sábado, 29 de diciembre de 2018

Gloria a Dios en el Cielo

Los ángeles de la Navidad cantan una sola canción: “Gloria a Dios en el Cielo, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad” (Lc 2, 14). Otra versión dice: “a los hombres que ama el Señor”.   

Adoración de los pastores - Colección - Museo Nacional del Prado 

Recientemente, Mons. Fernando Ocáriz, Prelado del Opus Dei, escribía: “Cada año, el eco de este canto llena el mundo entero, avivando en nosotros una alegre esperanza” (Mensaje de Navidad, 16 de diciembre de 2018) (ver aquí).

Lo primero es la gloria de Dios. Toda la creación le da gloria, lo alaba, lo bendice, le da gracias. La creación entera se alegra con el nacimiento del Niño Dios, del Hijo, de la Palabra de Dios Vivo. Si contemplamos con detenimiento el Misterio de la Encarnación, deberíamos de saltar de gozo y permanecer así sin dejar de dar gloria a Dios.

Pero también la segunda parte del canto angélico es importante: “y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad”. San Ireneo de Lyon lo expresaba muy bien cuando escribía: “gloria Dei vivens homo; vita autem hominis cognitio Dei”. “La gloria de Dios es que el hombre viva; y la vida del hombre es el conocimiento de Dios”.

Dios desea que le demos gloria —principalmente los seres espirituales de la creación: los ángeles y los hombres— tomándonos en serio la vida que Él nos ha dado: viviendo plenamente. Y ¿cómo vivimos plenamente? Buscando un conocimiento amoroso de Dios.

Nuestra vida será plena sólo en la medida en que busquemos, con todas nuestras fuerzas, conocer más y mejor a Dios, para tratar de amarlo con el Amor con que Él nos ama. El hombre de “buena voluntad” el aquel que es amado por Dios y que procura dedicar todas sus fuerzas a amar a su Creador, Redentor y Santificador.

Para amar a Dios hay un solo Camino: Cristo. Por eso Mons. Ocáriz nos dice en un video reciente (21 de diciembre de 2018) (ver aquí) que “la Navidad es siempre una ocasión de contemplar a Dios en un Niño”. Mirar con calma y profundidad a Jesús, hecho Niño, nos introduce en el Misterio impresionante de Dios. Todas las palabras y las acciones de Jesús nos dan a conocer el “modo de ser de Dios”, es decir, que Dios es Amor.   

San Pablo, en la Carta a los Gálatas dice: “yo vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí” (Gal 2, 20). Tenemos que creer en el Amor de Dios por nosotros. Es un modo de enfocar la Navidad (cfr. video citado arriba).

Es lo mismo que dice San Juan: “Y nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene” (1 Jn 4, 16).   

El conocimiento en el gran Amor que Dios nos tiene no se adquiere sólo por la razón. No basta. Mirando al Niño en el pesebre, hay que pedirle fe: “¡Auméntanos la fe! Para verte como Dios, como Amor de Dios por nosotros”.   

En Belén, Dios nos da grandes lecciones de fe, de amor, de humildad…, si sabemos mirar contemplativamente todo lo que ahí ocurre. Lo hacemos cuando leemos despacio el capítulo 2° de San Lucas y lo meditamos en la oración tratando de meternos en las escenas del Evangelio.

Jesús está en brazos de su Madre. María lo contempla extasiada. Tenía una fe inmensa y también un amor inmenso. Su fe está envuelta en la oscuridad del Misterio pero, a la vez, es luminosa como la luz del sol.
  
No es obstáculo la pobreza del establo para que Nuestra Señora estuviera radiante de alegría con su Niño. Está rodeada de unos pobres animales y de unos pobres pastores, pero en ellos la Virgen ve el diseño misterioso de Dios que ama la pobreza, lo insignificante y lo pequeño a los ojos de los hombres.

Nuestra Madre, al mirar a su Hijo, ve también a todos los hombres de la tierra, especialmente a quienes están más necesitados y solos. Nosotros podemos también aprender esta lección de Belén: Jesús viene a traer su Luz a los pobres. En esta Navidad nuestro corazón se llena de ternura y compasión por todos, porque todos somos pobres creaturas con necesidad de cariño.

Durante estos días santos podemos intentar darnos un poco más a los demás, a las personas con quienes convivimos diariamente, en la familia, en la convivencia social. Todos son hijos de Dios. Todos necesitan descubrir —creer— que Dios nos ama.

Si en cada familia cristiana se cuida el ambiente de Navidad —de alegría, de preocupación por servir, de esmerarse en tener detalles de delicadeza con todos— ¡qué distinto será el mundo en que vivimos!

La familia es el lugar donde aprendemos a darnos a los demás. Sólo así seremos constructores de la paz en el mundo. “En la tierra paz a los hombres de buena voluntad”. Es la “buena voluntad” de aprender a amar, porque creemos en el Amor que Dios nos manifiesta.

Todo esto no es algo fácil. La santidad es difícil. Lo “natural” no es el altruismo, sino el egoísmo, porque continúan en el mundo los efectos del pecado y el mal. Para conseguir la paz de Dios hay que luchar intensamente contra todas nuestras malas tendencias. Para llegar a ser “hombres de buena voluntad” es preciso el sacrificio continuo. Como dice el conocido villancico: Jesús “vino para padecer” y enseñarnos el camino de la Cruz que nos lleva a la Gloria.

¡El mundo está tan necesitado de paz! Pero, por eso mismo, también de lucha. Los antiguos decían: “Si vis pax, para bellum”. “Si quieres la paz, prepara la guerra”. No se trata de una guerra contra el vecino, sino contra nosotros mismos. No puede haber paz en el mundo si no hay paz en los corazones.

¿Y dónde está la paz? San Pablo nos dice: “Cristo es nuestra Paz” (Ef 2, 14). Así seremos sembradores de paz y de alegría: si buscamos a Cristo y lo llevamos a los demás, principalmente con nuestra coherencia de vida: siendo “otro Cristo”, “el mismo Cristo”. “Mihi enim vivere Christus est”. “Mi vivir es Cristo” (Fil 1, 21).

María nos enseñará a encontrar a Jesús en este Tiempo de Navidad y en nuestra vida ordinaria, donde Él nos espera siempre. 
  

sábado, 22 de diciembre de 2018

Duérmete


Los Villancicos son las canciones del Tiempo de Navidad. Sin embargo, se suelen cantar también durante el Adviento porque el alma cristiana no puede esperar, cada año, a que nazca el Niño, cuando sabe que ya ha nacido y que se alegra con nuestros cantos sencillos.   


Hay diferencias entre las canciones de Navidad en las diversas lenguas: carol en inglés, noël en francés, laude en italiano, weihnachtslied en alemán, vilancete en portugués… Pero también hay mucho en común entre ellos: son cantos de amor y alegría; de agradecimiento y compasión por el Niño pequeño que pasa frío en el Pesebre.

En el Diccionario de la Real Academia Española (DRAE) la primera acepción de “villancico” es la siguiente: “canción popular, principalmente de tema religioso, que se canta en Navidad y en los días cercanos a esta fecha”.

Los villancicos castellanos derivan de las cancioncillas o cantigas populares que cantaban los villanos (habitantes de las villas), con motivo de las fiestas religiosas, en la España mozárabe del siglo XI. Con el tiempo se llamó “villancicos” a las que se cantaban en la época de Navidad.    

Los Villancicos pueden muy bien ser tema de nuestra oración durante estos días. San Agustín decía que el que reza cantando reza dos veces. Pero, además, podemos llevar la letra de los Villancicos a la oración, meternos en las escenas de la Navidad y ponernos junto a María y José —junto a los pastores, el buey y la mula—, e intentar arrullar al Niño para que duerma, o tratar de decirle cosas que le alegren, para que no llore.

