sábado, 8 de diciembre de 2018

La Inmaculada Concepción


Los tres textos fundamentales que nos presenta hoy la liturgia de la palabra en la Solemnidad de la Inmaculada Concepción de Nuestra Señora están mutuamente relacionados.

Bartolomé Esteban Murillo - Inmaculada Concepción del Escorial  

Se pueden resumir en estas tres palabras: Gracia (2ª Lectura), Pecado (1ª Lectura) y Gracia (Evangelio). Dios nos creó para ser santos en su presencia. El hombre, libremente, se desvió del de Dios. Dios ofrece al hombre la reparación del pecado y la vuelta a la gracia, a través de María, en Jesucristo.

El Salmo responsorial es un canto de acción de gracias y alabanza al Señor por los dones que nos concede continuamente: “Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas” (Salmo 98).

Veamos las frases centrales de las tres lecturas.

“Él [Dios Padre] nos eligió en Cristo antes de la fundación del mundo para que fuésemos santos e intachables ante él por el amor. Él nos ha destinado por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, a ser sus hijos, para alabanza de la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en el Amado [Jesucristo]” (cfr. Ef 1, 3-6.11-12).

Con estas palabras de la 2ª Lectura, por medio de san Pablo, el Espíritu Santo nos revela que el plan de Dios fue, desde antes de la creación del mundo (del Big Bang”), que los hombres que Él crearía (en su cuerpo —por medio de la evolución del mundo cread—, y en su alma por creación directa de Dios en cada caso), desde el principio estaríamos destinados a la santidad y a la vida de la gracia, como hijos queridísimo suyos, por medio de Jesucristo.

Es decir, en Cristo, desde el principio, fuimos destinados a participar de la Verdad, del Bien, de la Belleza, del Amor de Dios… Esto es lo que se nos ha revelado también en los primeros capítulos del Génesis con la historia de Adán y Eva (1ª Lectura).

Después de comer Adán del árbol, el Señor Dios lo llamó y le dijo: «¿Dónde estás?». Él contestó: «Oí tu ruido en el jardín, me dio miedo, porque estaba desnudo, y me escondí» (cfr. Gn 3, 9-15.20).

Cuando Dios infundió el espíritu en los primeros hombres (en cada uno de ellos), eran buenos: vivían en la gracia de Dios, el mal no tenía poder sobre ellos. Ese era el plan de Dios. Tenían unas características del todo excepcionales: los dones preternaturales (integridad, ciencia infusa, inmortalidad, impasibilidad). No estaban heridos en su naturaleza como sucedió desde el momento en que decidieron apartarse del plan de Dios (con las heridas de la ignorancia, la malicia, la concupiscencia y la debilidad).

El pecado de los primeros hombres introdujo el mal en el mundo. Ellos fueron responsables de este “desastre” ecológico y cósmico (porque influyó, de alguna manera en toda la naturaleza creada) en el que vivimos. Ellos fueron los responsables de que sus descendientes (nosotros) tengamos esa “gota de veneno” en nuestra naturaleza caída, que es la tendencia al pecado (la concupiscencia).

Sin embargo, la tradición siempre ha visto a nuestros primeros padres como santos, porque, finalmente, se arrepintieron de su pecado, repararon por él y ahora gozan de la bienaventuranza eterna.

Después del pecado original, los hombres tenemos una naturaleza caída, herida por el pecado y con la tendencia al pecado. Es decir, a escoger el camino del mal (egoísmo, rencores, odios, resentimientos, amargura, etc.) en lugar del camino del bien (valentía, sacrificio, verdad, sentido de compromiso y responsabilidad, búsqueda del bien para los demás, etc.).  

Pero Dios previó que, en los últimos tiempos, el Hijo se encarnara y se hiciera hombre, como nosotros, excepto en el pecado. Y lo hizo así para reparar nuestras culpas, de la manera más sublime y perfecta que es manifestar su gran Amor por el hombre hasta el extremo de dar la vida. Ese es el mayor Sacrificio: el de un Padre que ofrece a su Hijo, totalmente inocente, que es injustamente condenado a muerte.
   
