Antiguamente, la Ascensión del Señor se celebraba el jueves precedente al Séptimo Domingo de Pascua. Era una fiesta de precepto. La vida moderna ha llevado a que, en la mayoría de los países, se celebre el domingo anterior a Pentecostés. Celebrar esta Solemnidad el jueves tiene la ventaja de que nos unimos a lo que sucedió realmente en la historia: que el Señor subió a los Cielos diez días antes de la venida del Espíritu Santo.
En 1932, se publicó el «Decenario al Espíritu Santo», un libro de Francisca Javiera del Valle (1856-1930), mujer humilde que vivía en Palencia, España. Se trata de una escritora mística. Nacida en el seno de una familia humilde, que quedó huérfana de padre a los dos años de edad. Convivió con su madre y dos hermanastros en medio de grandes necesidades económicas que forzaron a interrumpir su formación escolar. Desde 1868 trabajaba en un taller de sastrería. Según sus propias palabras, sufrió una conversión entre 1874 y 1875, sintiendo un intenso deseo de dedicarse a la vida espiritual. Más tarde, consiguió en 1880 un trabajo más estable como costurera del colegio de los jesuitas de Carrión de los Condes. Al morir su madre en 1892, puede entregarse sin trabas a su proyecto de vida interior, que cumple fielmente hasta su muerte.
En 1918, Francisca Javiera del Valle abandonaba el costurero de los jesuitas, así como el cuidado de los niños de la Escuela apostólica del que había sido encargada desde 1903 por sus protectores, la familia de María Ballesteros. Con ésta, fundadora del Carmelo de Carrión, colaboró activamente durante los últimos años de su vida.
Esta breve biografía de la autora del Decenario nos puede ayudar a valorar más esta obra, como lo hizo San Josemaría Escrivá, que leyó y meditó este tesoro de la espiritualidad, de modo que influyó mucho en su devoción al Gran Desconocido.
Pero ya meditaremos más la próxima semana en la devoción al Espíritu Santo. Hoy podemos centrarnos en la Solemnidad que celebramos: La Ascensión del Señor a los Cielos, que está íntimamente relacionada con Pentecostés.
¿Por qué? Porque Jesús se va, pero también se queda por medio del Espíritu, más cerca de nosotros incluso que de los apóstoles cuándo podían verlo y escucharlo durante su vida terrena. El Espíritu Santo hará posible, en todos y cada uno de los hombres, a lo largo de la historia, que la vida de Cristo se haga presente. Por el Espíritu Santo, se hace posible también la presencia eucarística y el nacimiento de la Iglesia.
La Ascensión es un acontecimiento de profunda alegría para los que estaban en el monte en que tuvo lugar y pudieron presenciarla. Parecería que los apóstoles estarían tristes porque ya no volverían a ver a Jesús, pero no es así. Estaban contentos porque, a partir de entonces, experimentan una cercanía mayor de Cristo, que está a la Derecha del Padre pero también a nuestro lado: intimior intimo meo, como decía San Agustín (más íntimamente que yo mismo).
Benedicto XVI expresaba esta realidad con gran profundidad.
«La Ascensión del Señor es un momento de intensa alegría para los Apóstoles, a pesar de que se separan del Señor, porque, a partir de ese momento, Jesús se convierte en el puente definitivo entre Dios y los hombres. El triunfo de Cristo no se completó en la Resurrección, sino en su Ascensión ad dexteram Patris, que ha de ser también objeto de honda meditación: quæ sursum sunt quærite, ubi Christus est in dextera Dei sedens (Col 3, 1)».
El año 2015, Benedicto XVI dijo, en la homilía que pronunció en el día de la Ascensión, que «el cielo no indica un lugar sobre las estrellas, sino algo mucho más intrépido y sublime: indica a Cristo mismo, la Persona divina que acoge plenamente y por siempre a la humanidad, Aquél en el que Dios y hombre están para siempre inseparablemente unidos. Y nosotros nos acercamos al cielo, es más, entramos en el cielo, en la medida en que nos acercamos a Jesús y entramos en comunión con Él. Por lo tanto, la solemnidad de la Ascensión nos invita a una comunión profunda con Jesús muerto y resucitado, invisiblemente presente en la vida de cada uno de nosotros».
Comunión profunda con Jesús, a través de Nuestra Señora que durante el Decenario previo a Pentecostés, ocupaba un lugar destacado en la naciente Iglesia: «Todos ellos perseveraban en la oración, con un mismo espíritu en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos» (Hechos 1, 12-14).
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