El
recuerdo de la Flagelación del Señor,
en el segundo misterio de dolor del Santo Rosario, siempre ha sido, para los
cristianos, una ocasión para revivir en
nosotros la compasión por Jesús en su Sagrada Pasión.
Fray Justo Pérez de Urbel describe muy bien
la flagelación del Señor en su “Vida de Cristo”. Aunque Poncio Pilato había
tratado de salvar a Cristo, porque lo encontraba inocente, ante la presión de
la multitud que pide su muerte, cede y, finalmente, opta por la flagelación,
con la esperanza de que los judíos dejaran de pedir la crucifixión al ver a
Jesús después del terrible tormento.
“Hace un signo al centurión y le dice estas palabras: Quaestio per tormenta. Era el suplicio
de la tortura, destinado ordinariamente a arrancar revelaciones. Flagris, flagellis vel virgis?, debió
preguntar al centurión. Flagellis.
Las varas quebraban ocultamente el hueso, los azotes, las correas retorcidas que
acababan con mendrugos de hueso, de álamo o de vidrio, rasgaban la carne y la
destrozaban, dejando llagas asquerosas, que no acababan de cerrarse; e flagelo,
haz de trallas hedidas y sutiles, desgajaba la carne en hebras, descortezaba al
paciente hasta dejarle la vida desnuda, sin matarla” (p. 631).
La flagelación, ordinariamente precedía a
la crucifixión. Pero, aunque así no fuese, como intentaba Pilato, dejaría a
la víctima muerta civilmente, si es que no le quitaba la vida corporal. Se
cumplían así las palabras que Jesús había dicho a sus discípulos: que “sería
azotado”.
Entre los judíos, la ley limitaba el número
de los azotes. Entre los romanos no había más límite que el arbitrio de los
flagelantes o la resistencia del reo.
“Los lictores bajaron a Jesús a la rinconada de los pórticos,
donde estaba la columna flagelatoria, un pedestal mutilado y manchado de
sudores, de mugre y de sangre viejas. Rápidos, expertos, despojaron al Señor de
sus vestidos, calzaron con cepo sus pies, le enfundaron la cabeza con el paño
sucio y roto que tenían allí para cegar a la víctima y ahogar sus bramidos;
sujetaron sus manos en las argollas, y la lluvia de golpes empezó a caer en la
espalda, en el pecho, en el vientre, en la cara, en los ojos. Rechinaban las
argollas de la columna, jadeaban y sudaban los verdugos; hilos de sangre
rodaban hasta el suelo; el cuerpo de Cristo se retorcía de dolor, y bajo el
negro capuz se oía rítmicamente su íntimo quejido. Terminado el suplicio
quedaba sólo un simulacro de hombre, tendido en tierra, bañado en sangre. Los
soldados le levantaron y le devolvieron sus vestiduras” (Ibidem, p. 632).
En este suceso del Viernes Santo se mostró
especialmente la crueldad humana que se cierne sobre el Señor de modo
inmisericorde. La película de Mel Gibson muestra el sufrimiento de Cristo, por
una parte, y el dolor de Nuestra Señora, por otra, de una manera muy realista.
Como es sabido el guion de esa película está basado en las visiones que tuvo la
Beata Ana Catalina Emmerich. Ella
relata que Pilato no quería condenar a Jesús a muerte, por lo que lo mandó
azotar a la manera de los romanos.
“Entonces, los esbirros, a empellones, llevaron a Jesús a la
plaza, en medio del tumulto de un pueblo rabioso. Al norte del palacio de
Pilatos, a poca distancia del puesto de guardia, había una columna de azotes.
Los verdugos llegaron con látigos y cuerdas que depositaron al pie de la
columna. Eran seis hombres de piel oscura y más bajos que Jesús; llevaban un
cinto alrededor del cuerpo y el pecho cubierto de una especie de piel, los
brazos desnudos. Eran malhechores de la frontera de Egipto, condenados por sus crímenes
a trabajar en los canales y en los edificios públicos, y los más perversos de ellos
ejercían de verdugos en el pretorio.
Estos hombres habían ya atado a esta misma columna y azotado hasta
la muerte a algunos pobres condenados. Parecían bestias o demonios y estaban
medio borrachos. Golpearon a Nuestro Señor con sus puños, y lo arrastraron con
las cuerdas a pesar de que Él se dejaba conducir sin resistencia; una vez en la
columna, lo ataron brutalmente a ella. Esta columna estaba aislada y no servía
de apoyo a ningún edificio. No era muy elevada, pues un hombre alto extendiendo
el brazo hubiera podido tocar su parte superior. A media altura había
insertados anillos y ganchos. No se puede describir la crueldad con que esos
perros furiosos se comportaron con Jesús. Le arrancaron los vestidos burlescos
con que lo había hecho ataviar Herodes y casi lo tiraron al suelo. Jesús
temblaba y se estremecía delante de la columna. Se acabó de quitar Él mismo las
vestiduras con sus manos hinchadas y ensangrentadas. Mientras lo trataban de
aquella manera, Él no dejó de rezar, y volvió un instante la cabeza hacia su
Madre, que estaba rota de dolor en una esquina cercana a la plaza y que cayó
sin conocimiento en los brazos de las santas mujeres que la rodeaban” (La amarga Pasión de Cristo, según las
visiones de Ana Catalina Emmerich transcritas por Clemente Brentano).
Y el relato continúa, con más detalles
conmovedores.
“El Santo de los Santos fue sujetado con violencia a la columna
de los malhechores y dos de éstos, furiosos, comenzaron a flagelar su cuerpo
sagrado desde la cabeza hasta los pies. Los látigos o varas que usaron
primero parecían de madera blanca y flexible, o puede ser también que fueran
nervios de buey o correas de cuero duro o blando.
Nuestro amado Señor, el Hijo de Dios, el Dios verdadero hecho Hombre,
temblaba y se retorcía como un gusano bajo los golpes. Sus gemidos suaves y
claros se oían como una oración en medio del ruido de los golpes. De cuando en
cuando los gritos del pueblo y de los fariseos llegaban como una ruidosa
tempestad y cubrían sus quejidos llenos de dolor y de plegarias” (Ibidem).
San Josemaría Escrivá de Balaguer, al
comentar el segundo misterio doloroso en su “Santo Rosario” hace el siguiente
comentario con el que concluimos nuestra meditación.
“Atado a la columna. Lleno de llagas. Suena el golpear de las
correas sobre su carne rota, sobre su carne sin mancilla, que padece por tu
carne pecadora. –Más golpes. Más saña. Más aún... Es el colmo de la humana
crueldad.
Al cabo, rendidos, desatan a Jesús. –Y el cuerpo de Cristo se
rinde también al dolor y cae, como un gusano, tronchado y medio muerto.
Tú y yo no podemos hablar. –No hacen falta palabras. –Míralo,
míralo... despacio.
Después... ¿serás capaz de tener miedo a la expiación?”.
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