En su Plan Redentor, Dios quiso que Jesucristo naciera, como los demás hombres, de una Madre. María representa a la nueva humanidad redimida y, por eso, Dios quiso que estuviera completamente libre de pecado desde el momento de su concepción. Por eso leemos estas palabras en la Lectura del Evangelio (Lc 1, 26-30): El ángel, entrando en su presencia, dijo: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo».

El Papa Benedicto XVI, expresó brevemente, pero con gran profundidad, todo lo anterior en el Ángelus del 8 de diciembre de 2012, dos meses antes del fin de su pontificado. Ese día era sábado, como el día de hoy. Las negritas son nuestras.

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Queridos hermanos y hermanas:

Os deseo a todos feliz fiesta de María Inmaculada. En este Año de la fe desearía subrayar que María es la Inmaculada por un don gratuito de la gracia de Dios, que encontró en Ella perfecta disponibilidad y colaboración. En este sentido es "bienaventurada" porque "ha creído" (Lc 1, 45), porque tuvo una fe firme en Dios. María representa el "resto de Israel", esa raíz santa que los profetas anunciaron. En ella encuentran acogida las promesas de la antigua Alianza. En María la Palabra de Dios encuentra escucha, recepción, respuesta; halla aquel "sí" que le permite hacerse carne y venir a habitar entre nosotros. En María la humanidad, la historia, se abren realmente a Dios, acogen su gracia, están dispuestas a hacer su voluntad. María es expresión genuina de la Gracia. Ella representa el nuevo Israel, que las Escrituras del Antiguo Testamento describen con el símbolo de la esposa. Y san Pablo retoma este lenguaje en la Carta a los Efesios donde habla del matrimonio y dice que "Cristo amó a su Iglesia: Él se entregó a sí mismo por ella, para consagrarla, purificándola con el baño del agua y la palabra, y para presentarse a Él mismo la Iglesia toda gloriosa, sin mancha ni arruga ni nada semejante, sino santa e inmaculada" (Ef 5, 25-27). Los Padres de la Iglesia desarrollaron esta imagen y así la doctrina de la Inmaculada nació primero en referencia a la Iglesia virgen-madre, y sucesivamente a María. Así escribe poéticamente Efrén el Sirio: "Igual que los cuerpos mismos pecaron y mueren, y la tierra, su madre, está maldita (cf. Gn 3, 17-19), así, a causa de este cuerpo que es la Iglesia incorruptible, su tierra está bendita desde el inicio. Esta tierra es el cuerpo de María, templo en el cual se ha puesto una semilla" (Diatessaron 4, 15: SC 121, 102).

La luz que promana de la figura de María nos ayuda también a comprender el verdadero sentido del pecado original. En María está plenamente viva y operante esa relación con Dios que el pecado rompe. En Ella no existe oposición alguna entre Dios y su ser: existe plena comunión, pleno acuerdo. Existe un "sí" recíproco, de Dios a ella y de ella a Dios. María está libre del pecado porque es toda de Dios, totalmente expropiada para Él. Está llena de su Gracia, de su Amor.

En conclusión, la doctrina de la Inmaculada Concepción de María expresa la certeza de fe de que las promesas de Dios se han cumplido: su alianza no fracasa, sino que ha producido una raíz santa, de la que ha brotado el Fruto bendito de todo el universo, Jesús, el Salvador. La Inmaculada demuestra que la Gracia es capaz de suscitar una respuesta; que la fidelidad de Dios sabe generar una fe verdadera y buena.

Queridos amigos: esta tarde, como es costumbre, me acercaré a la Plaza de España al homenaje a María Inmaculada. Sigamos el ejemplo de la Madre de Dios, para que también en nosotros la gracia del Señor encuentre respuesta en una fe genuina y fecunda.



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