Para poder vivir bien la
Navidad, ¿qué mejor que contemplar a María y a José, que estuvieron tan cerca
del Niño en su Nacimiento, y que, desde el Cielo, están dispuestos a ayudarnos
para también nosotros podamos estar muy cerca de Jesús durante estos próximos
días?
Para aprender un poco
más del amor de San José, reproducimos a continuación algunos párrafos de una
homilía que pronunció el Cardenal Joseph Ratzinger, en 1992 (cfr. J. Ratzinger,
De la mano de Cristo. Homilías sobre la Virgen y algunos Santos, Eunsa,
Pamplona 1997, pp. 37-42). Referencias a la Sagrada Escritura: Mateo 1,
16.18-21.24ª. Entre corchetes hacemos algunos comentarios a las palabras del
Cardenal.
Homilía en el oratorio de las Hermanas de la Madre Dolorosa de Roma, el 19-III-92, Solemnidad de San José
«Hace poco pude ver en
casa de unos amigos una representación de San José que me ha hecho pensar
mucho. Es un relieve procedente de un retablo portugués de la época barroca, en
el que se muestra la noche de la fuga hacia Egipto. Se ve una tienda abierta, y
junto a ella un ángel en postura vertical. Dentro, José, que está durmiendo,
pero vestido con la indumentaria de un peregrino, calzado con botas altas como
se necesitan para una caminata difícil. Si en primera impresión resulta un
tanto ingenuo que el viajero aparezca a la vez como durmiente, pensando más a
fondo empezamos a comprender lo que la imagen nos quiere sugerir».
1. «Mi corazón vigila»
«Duerme José,
ciertamente, pero a la vez está en la disposición de oír la voz del ángel (Mt
II, 13, ss.). Parece desprenderse de la escena lo que el Cantar de los Cantares
había proclamado: Yo dormía, pero mi corazón estaba vigilante (Cant, V, 2).
Reposan los sentidos exteriores, pero el fondo del alma se puede franquear. En
esa tienda abierta tenemos una figura del hombre que, desde lo profundo de sí
mismo, puede oír lo que resuena en su interior o se le diga desde arriba; del
hombre cuyo corazón está lo suficientemente abierto como para recibir lo que el
Dios vivo y su ángel le comuniquen. En esa profundidad el alma de cualquier
hombre se puede encontrar con Dios. Desde allá Dios nos habla a cada uno y se
nos muestra cercano».
[Reposan los sentidos
exteriores, pero el alma está despierta. Dice un punto de Camino (368). «¿Te
aburres? —Es que tienes los sentidos despiertos y el alma dormida»].
«Sin embargo, la
mayoría de las veces nos hayamos invadidos por cuidados, inquietudes,
expectativas y deseos de todas clases; tan repletos de imágenes y apremios
producidos por el vivir de cada día, que, por mucho que vigilemos externamente,
se nos pierde la interna vigilancia y, con ella, el sonido de las voces que nos
hablan desde lo íntimo del alma. Ésta se halla tan cargada de cachivaches, y
son tantas las murallas elevadas en su interior, que las voz suave del Dios
próximo no puede hacerse oír. Con la llegada de la Edad Moderna, los hombres
hemos ido dominando cada vez más el mundo, y disponiendo las cosas a la medida
de nuestros deseos; pero estos adelantos en nuestro dominio sobre las cosas, y
en el conocimiento de lo que podemos hacer con ellas, ha encogido a la vez
nuestra sensibilidad de tal manera, que nuestro universo se ha tornado
unidimensional. Estamos dominados por nuestras cosas, por todos los objetos que
alcanzan nuestras manos, y que nos sirven de instrumentos para producir otros
objetos. En el fondo, no vemos otra cosa que nuestra propia imagen, y estamos
incapacitados para oír la voz profunda que, desde la Creación, nos habla
también hoy de la bondad y la belleza de Dios».
[Pensemos un poco si
nos pasa esto. ¿Dónde están nuestros pensamientos y nuestro corazón? ¿Qué es lo
que los llena el alma? ¿Vamos adquiriendo cada vez más gusto por las cosas de
Dios? ¿Vamos desarrollando la capacidad para lo espiritual, para oírle?].
«Ese José que duerme,
pero que al mismo tiempo se halla presto para oír lo que resuene por dentro y
desde lo alto —porque no es otra cosa lo que acaba de decirnos el Evangelio de
este día—, es el hombre en el que se unen el íntimo recogimiento y la
prontitud. Desde la tienda abierta de su vida, nos invita a retirarnos un poco
del bullicio de los sentidos; a que recuperemos también nosotros el
recogimiento; a que sepamos dirigir la mirada hacia el interior y hacia lo
alto, para que Dios pueda tocarnos el alma y comunicarnos su palabra. La
Cuaresma es un tiempo especialmente adecuado para que nos apartemos de los
apremios cotidianos, y dirijamos nuevamente nuestros pasos por los caminos del
interior».
