Dios es Padre Nuestro. Mañana, en las
lecturas de la Misa, volveremos a recordar esta verdad fundamental de nuestra vida cristiana. Pero, ¿qué significa
esta verdad para nuestra vida diaria?
Miguel Ángel Buonarroti (1495-1564). La creación del hombre. Capilla Sixtina. |
Hace poco
escuché la reflexión de un sacerdote,
que explicaba la vida cristiana resumida en tres puntos principales. Me pareció muy sugerente y ahora, que
comentamos los textos litúrgicos del Domingo
17° del Tiempo Ordinario (Ciclo C), pienso que puede ayudar a nuestros
lectores.
El primer punto es recordar lo que
constituye el fundamente de nuestra vida: que Dios es Creador, y ha creado el mundo de la nada; y que toda la
creación del universo tiene un punto culminante: las creaturas espirituales
(los ángeles y los hombres, que además tenemos un cuerpo material). Y, sobre
todo, la Encarnación de Jesucristo,
Hijo de Dios, verdadero Dios y verdadero hombre. A partir de ahora nos
centramos en la creación del hombre.
La creación del hombre, como ser espiritual,
represente algo verdaderamente nuevo. ¿Por qué? Porque el hombre es libre y sus
actos libres están, cada uno de ellos, llenos de novedad. Todo lo demás de la
creación sigue las leyes de la concatenación de los procesos de la materia, que
no son libres.
Esta
realidad la expresamos diciendo que Dios
creó al hombre a su imagen y semejanza. Es decir, como creatura espiritual
y libre. Al mismo tiempo, sabemos por la doctrina revelada que Dios elevó al
hombre al orden sobrenatural, desde el principio, y quiso que fuese hijo suyo,
que participara íntimamente de su naturaleza divina.
Esta realidad es la base de todo lo demás
en la vida cristiana. Es el fundamente al que siempre hay que volver: somos hijos de Dios, creaturas amadas
por Dios, elegidas desde toda la eternidad para recibir sobreabundantemente el
Amor de Dios. Él tiene la iniciativa. Está deseando que nos abramos a su Amor y
nos ofrece todas las oportunidades imaginables para que lo hagamos en cada
instante de nuestra vida.
Vale la
pena tener presente siempre esta primera gran verdad que marca toda nuestra
vida: es nuestra verdad más profunda, fuente de confianza
Recientemente
celebrábamos la fiesta de Santiago apóstol, a quien se le apareció la Virgen,
en carne mortal, en Zaragoza, el 2 de enero de 1940, como asegura la
inmemorable tradición. En la colecta de
la Misa de la Virgen del Pilar pedimos a Dios, por intercesión de Nuestra
Señora, que nos “fortaleza en la fe, seguridad en la esperanza y constancia en
el amor”. Las tres virtudes teologales surgen de la confianza que tenemos al saber que somos hijos de Dios.
El segundo punto de nuestra reflexión, o
segunda característica esencial de la vida cristiana es la necesidad de la lucha: “Dios que te creó sin ti, no te
salvará sin ti” (San Agustín).
La fe cristiana está en el centro de dos
errores que muchos han seguido en la historia: el pelagianismo y el
protestantismo. La primera herejía busca poner la confianza en las fuerzas
humanas, como si no fuera necesaria la ayuda de la gracia. La segunda herejía
cae en el error opuesto: creer que no hace falta el esfuerzo humano para
salvarse y que Dios es quien lo hace todo.
Nuestra fe nos alienta a no caer en esos
extremos. Para alcanzar la salvación es absolutamente necesaria la gracia
de Dios (que, en cierta manera, lo hace todo). Pero también es necesaria la
aceptación libre del hombre, que se manifiesta en lo que llamamos “lucha”. Es
decir, en la necesidad de poner los medios para abrirnos a la gracia y dejar
que Dios haga su obra en nosotros.
El pecado es, precisamente, la cerrazón
humana a la gracia de Dios. Es, libremente y voluntariamente, rechazar el
amor de Dios y preferir un bien particular, engañados por el amor propio.
La lucha ascética es necesaria. En
primer lugar para quitar todo lo que
estorba y que nos impide recibir el amor de Dios: las reliquias del pecado
original en nuestra alma, y también los frutos de los pecados personales. Es
toda una labor de purificación la que tenemos que llevar a cabo en nuestra
alma. Dios nos ayuda a purificarnos con su Providencia sapientísima. Pero
también nosotros tenemos que descubrir el desorden de nuestra vida para ir quitando
todo lo que nos aparta de Dios.
En
segundo lugar, la lucha ascética es un
ejercicio diario para ir adquiriendo las virtudes cristianas (humildad,
prudencia, justicia, fortaleza, templanza, etc.), que no son más que las
actitudes que vemos en la vida de Jesucristo. Él es el Camino, la Verdad y la
Vida. La santidad consiste en ser otros Cristos,
el mismo Cristo, por la oración, la meditación del Evangelio y la imitación de
Nuestro Redentor.
Toda esta
actividad la llevamos a cabo, desde luego, impulsados por la fuerza del Espíritu Santo.
Finalmente,
está el tercer punto importante en
nuestro camino a la santidad: confiar en
la misericordia de Dios. Aunque seamos hijos de Dios y luchemos
valientemente en la batalla en la que Él nos ha colocado, mientras estamos en
esta vida no conseguiremos la victoria final, sino que experimentaremos
constantemente nuestra flaqueza: llevamos
con nosotros un gran tesoro, pero somos vasijas de barro.
Y por eso es indispensable siempre contar
con la Misericordia de Dios, que es Padre, desea que luchemos para seguir
las huellas de su Hijo, pero nos brinda su Perdón a través del Espíritu Santo,
que ha sido derramado para la remisión de los pecados (cfr. Fórmula de la
absolución en el sacramento de la penitencia).
En las lecturas del Domingo 17° del Tiempo
Ordinario (Ciclo C), meditamos cómo Dios está siempre dispuesto a perdonar,
pero es necesario el arrepentimiento del hombre (cfr. Primera Lectura, en la
que se narra la historia de Sodoma y Gomorra).
Cristo canceló todas nuestras deudas y
las clavó en la Cruz (cfr. Segunda Lectura), y enseñó a sus discípulos a orar
al Padre (de Cristo y nuestro también) para que nos perdone nuestros pecados,
porque estamos dispuestos a perdonar las ofensas de los demás (cfr. el Evangelio
de la Misa).
En la vida diaria, nos puede ser muy útil
tener presentes los tres puntos sobre los que hemos meditado: 1) somos
hijos de Dios, 2) destinados a luchar hasta el último instante, y 3)
conocedores de que, a pesar de nuestras caídas, nos podemos levantar siempre:
basta que pidamos perdón sinceramente a Dios, porque su Misericordia es eterna.
María, Madre de bondad y misericordia,
nos enseñará a permanecer fuertes en la fe, seguros en la esperanza y
constantes en el amor.
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