Aunque ya hay ejemplos de villancicos desde el siglo XV (por ejemplo, los cuatro que compusieron Juan del Enzina y el Marqués de Santillana, fue en el siglo XVII cuando el villancico se convierte en un género sumamente popular, y para entonces constituirá la mayor parte de la producción musical española de la época.

En la América virreinal, el villancico fue un medio espléndido de evangelización incorporaba el lenguaje y ritmos de las formas locales, incluyendo con frecuencia palabras en idiomas indígenas, vocablos africanos o jerga de los dialectos europeos. son particularmente conocidos los de la monja novohispana, Sor Juana Inés de la Cruz.

Este año el Colegio Tajamar, de Madrid (barrio de Vallecas), una Obra Corporativa del Opus Dei, ha puesto en YouTube un villancico precioso. Se llama “Duérmete”. La música es del conocido compositor y cantante mexicano Carlos Rivera. La canción original se llama “Día de lluvia”, pero Álvaro Torres ha puesto una nueva letra, muy lograda y apropiada para hacer oración con ella.

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Duérmete
Letra: Canción original: “Día de lluvia”.
Autor: Carlos Rivera.
Adaptación de la letra: Álvaro Torres.
Ver y escuchar el Villancico en YouTube

Todo lleno de oscuridad / Hace frío y se corta el silencio.
Aquí en este humilde portal / Preparemos, no hay tiempo al lamento.
El Niño pronto nacerá / Mula y buey preparad vuestro aliento.
Sólo eso le calentará / Daos prisa, ha llegado el momento.

Duérmete, mi pequeño / Descansa en esta noche de paz / Las estrellas del cielo / Brillan para no verte llorar.
Que los ángeles canten / Que llegue al Cielo la claridad / Que se calle el silencio / En esta primera Navidad.

Qué alegría estás aquí ya / Es un sueño tenerte en mi pecho.
No puedo dejar de llorar / Tu sonrisa consuela mis miedos.
Ven aquí mi amado José / Coge al Niño cúbrelo de besos.
Pronto la gente llegará / Todo un Dios en un niño pequeño.

Gloria a Dios en el Cielo / Bendita sea esta noche de paz / En un humilde lecho / Nacerá el Rey de la humanidad.
Que los ángeles canten / Que llegue al Cielo la claridad / Que se calle el silencio / En esta primera Navidad.

Toma todo mi corazón / Sólo eso puedo regalarte.
Llena el mundo con tu calor / Que la Navidad llegue a cambiarme.

Duérmete, mi pequeño / Descansa en esta noche de paz / Las estrellas del cielo / Brillan para no verte llorar.
Que los ángeles canten / Que llegue al Cielo la claridad / Que se calle el silencio / En esta primera Navidad (bis).

Duérmete. Duérmete. Duerme.



sábado, 15 de diciembre de 2018

Domingo Gaudete


Mañana celebramos el Tercer Domingo de Adviento o “Domingo Gaudete”. La Navidad está ya muy cercana. Para prepararnos, hemos recogido tres reflexiones de Benedicto XVI, durante el rezo del Ángelus, en 2006, 2009 y 2012, sobre este domingo. Buena lectura. Las negritas son nuestras.    

 Imagen relacionada

1. Benedicto XVI, Ángelus, 17 de diciembre de 2006

Queridos hermanos y hermanas:

En este tercer domingo de Adviento la liturgia nos invita a la alegría del espíritu. Lo hace con la célebre antífona que recoge una exhortación del apóstol san Pablo: "Gaudete in Domino", "Alegraos siempre en el Señor (...). El Señor está cerca" (cf. Flp 4, 4-5). También la primera lectura bíblica de la misa es una invitación a la alegría. El profeta Sofonías, al final del siglo VII antes de Cristo, se dirige a la ciudad de Jerusalén y a su población con estas palabras: "Regocíjate, hija de Sión; grita de júbilo, Israel; alégrate y gózate de todo corazón, hija de Jerusalén. (...) El Señor tu Dios está en medio de ti como poderoso salvador" (So 3, 14. 17). A Dios mismo lo representa el profeta con sentimientos análogos: "Él se goza y se complace en ti, te renovará con su amor, exultará sobre ti con júbilo, como en los días de fiesta" (So 3, 17-18). Esta promesa se realizó plenamente en el misterio de la Navidad, que celebraremos dentro de una semana y que es necesario renovar en el "hoy" de nuestra vida y de la historia.

La alegría que la liturgia suscita en el corazón de los cristianos no está reservada sólo a nosotros: es un anuncio profético destinado a toda la humanidad y de modo particular a los más pobres, en este caso a los más pobres en alegría. Pensemos en nuestros hermanos y hermanas que, especialmente en Oriente Próximo, en algunas zonas de África y en otras partes del mundo viven el drama de la guerra: ¿qué alegría pueden vivir? ¿Cómo será su Navidad?

Pensemos en los numerosos enfermos y en las personas solas que, además de experimentar sufrimientos físicos, sufren también en el espíritu, porque a menudo se sienten abandonados: ¿cómo compartir con ellos la alegría sin faltarles al respeto en su sufrimiento? Pero pensemos también en quienes han perdido el sentido de la verdadera alegría, especialmente si son jóvenes, y la buscan en vano donde es imposible encontrarla: en la carrera exasperada hacia la autoafirmación y el éxito, en las falsas diversiones, en el consumismo, en los momentos de embriaguez, en los paraísos artificiales de la droga y de cualquier otra forma de alienación.

No podemos menos de confrontar la liturgia de hoy y su "Alegraos" con estas realidades dramáticas. Como en tiempos del profeta Sofonías, la palabra del Señor se dirige de modo privilegiado precisamente a quienes soportan pruebas, a los "heridos de la vida y huérfanos de alegría". La invitación a la alegría no es un mensaje alienante, ni un estéril paliativo, sino más bien una profecía de salvación, una llamada a un rescate que parte de la renovación interior. Para transformar el mundo Dios eligió a una humilde joven de una aldea de Galilea, María de Nazaret, y le dirigió este saludo: "Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo". En esas palabras está el secreto de la auténtica Navidad. Dios las repite a la Iglesia, a cada uno de nosotros: "Alegraos, el Señor está cerca".

Con la ayuda de María, entreguémonos nosotros mismos, con humildad y valentía, para que el mundo acoja a Cristo, que es el manantial de la verdadera alegría.

2. Benedicto XVI, Ángelus, 13 de diciembre de 2009

Queridos hermanos y hermanas:

Estamos ya en el tercer domingo de Adviento. Hoy en la liturgia resuena la invitación del apóstol san Pablo: "Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres. (...) El Señor está cerca" (Flp 4, 4-5). La madre Iglesia, mientras nos acompaña hacia la santa Navidad, nos ayuda a redescubrir el sentido y el gusto de la alegría cristiana, tan distinta de la del mundo. En este domingo, según una bella tradición, los niños de Roma vienen a que el Papa bendiga las estatuillas del Niño Jesús, que pondrán en sus belenes. Y, de hecho, veo aquí en la plaza de San Pedro a numerosos niños y muchachos, junto a sus padres, profesores y catequistas. Queridos hermanos, os saludo a todos con gran afecto y os doy las gracias por haber venido. Me alegra saber que en vuestras familias se conserva la costumbre de montar el belén. Pero no basta repetir un gesto tradicional, aunque sea importante. Hay que tratar de vivir en la realidad de cada día lo que el belén representa, es decir, el amor de Cristo, su humildad, su pobreza. Es lo que hizo san Francisco en Greccio: representó en vivo la escena de la Natividad, para poderla contemplar y adorar, pero sobre todo para saber poner mejor en práctica el mensaje del Hijo de Dios, que por amor a nosotros se despojó de todo y se hizo niño pequeño.

