil detalles de la vida diaria. Se puede decir
que estamos continuamente trabajando: pensando, hablando, haciendo cosas,
prestando servicios... Incluso el descanso es una ocupación que requiere de
menos esfuerzo quizá y nos prepara para seguir adelante con nuevas fuerzas.
“Dios creó el ave para volar y al hombre para trabajar” (cfr. Job 5,
7). Nuestro Salvador nos enseña cómo trabajar, cómo realizar bien,
acabadamente, aquello para lo que Dios nos ha creado.
Todos sabemos qué características tiene un trabajo bien hecho. Se han escrito, en
nuestra época, muchos libros para describir el trabajo de un hombre eficiente.
En realidad, todo lo que dicen es de sentido común: para trabajar bien hace
falta planear el trabajo, distribuirlo convenientemente durante el día,
utilizar los medios apropiados, practicar el orden espacial y temporal para
rendir más, saber coordinarse con los demás, poner creatividad en lo que
hacemos, etc.
Recuerdo haber oído en la radio, el
día de las secretarias, diez consejos
para ellas: para ser secretarias más eficientes y mejor valoradas.
Pero, al mismo tiempo, nos damos
cuenta de que el hombre no es un robot.
Tiene inteligencia, voluntad, libertad, sentimientos… Tiene también un lastre
originado por las consecuencias del pecado original. Por lo tanto, no basta tener
en cuenta todos los elementos físicos y psicológicos para trabajar mejor. Es necesario mirar al fin: ¿para quién
o para qué trabajamos? Un cristiano sólo pude dar una respuesta: para dar gloria a Dios. ¿Y, cómo damos
gloria a Dios? Trabajando bien y por amor: poniendo amor en el trabajo;
ofreciendo ese trabajo a nuestro Creador y Redentor, en un cántico de acción de
gracias.
El
mejor momento para hacer esto es la Misa: “Bendito seas Dios del universo
por este pan, fruto de la tierra y del trabajo del hombre”. Bendito seas Dios
del universo por este vino, fruto de la vid y del trabajo del hombre, que
recibimos de tu generosidad y ahora te presentamos”. “Bendito seas por siempre,
Señor”.
¿Cómo trabajaría María en Nazaret? ¿Cómo
trabajaría José? Ellos fueron los
maestros, en lo humano, del trabajo de Jesús, y también pueden ser los
nuestros, si contemplamos su vida oculta y sencilla y tratamos de imitarla.
4.
La obediencia del Señor
San Lucas hace un breve paréntesis
en los 30 años de la Vida oculta del Señor: la ocasión en que Jesús es llevado por sus padres a Jerusalén,
cuando tenía 12 años, y se separa de ellos en el Templo, para discutir con los
doctores de la Ley. María y José no advierte de su pérdida sino hasta el tercer
día.
Este pasaje del Evangelio es
misterioso. El mismo Jesús explica a sus
padres la razón de su aparente desobediencia:
“48 Al verlo se maravillaron, y
le dijo su madre: —Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira que tu padre y yo,
angustiados, te buscábamos. 49 Y él les dijo: —¿Por qué me
buscabais? ¿No sabíais que es necesario que yo esté en las cosas de mi Padre? 50 Pero ellos no comprendieron lo que les dijo.
51 Bajó con ellos, vino a Nazaret y les estaba sujeto. Y su madre guardaba todas estas cosas en su
corazón. 52 Y Jesús crecía en sabiduría, en edad y en
gracia delante de Dios y de los hombres" (Lc 2, 48-52).
El Señor desea hacer ver a María y
José que Él es el Hijo de Dios, y que debe
su obediencia sólo a su Padre. Pero San Lucas, inmediatamente después aclara
que bajó a Nazaret “y les estaba sujeto”.
En este episodio, el Señor nos da a
entender que todos los hombres somos libres. Hemos sido «llamados a la libertad» (Ga 5, 13). Dios nos llama a alcanzar «la libertad de la gloria de los hijos de
Dios» (Rm 8, 21), porque nos ha creado “a su imagen y semejanza” (Gen 1,
26). Con su gracia «Cristo nos ha
liberado» (Ga 5, 1).
Al mismo tiempo, es Jesús quien nos
recuerda que «Veritas liberabit vos,
la verdad os hará libres» (Jn 8, 32). Y la Verdad de la que habla el Señor es
la de la Cruz, la del Amor, la de la Entrega.
Por eso Santo Tomás de Aquino dice que «quanto aliquis plus habet de caritate,
plus habet de libertate». Cuanto más intensa es nuestra caridad, más libres
somos.
La
libertad de Jesús, en el Templo, es la condición de su “estar sujeto a sus
padres”, es decir, de su obediencia a quienes su Padre había puesto en la
tierra para cuidarlo y alimentarlo durante su vida en Nazaret. Jesús “está sujeto” por amor a su Padre
Celestial y a sus padres, María y José. De esta manera su obediencia no
solamente es un acto libre, sino además un acto liberador.
“Aunque a veces
algunas situaciones puedan hacernos sufrir, Dios se sirve con frecuencia de
ellas para identificarnos con Jesús. Como dice la carta a los Hebreos, Él «aprendió por los padecimientos la
obediencia» (Hb 5, 8) y trajo así la «salvación eterna para todos los que
le obedecen» (Hb 5, 9): nos trajo la libertad de los hijos de Dios. Aceptar las
limitaciones humanas que todos tenemos, sin renunciar a superarlas en la medida
de lo posible, es también manifestación
y fuente de libertad de espíritu” (Mons. Fernando Ocáriz, Carta del 9-I-2018, n. 9).
María, la esclava del Señor, nos enseña a valorar la obediencia y la
libertad de los hijos de Dios.
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