En la liturgia dominical siempre hay una relación, que la Iglesia nos invita a descubrir, entre el contenido de la Primera Lectura y el del Evangelio. En los textos del XIX domingo del tiempo ordinario podemos fijarnos particularmente en el modo de actuar de Dios: suave, delicado, silencioso.
La Primera
Lectura (cfr. 1 Re 19, 9. 11-13) nos presenta al profeta Elías en el Monte
Horeb, el mismo en el que Yahvé entregó las tablas de la Ley a Moisés. En esta
ocasión, Dios no se manifiesta mediante un viento huracanado, un terremoto o un
fuego abrasador), sino mediante el
murmullo de una suave brisa.
En el Evangelio
(Mt 14, 22-33) presenciamos el episodio de un fuerte viento, que Jesús calma con
su presencia, en el mar de Galilea. Al principio las olas sacudían la barca de
Pedro. Pero, al final, en cuanto Jesús y Pedro subieron a la barca, el viento cesó.
En otra ocasión parecida, Jesús había calmado una tempestad. Mateo señala que “puesto en pie, increpó a los vientos y al
mar y sobrevino una gran calma”;
“facta est tranquilitas magna” (Mt 8,
26). El Señor, a veces (como ahora, por ejemplo), permite que el mundo experimente un fuerte oleaje; una fuerte sacudida de viento. Pero nuestra mirada, sin dejar de ser muy realista, ha de dirigirse hacia la época de paz y alegría que todos esperamos (cfr. este artículo del 7 de agosto, en el que Mark Mallett explica bien quiénes son los verdaderos y los falsos profetas de nuestro tiempo).
Jesús ama
el silencio. Prefiere lo normal, la sencillez, la paz
y la serenidad. Le gusta, también, pasar oculto, no hacerse notar. Después de
la Transfiguración pide a Pedro, Santiago y Juan, que no digan a nadie lo que han
visto, hasta después de que haya resucitado (cfr. Mt 17, 9).
El Espíritu Santo, enviado por el Padre y el
Hijo, es también muy amante del reposo y
la quietud. Actúa suavemente para que nosotros descubramos su acción y
libremente la acojamos. No quiere imponerse. El Beato
Álvaro del Portillo (1914-1994) hace notar que «la actividad del Espíritu
Santo pasa inadvertida. Es como el rocío que empapa la tierra y la torna
fecunda, como la brisa que refresca el rostro, como la lumbre que irradia su calor
en la casa, como el aire que respiramos casi sin darnos cuenta» (Rezar
con Álvaro del Portillo, Carta pastoral
de mayo de 1986).
La Madre Teresa de Calcuta, canonizada por el Papa Francisco el 5
de septiembre de 2016, valoraba especialmente el silencio como fuente de la que
manan abundantes frutos: «El fruto del silencio es la oración. El fruto de la
oración es la fe. El fruto de la fe es el amor. El fruto del amor es el
servicio. El fruto del servicio es la paz».
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