La bendición de los "Bambinelli" –como se dice en Roma– nos recuerda que el belén es una escuela de vida, donde podemos aprender el secreto de la verdadera alegría, que no consiste en tener muchas cosas, sino en sentirse amados por el Señor, en hacerse don para los demás y en quererse unos a otros. Contemplemos el belén: la Virgen y san José no parecen una familia muy afortunada; han tenido su primer hijo en medio de grandes dificultades; sin embargo, están llenos de profunda alegría, porque se aman, se ayudan y sobre todo están seguros de que en su historia está la obra Dios, que se ha hecho presente en el niño Jesús. ¿Y los pastores? ¿Qué motivo tienen para alegrarse? Ciertamente el recién nacido no cambiará su condición de pobreza y de marginación. Pero la fe les ayuda a reconocer en el "niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre", el "signo" del cumplimiento de las promesas de Dios para todos los hombres "a quienes él ama" (Lc 2, 12.14), ¡también para ellos!

En eso, queridos amigos, consiste la verdadera alegría: es sentir que un gran misterio, el misterio del amor de Dios, visita y colma nuestra existencia personal y comunitaria. Para alegrarnos, no sólo necesitamos cosas, sino también amor y verdad: necesitamos al Dios cercano que calienta nuestro corazón y responde a nuestros anhelos más profundos. Este Dios se ha manifestado en Jesús, nacido de la Virgen María. Por eso el Niño, que ponemos en el portal o en la cueva, es el centro de todo, es el corazón del mundo. Oremos para que toda persona, como la Virgen María, acoja como centro de su vida al Dios que se ha hecho Niño, fuente de la verdadera alegría.

3. Benedicto XVI, Ángelus, 16 de diciembre de 2012

Queridos hermanos y hermanas:

El Evangelio de este domingo de Adviento muestra nuevamente la figura de Juan Bautista, y lo presentan mientras habla a la gente que acude a él, al río Jordán, para hacerse bautizar. Dado que Juan, con palabras penetrantes, exhorta a todos a prepararse a la venida del Mesías, algunos le preguntan: "¿Qué tenemos que hacer?" (Lc 3, 10.12.14). Estos diálogos son muy interesantes y se revelan de gran actualidad.

La primera respuesta se dirige a la multitud en general. El Bautista dice: "El que tenga dos túnicas, que comparta con el que no tiene; y el que tenga comida, haga lo mismo" (v. 11). Aquí podemos ver un criterio de justicia, animado por la caridad. La justicia pide superar el desequilibrio entre quien tiene lo superfluo y quien carece de lo necesario; la caridad impulsa a estar atento al prójimo y salir al encuentro de su necesidad, en lugar de hallar justificaciones para defender los propios intereses. Justicia y caridad no se oponen, sino que ambas son necesarias y se completan recíprocamente. "El amor siempre será necesario, incluso en la sociedad más justa", porque "siempre se darán situaciones de necesidad material en las que es indispensable una ayuda que muestre un amor concreto al prójimo" (Enc. Deus caritas est, 28).

Vemos luego la segunda respuesta, que se dirige a algunos "publicanos", o sea, recaudadores de impuestos para los romanos. Ya por esto los publicanos eran despreciados, también porque a menudo se aprovechaban de su posición para robar. A ellos el Bautista no dice que cambien de oficio, sino que no exijan más de lo establecido (cf. v. 13). El profeta, en nombre de Dios, no pide gestos excepcionales, sino ante todo el cumplimiento honesto del propio deber. El primer paso hacia la vida eterna es siempre la observancia de los mandamientos; en este caso el séptimo: "No robar" (cf. Ex 20, 15).

La tercera respuesta se refiere a los soldados, otra categoría dotada de cierto poder, por lo tanto tentada de abusar de él. A los soldados Juan dice: "No hagáis extorsión ni os aprovechéis de nadie con falsas denuncias, sino contentaos con la paga" (v. 14). También aquí la conversión comienza por la honestidad y el respeto a los demás: una indicación que vale para todos, especialmente para quien tiene mayores responsabilidades.

Considerando en su conjunto estos diálogos, impresiona la gran concreción de las palabras de Juan: puesto que Dios nos juzgará según nuestras obras, es ahí, justamente en el comportamiento, donde hay que demostrar que se sigue su voluntad. Y precisamente por esto las indicaciones del Bautista son siempre actuales: también en nuestro mundo tan complejo las cosas irían mucho mejor si cada uno observara estas reglas de conducta. Roguemos pues al Señor, por intercesión de María Santísima, para que nos ayude a prepararnos a la Navidad llevando buenos frutos de conversión (cf. Lc 3, 8).



sábado, 8 de diciembre de 2018

La Inmaculada Concepción


Los tres textos fundamentales que nos presenta hoy la liturgia de la palabra en la Solemnidad de la Inmaculada Concepción de Nuestra Señora están mutuamente relacionados.

Bartolomé Esteban Murillo - Inmaculada Concepción del Escorial  

Se pueden resumir en estas tres palabras: Gracia (2ª Lectura), Pecado (1ª Lectura) y Gracia (Evangelio). Dios nos creó para ser santos en su presencia. El hombre, libremente, se desvió del de Dios. Dios ofrece al hombre la reparación del pecado y la vuelta a la gracia, a través de María, en Jesucristo.

El Salmo responsorial es un canto de acción de gracias y alabanza al Señor por los dones que nos concede continuamente: “Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas” (Salmo 98).

Veamos las frases centrales de las tres lecturas.

“Él [Dios Padre] nos eligió en Cristo antes de la fundación del mundo para que fuésemos santos e intachables ante él por el amor. Él nos ha destinado por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, a ser sus hijos, para alabanza de la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en el Amado [Jesucristo]” (cfr. Ef 1, 3-6.11-12).

Con estas palabras de la 2ª Lectura, por medio de san Pablo, el Espíritu Santo nos revela que el plan de Dios fue, desde antes de la creación del mundo (del Big Bang”), que los hombres que Él crearía (en su cuerpo —por medio de la evolución del mundo cread—, y en su alma por creación directa de Dios en cada caso), desde el principio estaríamos destinados a la santidad y a la vida de la gracia, como hijos queridísimo suyos, por medio de Jesucristo.

Es decir, en Cristo, desde el principio, fuimos destinados a participar de la Verdad, del Bien, de la Belleza, del Amor de Dios… Esto es lo que se nos ha revelado también en los primeros capítulos del Génesis con la historia de Adán y Eva (1ª Lectura).

Después de comer Adán del árbol, el Señor Dios lo llamó y le dijo: «¿Dónde estás?». Él contestó: «Oí tu ruido en el jardín, me dio miedo, porque estaba desnudo, y me escondí» (cfr. Gn 3, 9-15.20).

Cuando Dios infundió el espíritu en los primeros hombres (en cada uno de ellos), eran buenos: vivían en la gracia de Dios, el mal no tenía poder sobre ellos. Ese era el plan de Dios. Tenían unas características del todo excepcionales: los dones preternaturales (integridad, ciencia infusa, inmortalidad, impasibilidad). No estaban heridos en su naturaleza como sucedió desde el momento en que decidieron apartarse del plan de Dios (con las heridas de la ignorancia, la malicia, la concupiscencia y la debilidad).

El pecado de los primeros hombres introdujo el mal en el mundo. Ellos fueron responsables de este “desastre” ecológico y cósmico (porque influyó, de alguna manera en toda la naturaleza creada) en el que vivimos. Ellos fueron los responsables de que sus descendientes (nosotros) tengamos esa “gota de veneno” en nuestra naturaleza caída, que es la tendencia al pecado (la concupiscencia).

