Mateo Cerezo (1663-64), El juicio de un alma (Museo del Prado) |
“La opción de vida del hombre se hace en
definitiva con la muerte; esta vida suya está ante el Juez. Su opción, que
se ha fraguado en el transcurso de toda la vida, puede tener distintas formas. Puede haber personas que han destruido
totalmente en sí mismas el deseo de la verdad y la disponibilidad para el amor.
Personas en las que todo se ha convertido en mentira; personas que han vivido
para el odio y que han pisoteado en ellas mismas el amor. Ésta es una
perspectiva terrible, pero en algunos casos de nuestra propia historia podemos
distinguir con horror figuras de este tipo. En semejantes individuos no habría
ya nada remediable y la destrucción del bien sería irrevocable: esto es lo
que se indica con la palabra infierno. Por otro lado, puede haber
personas purísimas, que se han dejado impregnar completamente de Dios y, por
consiguiente, están totalmente abiertas al prójimo; personas cuya comunión con
Dios orienta ya desde ahora todo su ser y cuyo caminar hacia Dios les lleva
sólo a culminar lo que ya son [el cielo]”
(n. 45).
“No obstante, según
nuestra experiencia, ni lo uno ni lo otro son el caso normal de la
existencia humana. En gran parte de los hombres -eso podemos suponer- queda
en lo más profundo de su ser una última apertura interior a la verdad, al amor,
a Dios. Pero en las opciones concretas de la vida, esta apertura se ha
empañado con nuevos compromisos con el mal; hay mucha suciedad que recubre
la pureza, de la que, sin embargo, queda la sed y que, a pesar de todo, rebrota
una vez más desde el fondo de la inmundicia y está presente en el alma” (n.
46).
“Algunos teólogos recientes piensan que el fuego que arde, y que a la vez salva [en el purgatorio], es Cristo mismo, el Juez y Salvador. El encuentro con Él es el acto decisivo del Juicio. Ante su mirada, toda falsedad se deshace. Es el encuentro con Él lo que, quemándonos, nos transforma y nos libera para llegar a ser verdaderamente nosotros mismos” (n. 47).
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