En el
Cuarto Misterio de Luz meditamos la
Transfiguración del Señor en el Monte Tabor.
Jesús había estado hacía unos seis días en
el norte del país. Se había reunido con sus discípulos en Cesarea de
Filipo, una ciudad griega. Allí les había preguntado: “¿quién dicen la gente
que es el Hijo del Hombre?”. Y luego: “y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?”
(cfr. Mt 16, 13-15). Era una pregunta directa. Jesús sabía lo que había en el
hombre y en cada uno de sus discípulos. Pero desea que abran su corazón y digan
lo que piensan con sinceridad.
Pedro,
que era el más fogoso y decidido, contesta en nombre de todos: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”
(Mt 16, 16). Jesús no niega lo que dice Pedro, sino que le llama bienaventurado
porque el Padre celestial es quien le ha revelado esa verdad.
A partir de ese momento Jesús se dirige a
Jerusalén. Faltan seis meses para su prendimiento, muerte y posterior
resurrección. El Señor quiere preparar a sus apóstoles. Sabe que son débiles y comienza
a anunciarles el misterio de la Cruz, para que lo acepten y comprendan que es
algo central en el mensaje que les ha trasmitido y que luego les pedirá que
lleven hasta los confines de la tierra.
Los discípulos se resistirán a recibir esta
revelación hasta que el Espíritu Santo les ilumine y los transforme. Eran
de dura cerviz. Lo demuestra la inmediata reacción de Pedro en la misma ciudad
de Cesarea: “¡Lejos de ti tal cosa, Señor! Eso no puede pasarte” (Mt 16, 22).
Antes de llegar al Calvario Jesús lleva a
sus discípulos al Monte Tabor, que está en la gran llanura que hay entre la
zona montañosa del norte de Israel y los montes de Judá. No es una montaña
elevada, pero Jesús la escoge porque los montes, en la historia de Israel,
tienen una significación especial. La explica detenidamente el Papa Benedicto
XVI en su libro “Jesús de Nazaret”.
“De nuevo nos encontramos –como en el Sermón de la Montaña y
en las noches que Jesús pasaba en
oración– con el monte como lugar de máxima cercanía de Dios; de nuevo
tenemos que pensar en los diversos montes de la vida de Jesús como en un todo
único: el monte de la tentación, el monte de su gran predicación, el monte de
la oración, el monte de la transfiguración, el monte de la angustia, el monte
de la cruz y, por último, el monte de la ascensión, en el que el Señor –en
contraposición a la oferta de dominio sobre el mundo en virtud del poder del
demonio– dice: "Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra"
(Mt 28, 18). Pero resaltan en el fondo también el Sinaí, el Horeb, el Moria,
los montes de la revelación del Antiguo Testamento, que son todos ellos al
mismo tiempo montes de la pasión y montes de la revelación y, a su vez, señalan
al monte del templo, en el que la revelación se hace liturgia”.
El Papa reflexiona sobre la importancia de “los
montes” en la historia de la salvación y en cómo ha de entenderse ese
mensaje de la Revelación en nuestra vida.
“En la búsqueda de una interpretación, se perfila sin duda en
primer lugar sobre el fondo el simbolismo general del monte: el monte como lugar de la subida, no sólo
externa, sino sobre todo interior; el monte como liberación del peso de la
vida cotidiana, como un respirar en el aire puro de la creación; el monte que
permite contemplar la inmensidad de la creación y su belleza; el monte que me
da altura interior y me hace intuir al Creador. La historia añade a estas
consideraciones la experiencia del Dios que habla y la experiencia de la
pasión, que culmina con el sacrificio de Isaac, con el sacrificio del cordero,
prefiguración del Cordero definitivo sacrificado en el monte Calvario. Moisés y
Elías recibieron en el monte la revelación de Dios; ahora están en coloquio con
Aquel que es la revelación de Dios en persona”.
Pero, ¿por qué sube Jesús, en esta ocasión,
al monte Tabor? En síntesis, podemos responder a esta pregunta como lo hace
Benedicto XVI.
“La transfiguración es
un acontecimiento de oración; se ve claramente lo que sucede en la
conversación de Jesús con el Padre: la íntima compenetración de su ser con
Dios, que se convierte en luz pura. En su ser uno con el Padre, Jesús mismo es
Luz de Luz. En ese momento se percibe también por los sentidos lo que es Jesús
en lo más íntimo de sí y lo que Pedro trata de decir en su confesión: el ser de
Jesús en la luz de Dios, su propio ser luz como Hijo”.
Hay
muchos detalles que podríamos comentar sobre este Misterio de Luz, pero podemos
quedarnos con este: “es un
acontecimiento de oración”. Eso es lo que Jesús quiere que comprendan sus
discípulos: que no es posible tratar de entender la Cruz sino en un clima de
oración, de escucha atenta de la voz de Dios y de apertura completa a su
voluntad. Así vive Jesús en todo momento, pero ahora, con signos
extraordinarios, quiere que se grabe esto en el fondo del corazón de los apóstoles.
María, Nuestra Madre, es Maestra de oración.
La Virgen no necesitó estar en la Transfiguración de Jesús. Su fe era tan
grande que veía a su Hijo continuamente transfigurado, porque contemplaba en Él
al Hijo de Dios en cada una de sus
palabras y gestos. Al contemplar este misterio de luz podemos acudir a su intercesión
para pedirle que también nosotros sepamos mirar a Jesús, creer en Él y amarle
con todo nuestro corazón en las cosas ordinarias de nuestro vivir cotidiano.
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