Las lecturas del Domingo XXVI del Tiempo Ordinario se centran en la importancia del arrepentimiento (1ª Lectura y Evangelio), que implica aprender a humillarse, siguiendo el ejemplo del Señor (2ª Lectura).
"Cristo con la Cruz a cuestas", de Tiziano (1565-1560) |
«Cuando el pecador se arrepiente
del mal que hizo y practica la rectitud y la justicia, él mismo salva su vida»
(cfr. Ez 18, 25-28). Dios es misericordioso, lento para la ira y rico en perdón;
pero es necesario el arrepentimiento del
pecador. Es lo único que nos pide: que nos arrepintamos de modo sincero. ¿Qué
es el arrepentimiento? Se suele utilizar la palabra “contrición” para indicar un arrepentimiento auténtico, con dolor de
los pecados, por amor; es decir, con la conciencia de que hemos ofendido al Amor
y deseamos reparar nuestro desamor con
un acto de amor sincero. La contrición se define, en latín, como “compunctio cordis”. Es como si “puncionáramos”
nuestro corazón para manifestar así cuánto nos duele haber pecado.
La parábola de los dos hijos,
que nos presenta san Mateo en su evangelio, también nos habla del arrepentimiento;
en este caso del hijo menor que, cuando es llamado por su padre a trabajar en
la viña, «le respondió: ‘No quiero ir’,
pero se arrepintió y fue» (cfr. Mt 21, 28-32). El Papa Francisco dijo en
una de sus audiencias: «Una vez oí una bella frase:
'No hay santo sin pasado ni pecador sin
futuro'. (...). El poder salvador de Dios no conoce enfermedades que no puedan
ser curadas» (13 de abril de 2016). San Josemaría Escrivá solía decir que no hay ningún santo que no pueda
convertirse en pecador, ni ningún pecador que pueda convertirse un gran santo.
No bastan las buenas intenciones, como le sucedía al hijo mayor de la parábola.
Hay que perseverar en el bien o, si estamos en el pecado, arrepentirse. En
realidad, todos somos pecadores.
Como decía el mismo san Josemaría: “soy un pecador que ama con locura a
Jesucristo”.
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