La Solemnidad de Todos los Santos nos invita a recordar la llamada universal a la santidad, que proclamó el Concilio Vaticano II en la Constitución Dogmática Lumen Gentium: “Todos los fieles, cristianos, de cualquier condición y estado, fortalecidos con tantos y tan poderosos medios de salvación, son llamados por el Señor, cada uno por su camino, a la perfección de aquella santidad con la que es perfecto el mismo Padre” (n. 11). “En la Iglesia, todos, lo mismo quienes pertenecen a la Jerarquía que los apacentados por ella, están llamados a la santidad, según aquello del Apóstol: «Porque ésta es la voluntad de Dios, vuestra santificación» (1 Ts 4, 3; cf. Ef 1, 4)” (n. 39). “Quedan, pues, invitados y aun obligados todos los fieles cristianos a buscar insistentemente la santidad y la perfección dentro del propio estado” (n. 42).
Pero, ¿qué es la
santidad?, ¿qué tenemos que hacer para alcanzarla?, ¿en qué se nota que una
persona va por el camino de la santidad o se aleja de él?
Es natural que, cada
uno, nos hagamos estas preguntas u otras parecidas. Sabemos que sólo Dios es Santo y Bueno, como le
dijo Jesús al joven rico (cfr. Mc 10, 18). Además, en este mundo no hay ningún “santo”.
Todos somos pecadores. Un gran “santo” puede convertirse en un gran pecador, y
un gran pecador, en un gran santo. Alcanzaremos la plenitud de la santidad en la vida eterna.
Por otra parte, sólo Dios conoce lo que hay en cada hombre
(cfr. Jn 2, 24). Nosotros podemos equivocarnos al juzgar a las personas.
Alguien que no tiene apariencia de santo puede llevar una vida de santidad
mayor que otro, que parece muy santo.
Todos recibimos
muchos dones de Dios, pero en diversa medida. Lo decisivo es cómo correspondemos a esas gracias. Qué tan
generosos somos, habiendo conocido el gran amor que el Padre nos tiene, en
Jesucristo, responder decididamente a las inspiraciones y dones del Espíritu
Santo.
Las virtudes heroicas que se piden a los
santos, para su canonización, no son sucesos notables que ellos mismos hayan
realizado por sí mismos, sino obras que
Dios ha hecho a través de ellos, porque han sido muy dóciles a la gracia.
Han sido hombres y mujeres de mucha
oración: amigos verdaderos de Dios, que hablan con el Amigo y reciben la
fuerza de Él, como Moisés, que hablaba cara a cara con el Señor (cfr. Ex 3, 11).
Ese es el secreto de la santidad de María: su profunda unión con Dios.
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