Hemos llegado a la
Navidad, Tiempo Litúrgico de profunda alegría, en el que volvemos a
experimentar vivamente el Amor de Dios por los hombres. “Nos ha nacido un Niño”,
el Emanuel, el Dios-con-nosotros.
Benedicto XVI
pronunció, el año 2005, su primera homilía navideña como Papa. Es sencilla,
sugestiva, piadosa. Nos ayuda a rezar y a dar gracias a Dios por haberse
querido hacer uno de nosotros, para salvarnos y unirnos estrechamente a Él.
HOMILÍA DEL PAPA
BENEDICTO XVI
en la Misa de
medianoche de la
solemnidad de la
Natividad del Señor
Basílica Vaticana,
sábado 24 diciembre 2005
“El Señor me ha dicho:
Tu eres mi hijo, yo te he engendrado hoy”. Con estas palabras del Salmo
segundo, la Iglesia inicia la Santa Misa de la vigilia de Navidad, en la cual
celebramos el nacimiento de nuestro Redentor Jesucristo en el establo de Belén.
En otro tiempo, este Salmo pertenecía al ritual de la coronación del rey de
Judá. El pueblo de Israel, a causa de su elección, se sentía de modo particular
hijo de Dios, adoptado por Dios. Como el rey era la personificación de aquel
pueblo, su entronización se vivía como un acto solemne de adopción por parte de
Dios, en el cual el rey estaba en cierto modo implicado en el misterio mismo de
Dios. En la noche de Belén, estas palabras que de hecho eran más la expresión
de una esperanza que de una realidad presente, han adquirido un significado
nuevo e inesperado. El Niño en el pesebre es verdaderamente el Hijo de Dios.
Dios no es soledad eterna, sino un círculo de amor en el recíproco entregarse y
volverse a entregar. Él es Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Más aún, en
Jesucristo, el Hijo de Dios, Dios mismo se ha hecho hombre. El Padre le dice:
“Tu eres mi hijo”. El eterno hoy de Dios ha descendido en el hoy efímero del
mundo, arrastrando nuestro hoy pasajero al hoy perenne de Dios. Dios es tan
grande que puede hacerse pequeño. Dios es tan potente que puede hacerse inerme
y venir a nuestro encuentro como niño indefenso, a fin de que podamos amarlo.
Es tan bueno que puede renunciar a su esplendor divino y descender a un establo
para que podamos encontrarlo y, de este modo, su bondad nos toque, nos sea
comunicada y continúe actuando a través de nosotros. Esto es la Navidad: “Tu
eres mi hijo, hoy yo te he engendrado”. Dios se ha hecho uno de nosotros, para
que podamos estar con Él, llegar a ser semejantes a Él. Ha elegido como signo
suyo al Niño en el pesebre: Él es así. De este modo aprendemos a conocerlo. Y
sobre todo niño resplandece algún destello de aquel hoy, de la cercanía de Dios
que debemos amar y a la cual hemos de someternos; sobre todo niño, también
sobre el que aún no ha nacido.
Escuchemos una segunda
palabra de la liturgia de esta Noche santa, tomada en este caso del Libro del
profeta Isaías: “Sobre los que vivían en tierra de sombras, una luz brilló
sobre ellos” (9, 1). La palabra “luz” impregna toda la liturgia de esta Santa
Misa. Se alude a ella nuevamente en el párrafo tomado de la carta de san Pablo
a Tito: “se ha manifestado la gracia” (2, 11). La expresión “se ha manifestado”
proviene del griego y, en este contexto, significa lo mismo que el hebreo expresa
con las palabras “una luz brilló”; la “manifestación” – la “epifanía” – es la
irrupción de la luz divina en el mundo lleno de oscuridad y problemas sin
resolver. En fin, el Evangelio relata cómo la gloria de Dios se apareció a los
pastores y “los envolvió en su luz” (Lc 2, 9). Donde se manifiesta la gloria de
Dios, se difunde en el mundo la luz. “Dios es luz, en Él no hay tiniebla
alguna”, nos dice san Juan (1Jn 1, 5). La luz es fuente de vida.
Pero luz significa
sobre todo conocimiento, verdad, en contraste con la oscuridad de la mentira y
de la ignorancia. Así, la luz nos hace vivir, nos indica el camino. Pero
además, en cuanto da calor, significa también amor. Donde hay amor, surge una
luz en el mundo; donde hay odio, el mundo queda en la oscuridad. Ciertamente,
en el establo de Belén ha aparecido la gran luz que el mundo espera. El aquel
Niño acostado en el pesebre, Dios muestra su gloria: la gloria del amor, que se
da como don a sí mismo y que se priva de toda grandeza para conducirnos por el
camino del amor. La luz de Belén nunca se ha apagado. Ha iluminado hombre y
mujeres a lo largo de los siglos, “los ha envuelto en su luz”. Donde ha
aparecido la fe en aquel Niño, ha florecido también la caridad: la bondad hacia
los demás, la atención solícita a los débiles y los que sufren, la gracia del
perdón. A partir de Belén, una estela de luz, de amor y de verdad impregna los
siglos. Si nos fijamos en los santos –desde Pablo y Agustín a san Francisco y
santo Domingo, desde Francisco Javier a Teresa de Ávila y Madre Teresa de
Calcuta-, vemos esta corriente de bondad, este camino de luz que se inflama
siempre de nuevo en el misterio de Belén, en el Dios que se ha hecho Niño.