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[Todos los años, el
viernes de la primera semana de Adviento, en la Liturgia de las Horas, leemos
un texto de San Anselmo, que nos puede ayudar a comprender la importancia del
silencio. San Anselmo, de familia noble, nació en Aosta (Lombardía). Su madre
confió su educación a los benedictinos. Mientras se reponía de una enfermedad
decidió abrazar la vida monástica. Su padre, Gondulfo, se opuso a su vocación y
Anselmo abandona la casa paterna. Viajó a Francia e ingresa en el monasterio
benedictino de Bec, en Normandía. Llega a ser abad y, más tarde, arzobispo de
Cantorbery (1093). Uno de sus escritos más famosos es el Proslogion:
«Deja un momento tus
ocupaciones habituales, hombre insignificante, entra un instante en ti mismo,
apartándote del tumulto de tus pensamientos. Arroja lejos de ti las preocupaciones.
Reposa en Dios un momento, descansa siquiera un momento en él. Entra en lo más
profundo de tu alma, aparta de ti todo, excepto Dios y lo que puede ayudarte a
alcanzarlo; cierra la puerta de tu habitación y búscalo en el silencio. Di con
todas tus fuerzas, di al Señor: “Busco tu rostro; tu rostro busco, Señor”. Y
ahora, Señor y Dios mío, enséñame dónde y cómo tengo que buscarte, dónde y cómo
te encontraré.
Si no estás en mí,
Señor, si estás ausente, ¿dónde te buscaré? Si estás en todas partes, ¿por qué
no te veo aquí presente? Es cierto que tú habitas en una luz inaccesible, ¿pero
dónde está esa luz inaccesible?, ¿cómo me aproximaré a ella? ¿quién me guiará y
me introducirá en esa luz para que en ella te contemple? ¿Bajo qué signos, bajo
qué aspectos te buscaré? Nunca te he visto, Señor y Dios mío, no conozco tu
rostro.
Dios altísimo, ¿qué
hará un desterrado, lejos de ti?, ¿qué hará este servidor tuyo, sediento de tu
amor, que se encuentra alejado de ti? Desea verte y tu rostro está muy lejos de
él. Anhela acercarse a ti y tu morada es inaccesible. Arde en deseos de
encontrarte e ignora dónde vives. No suspira más que por ti y jamás ha visto tu
rostro.
Enséñame a buscarte,
muéstrame tu rostro, porque si tú no me lo enseñas no puedo buscarte. No puedo
encontrarte si tú no te haces presente. Te buscaré deseándote, te desearé
buscándote, amándote te encontraré, encontrándote te amaré» (SAN ANSELMO,
Proslogion, en Brev. I, Viernes de la Primera Semana de Adviento).
Se comprende que sólo
podremos encontrar a Dios si entramos en nosotros mismos mediante el silencio
interior.
«Es el divino silencio
que se hace en el alma cuando el hombre —invocando humildemente la ayuda del
Espíritu Santo— consigue acallar en su mente y en su corazón las voces de la
imaginación incontrolada, del egoísmo o de las pasiones, para escuchar —en una
quietud humilde y enamorada— solamente la voz de Dios» (J. Herranz, Atajos del
si-lencio, p. 126).
Lo dice la Madre
Teresa de Calcuta: «El fruto del silencio
es la oración. El fruto de la oración es la fe. El fruto de la fe es el amor.
El fruto del amor es el servicio. El fruto del servicio es la paz» (Madre
Teresa de Calcuta).
No tener miedo a
aislarse de los demás: «Recogerse no es alejarse,
aislarse. Es abrazar. Es re-coger en Dios a los otros y a las cosas que tenemos
a nuestro alrededor» (De nuestro Padre, citada por J. Herranz, Atajos del
silencio). La contemplación es acción más rectitud de intención; diálogo más
amor al prójimo].
2. «He aquí la sierva
del Señor»
[Ahora nos fijaremos
en otra faceta del relieve portugués que llamó tanto la atención del Papa: la
disponibilidad de San José para amar la voluntad de Dios, fuera cual fuera, que
incluía el dolor y la incertidumbre].
«Pasemos al segundo
punto. Ese José que vemos está pronto para erguirse y, como dice el Evangelio,
cumplir la voluntad de Dios (Mat. I, 24; II, 14). Así toma contacto con el
centro de la vida de María, la respuesta que diera ella en el momento decisivo
de su existencia: He aquí la sierva del Señor (Luc, I, 38). En él sucede lo
mismo con su disposición a levantarse: Aquí tienes a tu siervo, dispón de mí.
