“Ya
viene por el monte el mensajero de buenas noticias, que anuncia la paz”
(Nah 2, 1). Estas palabras del profeta
Nahúm nos recuerdan las de Isaías: “Que
hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, del
mensajero de la buena nueva que anuncia la salvación” (Is 52, 7; cfr.
también Rm 10, 15).
Hay que procurar siempre anunciar las cosas positivas, alentadoras. Hay que evitar ser un
profeta de calamidades, ave de mal agüero. La vida se puede ver como una botella
que está o “medio vacía” o “medio llena”, depende de cómo se mire. Siempre es mejor ver el lado luminoso y no el oscuro
de las cosas.
Sin embargo, también hay que reconocer que los
profetas (por ejemplo, Jeremías, al que hemos estado leyendo estos últimos días
en la liturgia de la palabra), con frecuencia anunciaban desastres y tribulaciones al pueblo de Israel, por sus
pecados y mala conducta. No podían quedarse callados. Yahvé mismo lo pedía. Anunciaban la verdad, aunque fuese dolorosa.
Pero, al mismo tiempo, siempre anunciaba también las promesas maravillosas de
Dios, si se arrepentían y volvía a ser fieles.
Es decepcionante el falso profeta que siempre anuncia “lo bueno” que está por venir, pero lo hace sólo
de manera fingida, para quedar bien, para ser aceptado por los demás. La mejor
noticia siempre es la verdad. No importa si es dolorosa, porque, si amamos a Dios “todo es para bien” (cr. Rm 8, 28). La fe nos lleva a saber que
todo lo que sucede es para bien de los elegidos. Dios, de las cosas “malas”,
saca grandes bienes. “En efecto, la leve
tribulación de un momento nos produce, sobre toda medida, un pesado caudal de
gloria eterna” (2 Cor 4, 17).
Por lo tanto, si
tenemos que anunciar algo “malo”, nunca
olvidemos de anunciar lo bueno que lleva consigo, quizá oculto pero real.
La esperanza es la palabra final (“es lo último que se pierde”). Cuentan de Alejandro Magno que estaba preparándose
para una gran batalla y, antes, repartió todos sus bienes entre sus capitanes.
Y uno de ellos le dijo: ―Pero, señor, ¿y
a usted qué le queda? Alejandro respondió: ―A mí, me queda la esperanza. Es la lógica del Rey David: “Señor, en ti he confiado, jamás quedaré
confundido” (Salmo 130; Te Deum).
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