Contra la violencia de este mundo, Dios opone en aquel Niño su bondad y nos
llama a seguir al Niño.
Junto con el árbol de
Navidad, nuestros amigos austriacos nos han traído también una pequeña llama
que encendieron en Belén, queriendo decir así que el verdadero misterio de la
Navidad es el resplandor interior que viene de este Niño. Dejemos que este
resplandor interior llegue a nosotros, que prenda en nuestro corazón la
lumbrecita de la bondad de Dios; llevemos todos, con nuestro amor, la luz al
mundo. No permitamos que esta llama luminosa se apague por las corrientes frías
de nuestro tiempo. Que la custodiemos fielmente y la ofrezcamos a los demás. En
esta noche en que miramos hacia Belén, queremos rezar de modo especial también
por el lugar del nacimiento de nuestro Redentor y por los hombres que allí
viven y sufren. Queremos rezar por la paz en Tierra Santa: Mira, Señor, este
rincón de la tierra, al que tanto amas por ser tu patria. Haz que ella
resplandezca la luz. Haz que la paz llegue a ella.
Con el término “paz”
hemos llegado a la tercera palabra clave de la liturgia de esta Noche santa. El
Niño que anuncia Isaías lo llama él mismo “Príncipe de la paz”. De su reino se
dice: “La paz no tendrá fin”. En el Evangelio, se anuncia a los pastores la
“gloria de Dios en lo alto del cielo” y la “paz en la tierra”. Antes se decía:
“a los hombres de buena voluntad”; en las nuevas traducciones se dice: “a los
hombres que él ama”. ¿Por qué este cambio? ¿Ya no cuenta la buena voluntad?
Formulemos mejor la pregunta: ¿Quienes son los hombres que Dios ama y por qué
los ama? ¿Acaso Dios es parcial? ¿Ama tal vez sólo a determinadas personas y
abandona a las demás a su suerte? El Evangelio responde a estas preguntas
presentando algunas personas concretas amadas por Dios. Algunas lo son
individualmente: María, José, Isabel, Zacarías, Simeón, Ana, etc. Pero también
hay dos grupos de personas: los pastores y los sabios del oriente, los llamados
reyes magos. Detengámonos esta noche en los pastores. ¿Qué tipo de hombres son?
En su ambiente, los pastores eran despreciados; eran considerados poco de fiar
y en los tribunales no se les admitía como testigos. Pero ¿quiénes eran en
realidad? Ciertamente no eran grandes santos, si con este término se entiende
personas de virtudes heroicas. Eran almas simples. El Evangelio destaca una
característica que luego, en las palabras de Jesús, tendrá un papel importante:
eran personas vigilantes. Esto vale ante todo en su sentido exterior: por la
noche velaban cercanos a sus ovejas. Pero también tiene un sentido más
profundo: estuvieron disponibles para la palabra de Dios. Su vida no estaba
cerrada en sí misma; tenían un corazón abierto. De algún modo, en lo más íntimo
de su ser, le estaban esperando. Su vigilancia era disponibilidad;
disponibilidad para escuchar, disponibilidad para ponerse en camino; era espera
de la luz que les indicara el camino. Esto es lo que a Dios le interesa. Él ama
a todos porque todos son criaturas suyas. Pero algunas personas han cerrado su
alma; su amor no encuentra en ellas resquicio alguno por donde entrar. Creen no
necesitar a Dios; no lo quieren. Otros, quizás moralmente igual de pobres y
pecadores, al menos sufren por ello. Esperan en Dios. Saben que necesitan su
bondad, aunque no tengan una idea precisa de ella. En su espíritu abierto a la
esperanza, puede entrar la luz de Dios y, con ella, su paz. Dios busca a
personas que sean portadoras de su paz y la comuniquen. Roguémosle para que no
encuentre cerrado nuestro corazón. Esforcémonos por ser capaces de ser
portadores activos de su paz, precisamente en nuestro tiempo.
Además, la palabra paz ha adquirido un significado del todo especial para los cristianos: se ha convertido en un nombre para designar la Eucaristía. En ella está presente la paz de Cristo. Mediante todos los lugares donde se celebra la Eucaristía, se extiende en el mundo entero como una red de paz. Las comunidades reunidas en torno a la Eucaristía son un reino de paz vasto como el mundo. Cuando celebramos la Eucaristía nos encontramos en Belén, en la “casa del pan”. Cristo se nos da, y con ello nos da su paz. Nos la da para que llevemos la luz de la paz en lo más hondo de nuestro ser y la comuniquemos a los otros; para que seamos agentes de la paz y contribuyamos así a la paz en el mundo. Por eso rogamos: Cumple tu promesa, Señor. Haz que donde hay discordia nazca la paz; que surja el amor donde reina el odio; que se haga luz donde dominan las tinieblas. Haz que seamos portadores de tu paz. Amén.
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