Los ángeles de la Navidad cantan una sola
canción: “Gloria a Dios en el Cielo, y en la tierra paz a los hombres de
buena voluntad” (Lc 2, 14). Otra versión
dice: “a los hombres que ama el Señor”.
Recientemente, Mons. Fernando Ocáriz,
Prelado del Opus Dei, escribía: “Cada año, el eco de este canto llena el mundo
entero, avivando en nosotros una alegre esperanza” (Mensaje de Navidad, 16 de diciembre de 2018) (ver aquí).
Lo primero es la gloria de Dios. Toda
la creación le da gloria, lo alaba, lo bendice, le da gracias. La creación
entera se alegra con el nacimiento del Niño Dios, del Hijo, de la Palabra de
Dios Vivo. Si contemplamos con detenimiento el Misterio de la Encarnación,
deberíamos de saltar de gozo y permanecer así sin dejar de dar gloria a Dios.
Pero también la segunda parte del canto
angélico es importante: “y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad”.
San Ireneo de Lyon lo expresaba muy bien cuando escribía: “gloria Dei vivens homo; vita autem hominis cognitio Dei”. “La gloria
de Dios es que el hombre viva; y la vida del hombre es el conocimiento de Dios”.
Dios desea que le demos gloria —principalmente
los seres espirituales de la creación: los ángeles y los hombres— tomándonos en
serio la vida que Él nos ha dado: viviendo plenamente. Y ¿cómo vivimos
plenamente? Buscando un conocimiento amoroso de Dios.
Nuestra vida será plena sólo en la medida
en que busquemos, con todas nuestras fuerzas, conocer más y mejor a Dios,
para tratar de amarlo con el Amor con que Él nos ama. El hombre de “buena
voluntad” el aquel que es amado por Dios y que procura dedicar todas sus
fuerzas a amar a su Creador, Redentor y Santificador.
Para amar a Dios hay un solo Camino: Cristo.
Por eso Mons. Ocáriz nos dice en un video reciente (21 de diciembre de 2018) (ver aquí) que “la Navidad es siempre una ocasión de contemplar a Dios en un Niño”. Mirar con
calma y profundidad a Jesús, hecho Niño, nos introduce en el Misterio
impresionante de Dios. Todas las palabras y las acciones de Jesús nos dan a
conocer el “modo de ser de Dios”, es decir, que Dios es Amor.
San Pablo, en la Carta a los Gálatas
dice: “yo vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí” (Gal 2, 20). Tenemos que creer en el Amor
de Dios por nosotros. Es un modo de enfocar la Navidad (cfr. video citado arriba).
Es lo mismo que dice San Juan: “Y nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene” (1 Jn 4, 16).
El conocimiento en el gran Amor que Dios
nos tiene no se adquiere sólo por la razón. No basta. Mirando al Niño en el
pesebre, hay que pedirle fe: “¡Auméntanos la fe! Para verte como Dios, como
Amor de Dios por nosotros”.
En Belén, Dios nos da grandes lecciones de
fe, de amor, de humildad…, si sabemos mirar contemplativamente todo lo que
ahí ocurre. Lo hacemos cuando leemos despacio el capítulo 2° de San Lucas y lo
meditamos en la oración tratando de meternos en las escenas del Evangelio.
Jesús está en brazos de su Madre. María
lo contempla extasiada. Tenía una fe inmensa y también un amor inmenso. Su fe
está envuelta en la oscuridad del Misterio pero, a la vez, es luminosa como la
luz del sol.
No es obstáculo la pobreza del establo
para que Nuestra Señora estuviera radiante de alegría con su Niño. Está rodeada
de unos pobres animales y de unos pobres pastores, pero en ellos la Virgen ve
el diseño misterioso de Dios que ama la pobreza, lo insignificante y lo pequeño
a los ojos de los hombres.
Nuestra Madre, al mirar a su Hijo, ve también
a todos los hombres de la tierra, especialmente a quienes están más
necesitados y solos. Nosotros podemos también aprender esta lección de Belén:
Jesús viene a traer su Luz a los pobres. En esta Navidad nuestro corazón se
llena de ternura y compasión por todos, porque todos somos pobres creaturas con
necesidad de cariño.
Durante estos días santos podemos intentar
darnos un poco más a los demás, a las personas con quienes convivimos
diariamente, en la familia, en la convivencia social. Todos son hijos de Dios.
Todos necesitan descubrir —creer— que Dios nos ama.
Si en cada familia cristiana se cuida el
ambiente de Navidad —de alegría, de preocupación por servir, de esmerarse
en tener detalles de delicadeza con todos— ¡qué distinto será el mundo en que
vivimos!
La
familia es el lugar donde aprendemos a darnos a los demás. Sólo así seremos
constructores de la paz en el mundo. “En la tierra paz a los hombres de buena
voluntad”. Es la “buena voluntad” de aprender a amar, porque creemos en el Amor
que Dios nos manifiesta.
Todo esto no es algo fácil. La santidad es
difícil. Lo “natural” no es el altruismo, sino el egoísmo, porque continúan
en el mundo los efectos del pecado y el mal. Para conseguir la paz de Dios hay
que luchar intensamente contra todas nuestras malas tendencias. Para llegar a
ser “hombres de buena voluntad” es preciso el sacrificio continuo. Como dice el
conocido villancico: Jesús “vino para padecer” y enseñarnos el camino de la
Cruz que nos lleva a la Gloria.
¡El mundo está tan necesitado de paz! Pero,
por eso mismo, también de lucha. Los antiguos decían: “Si vis pax, para bellum”.
“Si quieres la paz, prepara la guerra”. No se trata de una guerra contra el
vecino, sino contra nosotros mismos. No puede haber paz en el mundo si no hay
paz en los corazones.
¿Y dónde está la paz? San Pablo nos
dice: “Cristo es nuestra Paz” (Ef 2, 14). Así seremos sembradores de paz y de
alegría: si buscamos a Cristo y lo llevamos a los demás, principalmente con
nuestra coherencia de vida: siendo “otro Cristo”, “el mismo Cristo”. “Mihi enim vivere Christus est”. “Mi
vivir es Cristo” (Fil 1, 21).
María nos enseñará a encontrar a Jesús
en este Tiempo de Navidad y en nuestra vida ordinaria, donde Él nos espera
siempre.