La Iglesia se viste con ornamentos de color de rosa en señal de su inmensa alegría, cuando ya se acercan los Días Santos.
«Alégrate, Jerusalén, y que se reúnan cuantos te aman. Compartan su alegría los que estaban tristes, vengan a saciarse con su felicidad» (Antífona de entrada del Cuarto Domingo de Cuaresma).
Los israelitas que iban hacia Jerusalén, entonaban los 15 Cantos graduales, o de subida. Son 15 salmos que manifiestan el gran gozo de llegar a la Ciudad Santa. Jesús, que desde hacía 6 meses había recorrido el camino de «subida» a Jerusalén, también está gozoso, porque se acerca la Hora de la Redención.
«¡Este es el Día que ha hecho el Señor, gocémonos y alegrémonos en él!» (Salmo 118, 24).
Terminado el destierro de Babilonia, el Rey Ciro permite regresar a todos los judíos a Jerusalén. Es un retorno gozoso de todo el pueblo.
«Así habla Ciro, rey de Persia: El Señor, Dios de los cielos, me ha dado todos los reinos de la tierra y me ha mandado que le edifique una casa en Jerusalén de Judá. En consecuencia, todo aquel que pertenezca a este pueblo, que parta hacia allá, y que su Dios lo acompañe» (2 Crónicas, 36, 14-16, 19-23; cfr. Primera Lectura de la Misa).
Todos los cristianos nos alegramos de ir a Jerusalén y, sobre todo, de saber que algún día llegaremos a la Nueva Jerusalén (Cielos Nuevos y Nueva Tierra) y a la Jerusalén Celestial (Reino Celestial).
«Junto a los ríos de Babilonia nos sentábamos a llorar de nostalgia; de los sauces que estaban en la orilla colgamos nuestras arpas. Aquellos que cautivos nos tenían pidieron que cantáramos. Decían los opresores: “Algún cantar de Sión, alegres, cántennos”. Pero, ¿cómo podríamos cantar un himno al Señor en tierra extraña? ¡Que la mano derecha se me seque, si de ti, Jerusalén, yo me olvidara! ¡Que se me pegue al paladar la lengua, Jerusalén, si no te recordara, o si, fuera de ti, alguna otra alegría yo buscara!» (cfr. Salmo 136; salmo responsorial de la Misa).
Este cántico es siempre materia de oración para un alma que espera la Gloria de Dios y el cumplimiento de sus promesas.
San Pablo, en la Segunda Lectura de la Misa (cfr. Ef 2, 4-10), subraya una y otra vez que la salvación que tenemos es un don de Dios. «Con Cristo y en Cristo», repite dos veces, hemos sido salvados. Por la gracia y mediante la fe.
«Porque somos hechura de Dios, creados por medio de Cristo Jesús, para hacer el bien que Dios ha dispuesto que hagamos» (Ibidem).
¿Cuál es el bien que Dios ha dispuesto que hagamos? Jesús lo dice a Nicodemo en el Evangelio de la Misa.
«Así como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea en él tenga vida eterna» (Jn 3, 14-21).
Más adelante en su Evangelio, San Juan recoge otras palabras del Señor que completan lo dicho a Nicodemo:
«Y yo, cuando sea levantado (exaltatus fuero) de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32).
El 7 de agosto de 1931, en la Santa Misa, al alzar la Sagrada Hostia después de la consagración eucarística, las palabras de San Juan, cap. 12, v. 32 quedaron grabadas a fuego en el alma de Josemaría Escrivá de Balaguer. Vinieron «a mi pensamiento —escribió aquella misma tarde— con fuerza y claridad extraordinarias». Las "oyó" en el tenor latino de la Vulgata: Et ego, si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum. Tenía entonces 29 años y todavía no hacía tres que había fundado el Opus Dei. Fue la de aquella mañana una experiencia mística de su espíritu, semejante a otras que se habían dado —y se seguirían dando— en la vida del Siervo de Dios. Me refiero a la irrupción de lo divino en su alma bajo la forma de loquela o locutio divina. A un primer movimiento de temor ante la Majestad de Dios, siguió la paz del "Ne timeas!", soy Yo. «Y comprendí que serán los hombres y mujeres de Dios, quienes levantarán la Cruz con las doctrinas de Cristo sobre el pináculo de toda actividad humana... Y vi triunfar al Señor, atrayendo a Sí todas las cosas».
Este último párrafo pertenece a un estudio de Pedro Rodríguez (Romana, 13; 1991), y nos ayuda a comprender lo que quiere Jesús de los cristianos corrientes, que viven en el mundo: poner a Cristo en la entraña y en la cumbre de todas las actividades humanas. Así contribuimos a que, pronto, su Reino entre nosotros sea una realidad.
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