Sin embargo, la tradición siempre ha visto a nuestros primeros padres como santos, porque, finalmente, se arrepintieron de su pecado, repararon por él y ahora gozan de la bienaventuranza eterna.

Después del pecado original, los hombres tenemos una naturaleza caída, herida por el pecado y con la tendencia al pecado. Es decir, a escoger el camino del mal (egoísmo, rencores, odios, resentimientos, amargura, etc.) en lugar del camino del bien (valentía, sacrificio, verdad, sentido de compromiso y responsabilidad, búsqueda del bien para los demás, etc.).  

Pero Dios previó que, en los últimos tiempos, el Hijo se encarnara y se hiciera hombre, como nosotros, excepto en el pecado. Y lo hizo así para reparar nuestras culpas, de la manera más sublime y perfecta que es manifestar su gran Amor por el hombre hasta el extremo de dar la vida. Ese es el mayor Sacrificio: el de un Padre que ofrece a su Hijo, totalmente inocente, que es injustamente condenado a muerte.
   
En su Plan Redentor, Dios quiso que Jesucristo naciera, como los demás hombres, de una Madre. María representa a la nueva humanidad redimida y, por eso, Dios quiso que estuviera completamente libre de pecado desde el momento de su concepción. Por eso leemos estas palabras en la Lectura del Evangelio (Lc 1, 26-30): El ángel, entrando en su presencia, dijo: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo».

El Papa Benedicto XVI, expresó brevemente, pero con gran profundidad, todo lo anterior en el Ángelus del 8 de diciembre de 2012, dos meses antes del fin de su pontificado. Ese día era sábado, como el día de hoy. Las negritas son nuestras.

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Queridos hermanos y hermanas:

Os deseo a todos feliz fiesta de María Inmaculada. En este Año de la fe desearía subrayar que María es la Inmaculada por un don gratuito de la gracia de Dios, que encontró en Ella perfecta disponibilidad y colaboración. En este sentido es "bienaventurada" porque "ha creído" (Lc 1, 45), porque tuvo una fe firme en Dios. María representa el "resto de Israel", esa raíz santa que los profetas anunciaron. En ella encuentran acogida las promesas de la antigua Alianza. En María la Palabra de Dios encuentra escucha, recepción, respuesta; halla aquel "sí" que le permite hacerse carne y venir a habitar entre nosotros. En María la humanidad, la historia, se abren realmente a Dios, acogen su gracia, están dispuestas a hacer su voluntad. María es expresión genuina de la Gracia. Ella representa el nuevo Israel, que las Escrituras del Antiguo Testamento describen con el símbolo de la esposa. Y san Pablo retoma este lenguaje en la Carta a los Efesios donde habla del matrimonio y dice que "Cristo amó a su Iglesia: Él se entregó a sí mismo por ella, para consagrarla, purificándola con el baño del agua y la palabra, y para presentarse a Él mismo la Iglesia toda gloriosa, sin mancha ni arruga ni nada semejante, sino santa e inmaculada" (Ef 5, 25-27). Los Padres de la Iglesia desarrollaron esta imagen y así la doctrina de la Inmaculada nació primero en referencia a la Iglesia virgen-madre, y sucesivamente a María. Así escribe poéticamente Efrén el Sirio: "Igual que los cuerpos mismos pecaron y mueren, y la tierra, su madre, está maldita (cf. Gn 3, 17-19), así, a causa de este cuerpo que es la Iglesia incorruptible, su tierra está bendita desde el inicio. Esta tierra es el cuerpo de María, templo en el cual se ha puesto una semilla" (Diatessaron 4, 15: SC 121, 102).

La luz que promana de la figura de María nos ayuda también a comprender el verdadero sentido del pecado original. En María está plenamente viva y operante esa relación con Dios que el pecado rompe. En Ella no existe oposición alguna entre Dios y su ser: existe plena comunión, pleno acuerdo. Existe un "sí" recíproco, de Dios a ella y de ella a Dios. María está libre del pecado porque es toda de Dios, totalmente expropiada para Él. Está llena de su Gracia, de su Amor.

En conclusión, la doctrina de la Inmaculada Concepción de María expresa la certeza de fe de que las promesas de Dios se han cumplido: su alianza no fracasa, sino que ha producido una raíz santa, de la que ha brotado el Fruto bendito de todo el universo, Jesús, el Salvador. La Inmaculada demuestra que la Gracia es capaz de suscitar una respuesta; que la fidelidad de Dios sabe generar una fe verdadera y buena.

Queridos amigos: esta tarde, como es costumbre, me acercaré a la Plaza de España al homenaje a María Inmaculada. Sigamos el ejemplo de la Madre de Dios, para que también en nosotros la gracia del Señor encuentre respuesta en una fe genuina y fecunda.



sábado, 1 de diciembre de 2018

Vigilar y esperar


El obispo Philip Egan, de Portsmouth (Inglaterra), escribió la semana pasada en el boletín de noticias que había recibido una copia de la relatio o informe oficial sobre el milagro atribuido a la intercesión del beato John Henry Newman (1801-1890), según informa el Catholic Herald: «Parece que, si todo va bien, Newman podría ser canonizado el próximo año» (cfr. la noticia en InfoCatólica).


Es una gran noticia. Rezamos para que todo se desarrolle bien y el Papa Francisco pueda canonizar en 2019 a este gran hombre, que ha influido tanto en la Iglesia.

Con motivo de este anuncio, transcribimos parte de un sermón que predicó el Cardenal Newman. Pertenece al 4° volumen de sus sermones parroquiales.

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"Estad alerta, vigilad: pues no sabéis cuándo es el tiempo». Esta misericordiosa advertencia es tan precisa, tan solemne, tan seria, que debería estar siempre presente en nuestros pensamientos. El Salvador había predicho de antemano su primera venida; con todo, cuando vino cogió a su Iglesia por sorpresa; su segunda venida será todavía más repentina y pillará a los hombres más desprevenidos aún, puesto que Él no ha determinado la duración del intervalo que la precederá –a diferencia de lo que sucedió con la primera venida–, sino que ha confiado nuestra vigilancia a la fe y el amor.

Pienso que en la palabra vigilancia –primero empleada por nuestro Señor, y, después, por su discípulo amado y los dos grandes apóstoles, Pedro y Pablo– es una palabra notable. Es notable porque la idea no es tan obvia como a primera vista pudiera parecer, y, en segundo lugar, porque se trata de algo que todos ellos tienen mucho interés en inculcar. No se trata simplemente de que creamos, sino de que vigilemos; no se trata simplemente de que amemos, sino de que vigilemos; de que simplemente obedezcamos, sino de que vigilemos. Pero, ¿ante qué debemos estar vigilantes? Ante el gran acontecimiento, la venida de Cristo. Tanto si consideramos el significado obvio del término vigilar como el objeto de la vigilancia, nos da la impresión de que se exige de nosotros un deber especial que, de primeras, no sabemos muy bien en qué consiste. La mayoría de nosotros tenemos una idea general de lo que significa creer, temer, amar y obedecer; pero quizá no sabemos muy bien qué significa vigilar. ¿En qué consiste la vigilancia?

