En este domingo, XXXII del TO, la Iglesia nos
presenta, en la Liturgia de la Palabra, la historia de dos viudas pobres, que
nos dan un ejemplo admirable de fe.
La primera vivió en Sarepta, una ciudad
del actual Líbano, en el siglo IX antes de Cristo. Era muy pobre. Tenía un
hijo. Había sufrido casi tres años de escasez, por la falta de lluvia en todo
el país.
Un día, nos cuenta el Primer Libro de los
Reyes, estaba recogiendo leña a las puertas de la ciudad. En eso, ve que
llega un extranjero del sur: era el profeta Elías, que había sido enviado ahí
por Dios.
Los orientales están llenos de hospitalidad
y, cuando el profeta le pide que le dé un poco de agua para beber, ella deja su
ocupación se apresura a hacerlo. Pero Elías le pide, además, algo para comer.
Entonces ella le revela toda su penuria: no tiene más que un poco de harina y
aceite para hacer un panecillo y pensaba dividirlo con su hijo, y luego
prepararse para morir, porque no lo queda nada más.
Elías le pide que tenga fe y le dice,
en nombre del Dios de Israel, que no le faltará el sustento y es generosa y le
da a él todo lo que tiene.
Es sorprendente la fe de esta pobre viuda
que escucha al profeta, ve en él a un enviado de Dios, y está dispuesta a
confiar en él (y sobre todo en Dios), y deja vacía la orza de harina y la
alcuza de aceite para dar de comer al forastero.
Dios le premió su fe porque, a partir
de entonces, de modo milagroso, no se vaciaron la orza ni la alcuza, hasta que
volvió a llover en aquellas tierras.
La otra viuda vivió ochocientos años
después, en Jerusalén. También era pobre y pasaba necesidad. La Ley de moisés
preveía que se ayudará a las viudas y a los huérfanos. Pero ella no tenía ni lo
necesario para vivir. En cambio, muchos fariseos, escribas y doctores de la Ley
acumulaban dinero y eran insensibles a las necesidades de sus hermanos más
pobres.
San Marcos nos cuenta como Jesús había
llegado a Jerusalén para sufrir su Pasión y Muerte en la Cruz. Vivía en
Betania y, en aquella última semana de su vida en la tierra, se alojaba en la
casa de sus amigos Lázaro, Marta y María. Pero todos los días iba a la Ciudad
Santa para predicar en el Templo sus últimas enseñanzas a los judíos.
Uno de aquellos días, después de hablar
a los judíos de distintos temas, entre ellos de la necesidad de que fueran más
humildes y vivieran mejor la caridad con los pobres y necesitados, se sentó
delante del gazofilacio, la alcancía en la que ponían sus donativos los judíos
para la manutención del Templo.
El Señor observaba a la gente que
pasaba por ahí. Él veía el dinero que echaban en la hucha pero, sobre todo, se
fijaba en su corazón. Jesús sabía perfectamente lo que había en cada hombre.
Los más ricos echaban mucho dinero, pero muchos de ellos no lo hacían con
rectitud de corazón, sino por vanidad o por quedarse tranquilos ellos mismos
con su conciencia. No lo hacían por amor a Dios y daban de lo que les sobraba. No
hacían un verdadero sacrificio. Su ofrenda no era agradable a Dios, que mira
las intenciones más profundas del alma.
En cambio, el Señor se fijó en la viuda
pobre que, desconocida e insignificante, sin que nadie le diera importancia
y oculta a los ojos de los hombres, había guardado dos blancas o pequeñas
monedas, que hacían un cuadrante y no tenían ningún valor material. Pero esas
moneditas era lo único que la viuda poseía.
Aquella viuda tenía un gran amor a Dios.
Iba al templo todos los días. Era parecida a Ana, aquella mujer que había
recibido a Jesús el día de la Purificación de Nuestra Señora y que era una
mujer anciana y llena de Dios.
La viuda hace su ofrenda y da todo lo
que tiene. Jesús se fija en ella y llama a los discípulos que están cerca de él,
descansando también, y les pide que
miren a la viuda: que sepan valorar lo que realmente tiene valor y no se queden
en las apariencias de tener más estima por todos los hombres “importantes” que
daban mucho dinero para el Templo.
Jesús aprecia mucho más el donativo de la
viuda, porque ha dado todo lo que tiene.
Es una enseñanza maravillosa del Señor
que nos invita a ser generosos, a confiar en Dios y a entregar nuestra vida
totalmente y sin reservas, confiando plenamente en que nunca nos faltará la
protección del Señor en nuestra vida si actuamos así.
Vivir de fe. Abandonarnos en Dios.
Confiar en Él. Ese es el camino. Ese es el estilo de vida que quiere el Señor
para sus discípulos.
En la Segunda Lectura, leemos en la
Carta a los Hebreos acerca de la Misa, único Sacrificio, que Jesús ofreció una
sola vez en el Calvario. Cuando participamos de este Sacrificio nos unimos al
Sacrificio de la Cruz. Es la mejor ofrenda. Nosotros damos todo lo poco que
tenemos (dos moneditas, como la viuda del Templo), pero eso adquiere un valor
infinito al unirse al Sacrificio de Cristo.
Hoy le pedimos a Nuestra Madre, Auxilio
de los cristianos, Refugio de los pecadores, Consoladora de los afligidos, que purifique
nuestro corazón y lo haga grande y generoso para confiar en Dios y estar
dispuestos a darlo todo porque ¡vale la pena! ponernos en sus manos.
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