Todos los días,
cuando celebramos la Sagrada Eucaristía, recordamos las palabras del oficial romano que tenía un criado muy querido a punto
de morir. Él había enviado decirle a Jesús: “Señor, no te molestes, porque yo
no soy digno de que tú entres en mi casa; por eso ni siquiera me atreví a ir
personalmente a verte. Basta con que digas una sola palabra y mi criado quedará
sano” (cfr. Lc 7, 1-10). Nosotros, al preparamos para
recibir la Eucaristía, le decimos: “Señor,
yo no soy digno de que entres en mi casa pero una palabra tuya bastará para
sanarme”.
El Greco, "Caballero de la mano en el pecho" (c.1580) |
En el Rito Extraordinario de la
Misa, que se celebraba con anterioridad al Primer Domingo de Adviento de 1969
―y que cualquier sacerdote puede celebrar ahora después del Motu Proprio Summorum Pontificum (2007)―
estaban prescritos los “golpes de pecho”
durante el Sacrificio de la Misa en varios momentos. Uno de ellos era al decir
el “Señor, no soy digno”. Los
primeros cristianos estaban familiarizados con esta práctica. Ahora, aunque no
lo hagamos exteriormente, según el Rito Ordinario de la Misa, sí lo podemos hacer interiormente, para
arrepentirnos de nuestros pecados y recibir a Jesús con mayor contrición.
San Agustín explica el significado del “golpe de pecho”: “¿Qué quiere decir esto, excepto que tú deseas traer a la luz lo que
está oculto en tu seno, y por este acto limpiar tus pecados ocultos?”
(Sermo de verbis Domini, 13). Y San Jerónimo dice: “Nos golpeamos el
pecho porque el pecho es la sede de los malos pensamientos; queremos
disipar estos pensamientos, queremos purificar nuestros corazones" (Comentario a Ezequiel, c. 18).
Dios “no
desprecia un corazón contrito y humillado” (cfr. Salmo 51). El Rey David es un ejemplo de hombre que supo llorar y pedir
perdón por sus cumplas. Dios tuvo misericordia de él por su gran
arrepentimiento, y lo escogió para que de su linaje naciera el Mesías.
La reacción del Señor, ante la
sencillez y humildad del oficial romano, es de asombro. “Al oír
esto, Jesús quedó lleno de admiración, y volviéndose hacia la gente que lo
seguía, dijo: “Yo les aseguro que ni en Israel he hallado una fe tan grande”.
Los enviados regresaron a la casa y encontraron al criado perfectamente sano” (cfr. Lc 7, 1-10).
El “Señor, yo no soy digno” lo podemos repetir, no sólo antes de la Comunión. Jesús está deseando siempre “entrar en nuestra casa”. En todo momento podemos pedirle que “diga una sola palabra” para que quedemos más limpios y podamos recibirlo con más amor, como lo recibió Nuestra Señora en Nazaret.
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