Pienso que se puede explicar como sigue. ¿Conoces el sentimiento de esperar a un amigo, de esperar que venga, y que se retrase? ¿Sabes lo que es estar en mala compañía, con alguien que te resulta desagradable, y desear que el tiempo pase, y que suene la hora y que puedas estar libre? ¿Sabes lo que es estar lleno de ansiedad por si va a suceder o no algo, o estar en suspenso por un suceso importante, que hace que tu corazón lata más rápido cuando te acuerdas de ello, y que es lo primero en lo que piensas por la mañana? ¿Sabes lo que es querer a un amigo que está en un país lejano, esperar noticias suyas, y preguntarte todos los días qué es lo que estará haciendo, y si estará bien? ¿Sabes lo que es vivir pendiente de una persona que está contigo, de forma que tus ojos van detrás de los suyos, lees en su alma, percibes todos los cambios en su semblante, anticipas sus deseos, sonríes cuando sonríe, y estás triste cuando está triste, y estás abatido cuando está enfadado, y te alegras con sus éxitos? Estar vigilante ante la venida de Cristo es un sentimiento parecido a todos éstos, en la medida en que los sentimientos de este mundo son aptos para reflejar los del otro.

Está vigilante ante la venida de Cristo la persona que tienen una mente sensible, ardiente, inquieta; la persona que es despierta, perspicaz, que está entusiasmada por buscarle y honrarle; que lo busca en todo cuanto sucede, y que no se sorprendería, ni se sentiría demasiado perturbada ni abrumada, si supiera que Él iba a venir ahora mismo.

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También reproducimos, a continuación, la homilía que el Papa Benedicto XVI pronunció en las Primeras Vísperas del Adviento del año 2009.

Queridos hermanos y hermanas,

con esta celebración vespertina entramos en el tiempo litúrgico del Adviento. En la lectura bíblica que acabamos de escuchar, tomada de la Primera Carta a los Tesalonicenses, el apóstol Pablo nos invita a preparar la "venida del Señor nuestro Jesucristo" (5,23) conservándonos irreprensibles, con la gracia de Dios. Pablo usa precisamente la palabra “venida”, en latín adventus, de donde viene el término Adviento.

Reflexionemos brevemente sobre el significado de esta palabra, que puede traducirse como “presencia”, “llegada”, “venida”. En el lenguaje del mundo antiguo era un término técnico utilizado para indicar la llegada de un funcionario, la visita del rey o del emperador a una provincia. Pero podía indicar también la venida de la divinidad, que sale de su ocultación para manifestarse con poder, o que es celebrada presente en el culto. Los cristianos adoptaron la palabra “adviento” para expresar su relación con Jesucristo: Jesús es el Rey, que ha entrado en esta pobre “provincia” llamada tierra para visitarnos a todos; hace participar en la fiesta de su adviento a cuantos creen en Él, a cuantos creen en su presencia en la asamblea litúrgica. Con la palabra adventus se pretendía sustancialmente decir: Dios está aquí, no se ha retirado del mundo, no nos ha dejado solos. Aunque no lo podemos ver y tocar como sucede con las realidades sensibles, Él está aquí y viene a visitarnos de múltiples maneras.

El significado de la expresión “adviento” comprende por tanto también el de visitatio, que quiere decir simple y propiamente "visita"; en este caso se trata de una visita de Dios: Él entra en mi vida y quiere dirigirse a mí. Todos tenemos experiencia, en la existencia cotidiana, de tener poco tiempo para el Señor y poco tiempo también para nosotros. Se acaba por estar absorbidos por el “hacer”. ¿Acaso no es cierto que a menudo la actividad quien nos posee, la sociedad con sus múltiples intereses la que monopoliza nuestra atención? ¿Acaso no es cierto que dedicamos mucho tiempo a la diversión y a ocios de diverso tipo? A veces las cosas no “atrapan”. El Adviento, este tiempo litúrgico fuerte que estamos empezando, nos invita a detenernos en silencio para captar una presencia. Es una invitación a comprender que cada acontecimiento de la jornada es un gesto que Dios nos dirige, signo de la atención que tiene por cada uno de nosotros. ¡Cuántas veces Dios nos hace percibir algo de su amor! ¡Tener, por así decir, un “diario interior” de este amor sería una tarea bonita y saludable para nuestra vida! El Adviento nos invita y nos estimula a contemplar al Señor presente. La certeza de su presencia ¿no debería ayudarnos a ver el mundo con ojos diversos? ¿No debería ayudarnos a considerar toda nuestra existencia como "visita", como un modo en que Él puede venir a nosotros y sernos cercano, en cada situación?

Otro elemento fundamental del Adviento es la espera, espera que es al mismo tiempo esperanza. El Adviento nos empuja a entender el sentido del tiempo y de la historia como "kairós", como ocasión favorable para nuestra salvación. Jesús ilustró esta realidad misteriosa en muchas parábolas: en la narración de los siervos invitados a esperar la vuelta del amo; en la parábola de las vírgenes que esperan al esposo; o en aquellas de la siembre y de la cosecha. El hombre, en su vida, está en constante espera: cuando es niño quiere crecer, de adulto tiende a la realización y al éxito, avanzando en la edad, aspira al merecido descanso. Pero llega el tiempo en el que descubre que ha esperado demasiado poco si, más allá de la profesión o de la posición social, no le queda nada más que esperar. La esperanza marca el camino de la humanidad, pero para los cristianos está animada por una certeza: el Señor está presente en el transcurso de nuestra vida, nos acompaña y un día secará también nuestras lágrimas. Un día no lejano, todo encontrará su cumplimiento en el Reino de Dios, Reino de justicia y de paz.

Pero hay formas muy distintas de esperar. Si el tiempo no está lleno por un presente dotado de sentido, la espera corre el riesgo de convertirse en insoportable; si se espera algo, pero en este momento no hay nada, es decir, si el presente queda vacío, cada instante que pasa parece exageradamente largo, y la espera se transforma en un peso demasiado grave, porque el futuro es totalmente incierto. Cuando en cambio el tiempo está dotado de sentido y percibimos en cada instante algo específico y valioso, entonces la alegría de la espera hace el presente más precioso.

Queridos hermanos y hermanas, vivamos intensamente el presente donde ya nos alcanzan los dones del Señor, vivámoslo proyectados hacia el futuro, un futuro lleno de esperanza. El Adviento cristiano se convierte de esta forma en ocasión para volver a despertar en nosotros el verdadero sentido de la espera, volviendo al corazón de nuestra fe que es el misterio de Cristo, el Mesías esperado por largos siglos y nacido en la pobreza de Belén. Viniendo entre nosotros, nos ha traído y continua ofreciéndonos el don de su amor y de su salvación. Presente entre nosotros, nos habla de múltiples modos: en la Sagrada Escritura, en el año litúrgico, en los santos, en los acontecimientos de la vida cotidiana, en toda la creación, que cambia de aspecto según si detrás de ella está Él o si está ofuscada por la niebla de un origen incierto y de un incierto futuro. A nuestra vez, podemos dirigirle la palabra, presentarle los sufrimientos que nos afligen, la impaciencia, las preguntas que nos brotan del corazón. ¡Estamos seguros de que nos escucha siempre! Y si Jesús está presente, no existe ningún tiempo privado de sentido y vacío. Si Él está presente, podemos seguir esperando también cuando los demás no pueden asegurarnos más apoyo, aún cuando el presente es agotador.

Queridos amigos, el Adviento es el tiempo de la presencia y de la espera de lo eterno. Precisamente por esta razón es, de modo particular, el tiempo de la alegría, de una alegría interiorizada, que ningún sufrimiento puede borrar. La alegría por el hecho de que Dios se ha hecho niño. Esta alegría, invisiblemente presente en nosotros, nos anima a caminar confiados. Modelo y sostén de este íntimo gozo es la Virgen María, por medio de la cual nos ha sido dado el Niño Jesús. Que Ella, fiel discípula de su Hijo, nos obtenga la gracia de vivir este tiempo litúrgico vigilantes y diligentes en la espera. Amén.


sábado, 24 de noviembre de 2018

Cristo Rey


Llegamos al final del Año Litúrgico con la Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo, que se celebra el Domingo 34° del Tiempo Ordinario.  

