miércoles, 30 de septiembre de 2020

"Lee con mucha frecuencia las divinas Escrituras" (San Jerónimo)

San Jerónimo, Doctor Máximo en exponer las Sagrada Escrituras, nació en Estridón, Dalmacia, estudió en Roma, y cultivó con esmero todos los saberes. Allí recibió el bautismo cristiano. Después, captado por el valor de la vida contemplativa, se entregó a la existencia ascética yendo a Oriente, donde se ordenó de presbítero (cfr. Francisco, Carta Apostólica Scripturae Sacrae Affectus, 30-IX-2020). 

San Jerónimo, de Giovanni Bellini (1433-1516).

Vuelto a Roma, fue secretario del papa Dámaso, hasta que, fijando su residencia en Belén de Judea vivió una vida monástica dedicado a traducir y explicar las Sagradas Escrituras, revelándose como insigne doctor. De modo admirable fue partícipe de muchas necesidades de la Iglesia y, finalmente, llegando a una edad provecta, descansó en la paz del Señor en septiembre del año de 420, hace justo mil seiscientos años. Su recuerdo no puede ayudar a valorar cada día más la Sagrada Escritura. Todos los días la leemos pero ¿verdaderamente nos alimentamos de ella?; ¿es para nosotros la fuerza que nos sostiene en el anuncio del Evangelio?; ¿constituye la principal fuente de nuestra oración?

Los Padres de la Iglesia, como San Jerónimo, enseñaron a sacar provecho de ella mediante la lectio divina. Benedicto XVI, hace exactamente diez años, el 30 de septiembre de 2010, escribió una Exhortación apostólica sobre la Palabra de Dios. Vale la pena reproducir algunos de sus párrafos que nos impulsen a ponerla en el centro de nuestras vidas, como aconsejaba San Jerónimo al sacerdote Nepoziano: "Lee con mucha frecuencia las divinas Escrituras; más aún, que nunca dejes de tener el Libro santo en tus manos. Aprende aquí lo que tú tienes que enseñar" (Verbum Domini, n. 72).

En la Verbum Domini se resumen los pasos de la lectio divina: “Se comienza con la lectura (lectio) del texto, que suscita la cuestión sobre el conocimiento de su contenido auténtico: ¿Qué dice el texto bíblico en sí mismo? (…). Sigue después la meditación (meditatio) en la que la cuestión es: ¿Qué nos dice el texto bíblico a nosotros? Aquí, cada uno personalmente, pero también comunitariamente, debe dejarse interpelar y examinar (…). Se llega sucesivamente al momento de la oración (oratio), que supone la pregunta: ¿Qué decimos nosotros al Señor como respuesta a su Palabra? (…). Por último, la lectio divina concluye con la contemplación (contemplatio), durante la cual aceptamos como don de Dios su propia mirada al juzgar la realidad, y nos preguntamos: ¿Qué conversión de la mente, del corazón y de la vida nos pide el Señor? (…). La lectio divina no termina su proceso hasta que no se llega a la acción (actio), que mueve la vida del creyente a convertirse en don para los demás por la caridad” (Ibidem, n. 87). María, que escuchaba en su corazón las palabras de su Hijo, nos ayude a imitarla. 

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