El domingo pasado fue la segunda ocasión en la que celebramos el Domingo de la Palabra, que instituyó el Papa Francisco en 2019. La proclamación de la Palabra está estrechamente relacionada con la profecía, de la que trata la Primera Lectura del próximo domingo (4º del tiempo ordinario).Paris Bordone (1500-1570), Cristo, Luz del mundo
«En aquellos días, habló Moisés al pueblo, diciendo: “El Señor Dios hará surgir en medio de ustedes, entre sus hermanos, un profeta como yo. A él lo escucharán”» (cfr. Deut 18, 15-20).
Moisés, al final de su vida, recuerda su encuentro con Yahvé en el Monte Sinaí. Los israelitas no querían entonces volver a oír la voz de Dios, ni ver su gran fuego, porque no querían morir. Yahvé dijo a Moisés:
«Está bien lo que han dicho. Yo haré surgir en medio de sus hermanos un profeta como tú. Pondré mis palabras en su boca y él dirá lo que le mande yo» (Ibidem).
Ese profeta sería Cristo.
Este texto nos dan pie para reflexionar sobre la verdadera profecía, que no tiene que ver directamente con la predicción del futuro, sino con el don recibido para proferir palabras de verdad, que vienen de Dios; es decir, para —con sabiduría— hablar todo lo que Dios quiere que conozcamos y necesitamos para nuestra salvación. Sin embargo, la profecía sí tiene, en sí misma, una dimensión escatológica que se relaciona con la esperanza.
En una entrevista que le hicieron al Cardenal Ratzinger en 1988, decía lo siguiente:
«Pienso que el aspecto escatológico —sin exaltación apocalíptica [nota del entrevisador: “parece que el Cardenal quiere desligarse de la 'exaltación apocalíptica', entendida como una actitud de espera inminente que genera ansiedad ante el futuro, y se fundamenta sólo en conjeturas e hipótesis personales”]— pertenece esencialmente a la naturaleza profética. Los profetas son aquéllos que exaltan la dimensión de la esperanza contenida en el cristianismo. Ellos son los instrumentos que hacen soportable el presente invitando a salir del tiempo, al cual le concierne lo esencial y lo definitivo. Este carácter escatológico, este impulso para superar el tiempo presente, forma parte por cierto de la espiritualidad profética».
Jesucristo es el Profeta esperado, porque anuncia el Evangelio, la Buena Nueva, con autoridad. Todas sus palabras están llenas de esperanza, especialmente al final, cuando habla con sus discípulos en el Cenáculo, y está cerca su Pasión.
En el Evangelio de la Misa del domingo, leemos un texto del Evangelio de San Marcos (1, 21-28).
«En aquel tiempo, llegó Jesús a Cafarnaúm y el sábado siguiente fue a la sinagoga y se puso a enseñar. Los oyentes quedaron asombrados de sus palabras, pues enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas».
Nosotros, que queremos ser discípulos de Cristo, también participamos del munus propheticum, del oficio profético. No sólo lo tienen los pastores en la Iglesia. También los fieles laicos lo ejercen cuando enseñan y dan a conocer la Palabra de Dios. El Espíritu Santo actúa y nos orienta para que no nos desviemos de la verdad.
Una madre de familia, cuando enseña a sus hijos a rezar; una catequista, que prepara a los niños para la Primera Comunión; un hombre maduro que se reúne con sus amigos para repasar los elementos centrales de nuestra fe… Todos ellos ejercen el ministerio profético (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 785).
La «autoridad» de Jesús le viene de ser el Hijo de Dios. Nuestra «autoridad», nos llega también por ser hijos de Dios: por participar de la filiación divina que hemos recibido, en Cristo, por nuestro Bautismo. Cuanto mejores recipientes seamos de las abundantes gracias que nos da el Señor, más autoridad tendremos. La autoridad es directamente proporcional a la santidad de la persona, a su amor a Dios.
En la entrevista, a la que hemos aludido antes, el Cardenal Ratzinger advierte sobre tres formas erróneas de entender la profecía, en la actual crisis de fe que pasa la Iglesia, y que podríamos resumir de la siguiente manera: 1ª) el peligro de buscar aquí en la tierra, con los puros medios humanos, la solución a todos los problemas (mesianismo secularista); 2ª) el peligro de huir del mundo y caer en un espiritualismo que se desentiende de las realidades temporales; 3ª) el peligro de refugiarse en exaltaciones apocalípticas, en el sentido en que se explica más arriba; es decir, dejándose llevar por la ansiedad ante los acontecimientos futuros, que imaginamos quizá de modo equivocado, sin confiar plenamente en la gracia de Dios.
La presencia serena de María, en nuestra vida, es garantía de permanecer con Cristo y colaborar con Én en su misión profética, en los tiempos en que nos ha tocado vivir.
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