Cuanto hicisteis con uno de éstos mis pequeños, conmigo lo hicisteis

En esta ocasión, transcribimos una homilía pronunciada por el Papa Benedicto XVI el 25 de noviembre de 2013, pocos meses antes de su renuncia al Ministerio Petrino. Destacamos en negritas algunas frases.

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Señores cardenales, venerados hermanos en el episcopado y el sacerdocio, queridos hermanos y hermanas:

La solemnidad de Cristo Rey del Universo, coronación del año litúrgico, se enriquece con la recepción en el Colegio cardenalicio de seis nuevos miembros que, según la tradición, he invitado esta mañana a concelebrar conmigo la Eucaristía. Dirijo a cada uno de ellos mi más cordial saludo, agradeciendo al Cardenal James Michael Harvey sus amables palabras en nombre de todos. Saludo a los demás purpurados y a todos los obispos presentes, así como a las distintas autoridades, señores embajadores, a los sacerdotes, religiosos y a todos los fieles, especialmente a los que han venido de las diócesis encomendadas al cuidado pastoral de los nuevos cardenales.

En este último domingo del año litúrgico la Iglesia nos invita a celebrar al Señor Jesús como Rey del universo. Nos llama a dirigir la mirada al futuro, o mejor aún en profundidad, hacia la última meta de la historia, que será el reino definitivo y eterno de Cristo. Cuando fue creado el mundo, al comienzo, él estaba con el Padre, y manifestará plenamente su señorío al final de los tiempos, cuando juzgará a todos los hombres. Las tres lecturas de hoy nos hablan de este reino. En el pasaje evangélico que hemos escuchado, sacado del Evangelio de san Juan, Jesús se encuentra en la situación humillante de acusado, frente al poder romano. Ha sido arrestado, insultado, escarnecido, y ahora sus enemigos esperan conseguir que sea condenado al suplicio de la cruz. Lo han presentado ante Pilato como uno que aspira al poder político, como el sedicioso rey de los judíos. El procurador romano indaga y pregunta a Jesús: "¿Eres tú el rey de los judíos?" (Jn 18, 33). Jesús, respondiendo a esta pregunta, aclara la naturaleza de su reino y de su mismo mesianismo, que no es poder mundano, sino amor que sirve; afirma que su reino no se ha de confundir en absoluto con ningún reino político: "Mi reino no es de este mundo... no es de aquí" (v. 36).

Está claro que Jesús no tiene ninguna ambición política. Tras la multiplicación de los panes, la gente, entusiasmada por el milagro, quería hacerlo rey, para derrocar el poder romano y establecer así un nuevo reino político, que sería considerado como el reino de Dios tan esperado. Pero Jesús sabe que el reino de Dios es de otro tipo, no se basa en las armas y la violencia. Y es precisamente la multiplicación de los panes la que se convierte, por una parte, en signo de su mesianismo, pero, por otra, en un punto de inflexión de su actividad: desde aquel momento el camino hacia la Cruz se hace cada vez más claro; allí, en el supremo acto de amor, resplandecerá el reino prometido, el reino de Dios. Pero la gente no comprende, están defraudados, y Jesús se retira solo al monte a rezar, a hablar con el Padre (cf. Jn 6, 1-15). En la narración de la pasión vemos cómo también los discípulos, a pesar de haber compartido la vida con Jesús y escuchado sus palabras, pensaban en un reino político, instaurado además con la ayuda de la fuerza. En Getsemaní, Pedro había desenvainado su espada y comenzó a luchar, pero Jesús lo detuvo (cf. Jn 18, 10-11). No quiere que se le defienda con las armas, sino que quiere cumplir la voluntad del Padre hasta el final y establecer su reino, no con las armas y la violencia, sino con la aparente debilidad del amor que da la vida. El reino de Dios es un reino completamente distinto a los de la tierra.

Y es esta la razón de que un hombre de poder como Pilato se quede sorprendido delante de un hombre indefenso, frágil y humillado, como Jesús; sorprendido porque siente hablar de un reino, de servidores. Y hace una pregunta que le parecería una paradoja: "Entonces, ¿tú eres rey?". ¿Qué clase de rey puede ser un hombre que está en esas condiciones? Pero Jesús responde de manera afirmativa: "Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz" (Jn 18, 37). Jesús habla de rey, de reino, pero no se refiere al dominio, sino a la verdad. Pilato no comprende: ¿Puede existir un poder que no se obtenga con medios humanos? ¿Un poder que no responda a la lógica del dominio y la fuerza? Jesús ha venido para revelar y traer una nueva realeza, la de Dios; ha venido para dar testimonio de la verdad de un Dios que es amor (cf. 1Jn 4, 8-16) y que quiere establecer un reino de justicia, de amor y de paz (cf. Prefacio). Quien está abierto al amor, escucha este testimonio y lo acepta con fe, para entrar en el reino de Dios.

Esta perspectiva la volvemos a encontrar en la primera lectura que hemos escuchado. El profeta Daniel predice el poder de un personaje misterioso que está entre el cielo y la tierra: "Vi venir una especie de hijo de hombre entre las nubes del cielo. Avanzó hacia el anciano y llegó hasta su presencia. A él se le dio poder, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas lo sirvieron. Su poder es un poder eterno, no cesará. Su reino no acabará" (Dn 7, 13-14). Se trata de palabras que anuncian un rey que domina de mar a mar y hasta los confines de la tierra, con un poder absoluto que nunca será destruido. Esta visión del profeta, una visión mesiánica, se ilumina y realiza en Cristo: el poder del verdadero Mesías, poder que no tiene ocaso y que no será nunca destruido, no es el de los reinos de la tierra que surgen y caen, sino el de la verdad y el amor. Así comprendemos que la realeza anunciada por Jesús de palabra y revelada de modo claro y explícito ante el Procurador romano, es la realeza de la verdad, la única que da a todas las cosas su luz y su grandeza.

En la segunda lectura, el autor del Apocalipsis afirma que también nosotros participamos de la realeza de Cristo. En la aclamación dirigida a aquel "que nos ama, y nos ha librado de nuestros pecados con su sangre" declara que él "nos ha hecho reino y sacerdotes para Dios, su Padre" (Ap 1, 5-6). También aquí aparece claro que no se trata de un reino político sino de uno fundado sobre la relación con Dios, con la verdad. Con su sacrificio, Jesús nos ha abierto el camino para una relación profunda con Dios: en él hemos sido hechos verdaderos hijos adoptivos, hemos sido hechos partícipes de su realeza sobre el mundo. Ser, pues, discípulos de Jesús significa no dejarse cautivar por la lógica mundana del poder, sino llevar al mundo la luz de la verdad y el amor de Dios. El autor del Apocalipsis amplía su mirada hasta la segunda venida de Cristo para juzgar a los hombres y establecer para siempre el reino divino, y nos recuerda que la conversión, como respuesta a la gracia divina, es la condición para la instauración de este reino (cf. Ap 1, 7). Se trata de una invitación apremiante que se dirige a todos y cada uno de nosotros: convertirse continuamente en nuestra vida al reino de Dios, al señorío de Dios, de la verdad. Lo invocamos cada día en la oración del "Padre nuestro" con las palabras "Venga a nosotros tu reino", que es como decirle a Jesús: Señor que seamos tuyos, vive en nosotros, reúne a la humanidad dispersa y sufriente, para que en ti todo sea sometido al Padre de la misericordia y el amor.