Coincide su respuesta con la de Isaías en el instante de recibir el
llamamiento: Heme aquí, Señor, envíame (Is, VI, 8, en relación con I Sam, III,
8 y ss.). Esa llamada informará su vida entera en adelante. Pero también hay
otro texto de la Escritura que viene aquí a propósito: el anuncio que Jesús
hace a Pedro cuando le dice: Te llevará a donde tú no quieras ir (Jn, XXI, 10).
José, con su presteza, lo ha hecho regla de su vida: porque se halla preparado
para dejarse conducir, aunque la dirección no sea la que él quiere. Su vida
entera es una historia de correspondencias de este tipo».
«Comenzó con la
primera comunicación de las alturas: la del ángel al darle información sobre el
secreto de la maternidad divina de María, el misterio de la llegada del Mesías.
De improviso, la idea que se había hecho de una vida discreta, sencilla y
apacible, resulta trastornada cuando se siente incorporado a la aventura de
Dios entre los hombres. Al igual que sucediera en el caso de Moisés ante la
zarza ardiente, se ha encontrado cara a cara con un misterio del que le toca
ser testigo y copartícipe. Muy pronto ha de saber lo que ello implica: que el
nacimiento del Mesías no podrá suceder en Nazareth. Ha de partir para Belén,
que es la ciudad de David; pero tampoco será en ella donde suceda: porque los
suyos no le acogieron (Jn, I, 11). Apunta ya la hora de la Cruz: porque el
Señor ha de nacer en las afueras, en un establo. Luego viene, tras la nueva
comunicación del ángel, la salida para Egipto, donde ha de correr la suerte de
los sin casa y sin patria: refugiados, extranjeros, desarraigados que buscan un
lugar donde instalarse con los suyos».
«Volverá, pero sin que
hayan terminado los peligros. Más tarde, sufrirá la dolorosa experiencia de los
tres días durante los que Jesús está perdido (Luc, II, 46), esos tres días que
son como un presagio de los que mediarán entre la Cruz y la Resurrección: días
en los que el Señor ha desaparecido y se siente su vacío. Y, al igual que el
Resucitado no habrá de retornar para vivir entre los suyos con la familiaridad de aquellos días
que se fueron, sino que dice: No quieras retenerme, porque he de subir al
Padre, y podrás estar conmigo cuanto tú también subas (cfr. Jn, XX, 17), así
ahora, cuando Jesús es encontrado en el Templo, reaparece en primer plano el
misterio de Jesús en lo que tiene de lejanía, de gravedad de grandeza. José se siente, en cierto modo,
puesto en su sitio por Jesús, pero a la vez encaminado hacia lo alto. Yo debía
ocuparme de las cosas de mi Padre (Luc, II, 19). Es como si le dijera: Tú no
eres padre mío, sino guardián, que, al recibir la confianza de este oficio, has
recibido el encargo de custodiar el misterio de la Encarnación».
«Y morirá por fin José
sin haber visto manifestarse la misión de Jesús. En su silencio quedarán
sepultados todos sus padecimientos y esperanzas. La vida de este hombre no ha
sido la del que, pretendiendo realizarse a sí mismo, busca en sí solamente los recursos que
necesita para hacer de su vida lo que quiere. Ha sido el hombre que se niega a
sí mismo, que se deja llevar a donde no quería. No ha hecho de su vida cosa
propia, sino cosa que dar. No se ha guiado por un plan que hubiera concebido su
intelecto, y decidido su voluntad, sino que, respondiendo a los deseos de Dios,
ha renunciado a su voluntad para entregarse a la de Otro, la voluntad grandiosa
del Altísimo. Pero es exactamente en esta íntegra renuncia de sí mismo donde el
hombre se descubre».
«Porque tal es la
verdad: que solamente si sabemos perdernos, si nos damos, podremos
encontrarnos. Cuando esto sucede, no es nuestra voluntad quien prevalece, sino ésa
del Padre a la que Jesús se sometió: No se haga mi voluntad, sino la tuya (Luc,
XXII, 42). Y como entonces se cumple lo que decimos en el Padrenuestro: Hágase
tu voluntad en la tierra como en el Cielo, es una parte del Cielo lo que hay en
la tierra, porque en esta se hace lo mismo que en el Cielo. Por esto San José
nos ha enseñado, con su renuncia, con su abandono que en cierto modo adelantaba
la imitación de Jesús crucificado, los caminos de la fidelidad, de la
resurrección y de la vida».
