En la primera lectura (cfr. Is 5, 1-7) y en el evangelio (cfr. Mt 21, 33-43) de la Misa del domingo XXVII del tiempo ordinario, el Espíritu Santo nos recuerda que la Iglesia es la “Viña del Señor”. Nosotros somos trabajadores de su viña (cfr. Francisco, Encíclica Fratelli tutti, 4-X-2020).
Pero el Dueño de la Viña no es sólo un
propietario que planta, riega y cultiva la viña. Nosotros somos, más bien, los
que nos ocupamos de esas tareas. Él es
el Dios Eterno y Omnipotente que ha creado la Viña, que envía la lluvia a
su tiempo, que la hace crecer y fructificar y que pone siempre el incremento. Él
es quien quita las piedras, planta buenas cepas, construye una torre y cava un
lagar. Los hombres no somos más que trabajadores
inútiles; escogidos por el Dueño, colaboradores suyos, pero Él es el que
obra en todo. Sin Él no podemos hacer nada.
Esta conciencia de la primacía de Dios en
nuestra vida es fundamental para todos nuestros trabajos. Dios se encargará de
que de que la Viña produzca fruto a su tiempo. Cuando vienen las persecuciones, como las que leemos en el evangelio, Él
sabe por qué las permite. Incluso si algunos viñadores se atreven a matar a su
Hijo, Él sacará mucho bien de ese
Sacrificio. Nuestra misión es ser humildes y fieles trabajadores en la Viña
del Señor.
La Viña es un lugar de paz,
porque El Señor es su Dueño. No quiere que nos preocupemos de nada. Sí espera
que pongamos todo nuestro esfuerzo para
mirarle a Él, estar pendientes de su Voz y seguir todas sus instrucciones.
También quiere que nos amemos entre
nosotros, que nos tratemos bien, que vivamos como hermanos. Y, además,
desea que trabajemos con empeño y
tratemos de ofrecerle ese trabajo, bien hecho y con amor.
En la segunda lectura de la Misa san Pablo se dirige a los Filipenses y también a nosotros. Nos dice: “no se inquieten por nada; más bien presenten en toda ocasión sus peticiones a Dios en la oración y la súplica, llenos de gratitud. Y que la paz de Dios, que sobrepasa toda inteligencia, custodie sus corazones y sus pensamientos en Cristo Jesús”. Estas palabras: “no se inquieten por nada”, “nada les preocupe”, nos recuerdan las de Nuestra Señora de Guadalupe a Juan Diego, que nos las vuelve a decir a cada uno: “Oye y ten entendido, hijo mío el más pequeño, que es nada lo que te asusta y aflige; no se turbe tu corazón; no temas esa enfermedad, ni otra alguna enfermedad y angustia. ¿No estoy yo aquí, que soy tu Madre? ¿no estás bajo mi sombra? ¿no soy yo tu salud? ¿no estás por ventura en mi regazo? ¿qué más has menester? No te apene ni te inquiete otra cosa”.
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