Queridos y venerados hermanos cardenales, de modo especial pienso en los que fueron creados ayer, a vosotros se os ha confiado esta ardua responsabilidad: dar testimonio del reino de Dios, de la verdad. Esto significa resaltar siempre la prioridad de Dios y su voluntad frente a los intereses del mundo y sus potencias. Sed imitadores de Jesús, el cual, ante Pilato, en la situación humillante descrita en el Evangelio, manifestó su gloria: la de amar hasta el extremo, dando la propia vida por las personas que amaba. Ésta es la revelación del reino de Jesús. Y por esto, con un solo corazón y una misma alma, rezamos: "Adveniat regnum tuum". Amén.



sábado, 17 de noviembre de 2018

Los Novísimos


Mañana celebramos el 33° domingo del Tiempo Ordinario, último domingo del año litúrgico anterior a la fiesta de Cristo Rey.  

 

La 1ª Lectura y el Evangelio de la Misa nos hablan de la Segunda Venida de Jesucristo al Final de los Tiempos que, en el Nuevo Testamento se llama “la Parusía” (advenimiento, llegada).

Además, estamos en el mes de noviembre y, esta circunstancia nos da pie para meditar sobre los novísimos, un tema que frecuentemente se deja a un lado, y que es de primera importancia en nuestra fe católica.

Los novísimos o postrimerías son las últimas realidades a las que nos enfrentaremos cuando termine nuestra vida aquí en la tierra. Suelen enumerarse cuatro: muerte, juicio, infierno y gloria; a las cuales se añade también una quinta: el purgatorio.

A continuación recogeremos algunas citas sobre cada uno de ellos, que nos ayuden a reflexionar y a sacar algún pensamiento positivo para nuestra vida diaria.

Muerte

«Recuerde el alma dormida, avive el seso y despierte, contemplando, cómo se pasa la vida, como se viene la muerte, tan callando. Cuán presto se va el placer, cómo, después de acordado da dolor, cómo a nuestro parecer cualquier tiempo pasado fue mejor. Nuestras vidas son los ríos que van a dar en el mar que es el morir. Allí van los señoríos derechos a se acabar y consumir. Allí los ríos caudales, allí los otros medianos y más chicos alegados son iguales los que viven por sus manos y los ricos» (Coplas de Jorge Manrique a la muerte de su padre, siglo XV).

La palabra griega "parrochia" significa "los que residen como extranjeros en este mundo" (cfr. Hamann, La vida cotidiana de los primeros cristianos, p. 193).

«Dime hasta qué punto vives en presencia de la muerte y te diré hasta qué punto eres católico» (José Gaos).

Los cristianos son una "raza de hombres preparada a morir en cualquier momento" (Tertuliano).

El arte de saber envejecer se resume en una sola palabra: desprendimiento. Cuanto más viejo se es, menos derecho se tiene a ser egoísta. Cuanto más largo es el camino de nuestra existencia, más debe alejarnos de nosotros mismos. Al cerrarse el porvenir, se abre la eternidad; la rueda de los días, al mismo tiempo que desgasta el cuerpo, debe agudizar el alma...; desprenderse de todo lo que muere para abrirse a la luz y al amor, que no mueren (...) y cuando llega su última hora, [el hombre que se ha desprendido de todo] muere vivo” (Thibon, El equilibrio y la armonía, p. 239).

Juicio

Así han de considerarnos los hombres: ministros de Cristo y administradores de los misterios de Dios. Por lo demás, lo que se busca en los administradores es que sean fielesEn cuanto a mí, poco me importa ser juzgado por vosotros o por un tribunal humano. Ni siquiera yo mismo me juzgo4Pues aunque en nada me remuerde la conciencia, no por eso quedo justificado. Quien me juzga es el SeñorPor tanto, no juzguéis nada antes de tiempo, hasta que venga el Señor: él iluminará lo oculto de las tinieblas y pondrá de manifiesto las intenciones de los corazones; entonces cada uno recibirá de parte de Dios la alabanza debida” (1 Cor 4, 1-5).

"En fin, al Ángel de la Iglesia de Laodicea escribirás: Esto dice la misma Verdad, el testigo fiel y verdadero, el principio de las creaturas de Dios. Conozco bien tus obras que ni eres frío, ni caliente: ¡ojalá fueras frio o caliente! Más por cuanto eres tibio y no frío ni caliente, estoy para vomitarte de mi boca; porque estás diciendo: Yo soy rico y hacendado y de nada tengo falta, y no conoces que eres un desdichado y miserable y pobre y ciego y desnudo. Aconséjote que compres de mí el oro afinado en el fuego, con que te hagas rico y te vistas de ropas blancas, y no se descubra la vergüenza de tu desnudez, y unge tus ojos con colirio para que veas" (Apoc 3 14-18).

«Vas a ser juzgado sobre el amor y vas a ser juzgado por el Amor» (S. Juan de la Cruz).

"El que se miente a sí y escucha sus propias mentiras llega a no distinguir ninguna verdad ni en su fuero interno ni a su alrededor, pues deja de respetarse a sí mismo y de respetar a los otros" (Dostoievski).

Infierno

"Estando un día en oración (...) entendí que quería el Señor que viese el lugar que los demonios allá me tenían preparado, y yo merecido por mis pecados. Ello fue en brevísimo espacio; más aunque yo viviese muchos años, me parece imposible olvidárseme (...). Los dolores corporales (...) mayores que se pueden acá pasar (...) no es nada en comparación de lo que allí sentí y ver que habrían de ser sin fin y sin jamás cesar (...). Y así no me acuerdo vez que tengo trabajo ni dolores, que no me parezca nonada todo lo que acá se puede pasar; y así me parece, en parte, que nos quejamos sin propósito. Y así torno a decir que fue una de las mayores mercedes que el Señor me ha hecho, porque me ha aprovechado muy mucho, así para perder el miedo a las tribulaciones y contradicciones de esta vida como para esforzarme a padecerlas y dar gracias al Señor que me libró, a lo que ahora me parece, de males tan perpetuos y terribles (Sta. Teresa, Vida, c. 32).

"De aquí también gané la grandísima pena que me da las muchas almas que se condenan (...) y los ímpetus grandes de aprovechar almas, que me parece cierto en mí que por librar a una sola de tan gravísimos tormentos, pasaría yo muchas muertes muy de buena gana (...). Esto me hace pensar también que en cosa que tanto importa, no nos contentemos con menos de hacer todo lo que pudiéramos de nuestra parte; no dejemos nada, y plegue al Señor sea servido de darnos gracia para ellos (Sta. Teresa, Vida, c. 32).

“La opción de vida del hombre se hace en definitiva con la muerte; esta vida suya está ante el Juez. Su opción, que se ha fraguado en el transcurso de toda la vida, puede tener distintas formas. Puede haber personas que han destruido totalmente en sí mismas el deseo de la verdad y la disponibilidad para el amor. Personas en las que todo se ha convertido en mentira; personas que han vivido para el odio y que han pisoteado en ellas mismas el amor. Ésta es una perspectiva terrible, pero en algunos casos de nuestra propia historia podemos distinguir con horror figuras de este tipo. En semejantes individuos no habría ya nada remediable y la destrucción del bien sería irrevocable: esto es lo que se indica con la palabra infierno” (Benedicto XVI, Spe salvi n. 45).

Cielo

1 No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios, creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas. De lo contrario, ¿os hubiera dicho que voy a prepararos un lugar? Cuando me haya marchado y os haya preparado un lugar, de nuevo vendré y os llevaré junto a mí, para que, donde yo estoy, estéis también vosotrosY adonde yo voy, ya sabéis el camino” (Jn 14, 1-4).