3. San José, peregrino
«Nos queda un tercer
aspecto. Mirando a ese José que está vestido como peregrino, comprendemos que,
a partir del momento en que supiera del Misterio, su existencia sería la del
que está siempre en camino, en un constante peregrinar. Fue así la suya una
vida marcada por el signo de Abraham: porque la historia de Dios entre los
hombres, que es la historia de sus elegidos, comienza con la orden que
recibiera el padre de la estirpe: Sal de tu tierra para ser un extranjero (Gen,
XII, 1; Hebr, XI, 8 y ss.). Y por haber sido una réplica de la vida de Abraham,
se nos descubre José como una prefiguración de la existencia del cristiano.
Podemos comprobarlo con viveza singular en la Primera Carta de San Pedro y en
la de Pablo a los Hebreos. Como cristianos que somos nos dicen los Apóstoles—
debemos considerarnos extranjeros, peregrinos y huéspedes (I Ped, 1, y 17; II,
11; Hebr, XIII, 14): porque nuestra morado, o, como dice San Pablo en su Carta
a los Filipenses, nuestra ciudadanía está en los Cielos (Fil, III, 20)».
«Hoy suenan mal esas
palabras sobre el Cielo: porque tendemos a creer que, apartarnos de cumplir
nuestros deberes en la tierra, nos enajena de nuestro mundo. Tendemos a creer
que nuestra vocación no es solamente hacer un Paraíso de la tierra y en esta
concentrar nuestras miradas, sino a la vez dedicarle por completo el corazón y
los esfuerzos de nuestras manos. Pero sucede en realidad que, al comportarnos
de ese modo, lo que estamos haciendo justamente es destrozar la Creación. Ello
es así porque, en el fondo, los anhelos del hombre, la saeta de sus ambiciones,
apuntan en dirección al infinito. De aquí que, hoy más que nunca, comprobemos
que únicamente Dios puede saciar al hombre por completo. Estamos hechos de tal
forma, que las cosas finitas nos dejan siempre insatisfechos, porque
necesitamos mucho más: necesitamos el Amor inagotable, la Verdad y la Belleza
ilimitadas».
«Aunque ese anhelo sea
insuprimible, podemos, por desgracia, desplazarlo de nuestros horizontes, y con
ello perseguir las plenitudes buscando solamente en lo finito. Queriendo tener
el Cielo ya en la tierra, esperamos y exigimos todo de ella y de la actual
Sociedad. Pero, en su intento de extraer de lo finito lo infinito, el hombre
pisotea la tierra e imposibilita una ordenada convergencia social porque a sus ojos cada uno de ellos aparece
como amenaza u obstáculo; y porque arranca del mundo material y del biológico,
algunos de los componentes que necesitaría preservar para sí mismo. Tan solo
cuando aprendamos nuevamente a dirigir nuestras miradas hacia el Cielo,
brillará la tierra con todo su esplendor. Únicamente cuando vivifiquemos las
grandes esperanzas de nuestros ánimos con la idea de un eterno estar con Dios,
y nos sintamos nuevamente peregrinos hacia la Eternidad, en vez de aherrojarnos
a esta tierra, sólo entonces irradiarán nuestros anhelos hacia este mundo para
que tenga también él esperanza y paz».
4. Conclusión
«Por todo ello, demos
gracias a Dios en este día porque nos ha dado ese Santo, que nos habla de
recogernos en Él; que nos enseña la prontitud, y la obediencia, y la
abnegación, y la actitud de caminantes que se dejan llevar por Dios; y que nos
dice por esto mismo la manera de servir igualmente a nuestra tierra. Demos
gracias así mismo por esta fiesta jubilar en la que podemos comprobar que sigue
habiendo personas con el ánimo abierto a la voluntad de Dios, y preparadas para
escuchar sus llamamientos y marchar a su lado hacia donde Él quiera llevarlas.
E imploremos la gracia de lo Alto para que, demostrando también nosotros
vigilancia y prontitud, y procediendo en nuestras vidas con loa misma plenitud
de la esperanza, nos veamos un día recibidos por Dios, que constituye nuestro
auténtico Destino de caminantes hacia la comunión en la vida eterna».
Tan importante es el recogimiento que me recuerda unas palabras que dijo Jesús a santa Faustina Kowalska, cito aquí, textualmente: Cuando contemplas en el fondo de tu corazón lo que te digo, sacas un provecho mucho mayor que si leyeras muchos libros. Oh, si las almas quisieran escuchar Mi voz cuando les hablo en el fondo de sus corazones, en poco tiempo llegarían a la cumbre de la santidad.
ResponderEliminarHabeces es difícil estar en silencio con tantos ruidos en casa .TV .musica etc.cuando la familia no está en la misma sintonía .pero aún adi encuentro el silencio interior y la paz que necesita mi alma.amo a mi querido.San José esposo de Mria y padre de nuestro Salvador Rey de Reyes.
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