«Desde ahora, realizada ya la Encarnación –sostiene Y.M.J. Congar–, existe un templo perfecto que es el cuerpo de Jesucristo. Es el templo teándrico, que asume, para infundirle una verdad y una dignidad superior, al templo espiritual de las almas, al que une a Sí en un cuerpo místico o comunional, y al templo cósmico de un mundo del que es rey, sacerdote y Salvador, y al que hará participar de la gloria de los hijos se Dios. Todo ello va realizándose ya, pero aguarda su consumación. En el presente régimen, que es a la vez de realidad y de espera, esta unión del mundo y de las almas al templo santo del cuerpo de Cristo se opera «in mysterio», mediante los sacramentos: el sacramento de la eucaristía y el sacramento de las iglesias. La eucaristía, cuerpo sacramental de Cristo, alimenta en nuestras almas la gracia, por la cual somos el templo espiritual de Dios; es el sacramento de la unidad, el signo del amor por el que formamos un sólo cuerpo, el cuerpo comunional de Cristo. Es, finalmente, para nuestros mismos cuerpos, una promesa de resurrección (Jn. 6, 54). Es también, para mundo entero, germen de transformación gloriosa por el poder de Cristo. Tiene, por lo tanto, un valor cósmico, y no sólo como promesa de restauración, sino también como signo, por cuanto se elabora con elementos del mundo y mediante el trabajo del hombre. También la liturgia destaca el valor de la eucaristía como alabanza y acción de gracias por parte de la creación. También las iglesias sirven a la vida de nuestras almas en cuanto templos espirituales, por cuanto son lugares de oración; sirven asimismo a nuestra unión en un cuerpo comunional, puesto que son el lugar de la asamblea cristiana. Y como la eucaristía, aún en mayor medida, asumen los elementos del mundo y el trabajo del hombre. Son ellas también las primicias de la creación, ofrecidas a Dios y atraídas hacia la sociedad del cuerpo de Cristo, que las reunirá y consagrará a todas. Por tal motivo, las ricas catedrales y, más modestamente, las iglesias y capillas diseminadas sobre la superficie de la tierra, convocan a los elementos del mundo y recogen todo vestigio de belleza para la alabanza del Señor, al tiempo que representan el glorioso cortejo de los santos. Son signo y promesa de que todo será reunido, lo visible y lo invisible, lo corporal y lo espiritual, en el único templo de Dios y del Cordero» (El Misterio del Templo, Ed. Estela, 1964, p. 274-275).
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