Cada alma tiene una “firma secreta”: a lo largo de la vida va buscando algo de lo que sólo encuentra indicios, “intuiciones tentadoras, promesas jamás cabalmente cumplidas” (C.S. Lewis, El problema del dolor, p. 143). Ese algo deseado firmemente, se refiere también al “cordón invisible” que une los libros que realmente nos gustan: “Usted sabe muy bien cuál es la característica común que hace que a usted le gusten, aunque no pueda expresarlo con palabras. Sin embargo, la mayoría de sus amigos no lo entiende en absoluto y a menudo se preguntan por qué gustándole a usted esto también le gusta aquello otro” (Ibidem, p. 142). Si ese algo se manifestara, lo reconoceríamos. Sin ninguna duda diríamos: Aquí, por fin, está aquello para lo que he sido hecho. Y eso, plenamente manifestado, será el cielo para cada persona.

“En la patria divina todas las almas están unidas a Dios. Se alimentan de esa visión. Las almas se hallan enteramente poseídas por su amor a Dios en un éxtasis absoluto. Existe un inmenso silencio, porque para estar unidas a Dios las almas no tienen necesidad de palabras. La angustia, las pasiones, los temores, el dolor, las envidias, los odios y las inclinaciones desaparecen. Sólo existe ese encuentro de corazón a corazón con Dios. El Cielo es el corazón de Dios. Y ese corazón siempre será silencio” (Cardenal Robert Sarah, La Fuerza del silencio, pp. 107-108).

Purgatorio

“Algunos teólogos recientes piensan que el fuego que arde [en e purgatorio], y que a la vez salva, es Cristo mismo, el Juez y Salvador. El encuentro con Él es el acto decisivo del Juicio. Ante su mirada, toda falsedad se deshace. Es el encuentro con Él lo que, quemándonos, nos transforma y nos libera para llegar a ser verdaderamente nosotros mismos. En ese momento, todo lo que se ha construido durante la vida puede manifestarse como paja seca, vacua fanfarronería, y derrumbarse. Pero en el dolor de este encuentro, en el cual lo impuro y malsano de nuestro ser se nos presenta con toda claridad, está la salvación. Su mirada, el toque de su corazón, nos cura a través de una transformación, ciertamente dolorosa, «como a través del fuego». Pero es un dolor bienaventurado, en el cual el poder santo de su amor nos penetra como una llama, permitiéndonos ser por fin totalmente nosotros mismos y, con ello, totalmente de Dios” (Benedicto XVI, Spe Salvi, 47).


domingo, 11 de noviembre de 2018

Las viudas pobres, ejemplo de fe


En este domingo, XXXII del TO, la Iglesia nos presenta, en la Liturgia de la Palabra, la historia de dos viudas pobres, que nos dan un ejemplo admirable de fe.

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La primera vivió en Sarepta, una ciudad del actual Líbano, en el siglo IX antes de Cristo. Era muy pobre. Tenía un hijo. Había sufrido casi tres años de escasez, por la falta de lluvia en todo el país.

Un día, nos cuenta el Primer Libro de los Reyes, estaba recogiendo leña a las puertas de la ciudad. En eso, ve que llega un extranjero del sur: era el profeta Elías, que había sido enviado ahí por Dios.

Los orientales están llenos de hospitalidad y, cuando el profeta le pide que le dé un poco de agua para beber, ella deja su ocupación se apresura a hacerlo. Pero Elías le pide, además, algo para comer. Entonces ella le revela toda su penuria: no tiene más que un poco de harina y aceite para hacer un panecillo y pensaba dividirlo con su hijo, y luego prepararse para morir, porque no lo queda nada más.

Elías le pide que tenga fe y le dice, en nombre del Dios de Israel, que no le faltará el sustento y es generosa y le da a él todo lo que tiene.

Es sorprendente la fe de esta pobre viuda que escucha al profeta, ve en él a un enviado de Dios, y está dispuesta a confiar en él (y sobre todo en Dios), y deja vacía la orza de harina y la alcuza de aceite para dar de comer al forastero.

Dios le premió su fe porque, a partir de entonces, de modo milagroso, no se vaciaron la orza ni la alcuza, hasta que volvió a llover en aquellas tierras.

La otra viuda vivió ochocientos años después, en Jerusalén. También era pobre y pasaba necesidad. La Ley de moisés preveía que se ayudará a las viudas y a los huérfanos. Pero ella no tenía ni lo necesario para vivir. En cambio, muchos fariseos, escribas y doctores de la Ley acumulaban dinero y eran insensibles a las necesidades de sus hermanos más pobres.

San Marcos nos cuenta como Jesús había llegado a Jerusalén para sufrir su Pasión y Muerte en la Cruz. Vivía en Betania y, en aquella última semana de su vida en la tierra, se alojaba en la casa de sus amigos Lázaro, Marta y María. Pero todos los días iba a la Ciudad Santa para predicar en el Templo sus últimas enseñanzas a los judíos.

Uno de aquellos días, después de hablar a los judíos de distintos temas, entre ellos de la necesidad de que fueran más humildes y vivieran mejor la caridad con los pobres y necesitados, se sentó delante del gazofilacio, la alcancía en la que ponían sus donativos los judíos para la manutención del Templo.

El Señor observaba a la gente que pasaba por ahí. Él veía el dinero que echaban en la hucha pero, sobre todo, se fijaba en su corazón. Jesús sabía perfectamente lo que había en cada hombre. Los más ricos echaban mucho dinero, pero muchos de ellos no lo hacían con rectitud de corazón, sino por vanidad o por quedarse tranquilos ellos mismos con su conciencia. No lo hacían por amor a Dios y daban de lo que les sobraba. No hacían un verdadero sacrificio. Su ofrenda no era agradable a Dios, que mira las intenciones más profundas del alma.

En cambio, el Señor se fijó en la viuda pobre que, desconocida e insignificante, sin que nadie le diera importancia y oculta a los ojos de los hombres, había guardado dos blancas o pequeñas monedas, que hacían un cuadrante y no tenían ningún valor material. Pero esas moneditas era lo único que la viuda poseía.

Aquella viuda tenía un gran amor a Dios. Iba al templo todos los días. Era parecida a Ana, aquella mujer que había recibido a Jesús el día de la Purificación de Nuestra Señora y que era una mujer anciana y llena de Dios.

La viuda hace su ofrenda y da todo lo que tiene. Jesús se fija en ella y llama a los discípulos que están cerca de él, descansando  también, y les pide que miren a la viuda: que sepan valorar lo que realmente tiene valor y no se queden en las apariencias de tener más estima por todos los hombres “importantes” que daban mucho dinero para el Templo.

Jesús aprecia mucho más el donativo de la viuda, porque ha dado todo lo que tiene.

Es una enseñanza maravillosa del Señor que nos invita a ser generosos, a confiar en Dios y a entregar nuestra vida totalmente y sin reservas, confiando plenamente en que nunca nos faltará la protección del Señor en nuestra vida si actuamos así.

Vivir de fe. Abandonarnos en Dios. Confiar en Él. Ese es el camino. Ese es el estilo de vida que quiere el Señor para sus discípulos.

En la Segunda Lectura, leemos en la Carta a los Hebreos acerca de la Misa, único Sacrificio, que Jesús ofreció una sola vez en el Calvario. Cuando participamos de este Sacrificio nos unimos al Sacrificio de la Cruz. Es la mejor ofrenda. Nosotros damos todo lo poco que tenemos (dos moneditas, como la viuda del Templo), pero eso adquiere un valor infinito al unirse al Sacrificio de Cristo.  

Hoy le pedimos a Nuestra Madre, Auxilio de los cristianos, Refugio de los pecadores, Consoladora de los afligidos, que purifique nuestro corazón y lo haga grande y generoso para confiar en Dios y estar dispuestos a darlo todo porque ¡vale la pena! ponernos en sus manos.