La vida
pública de Jesús, que contemplamos en los misterios de luz, culmina con la Institución de la Eucaristía,
en la Última Cena.
El Señor,
en esas pocas horas de la tarde del Jueves Santo, se reúne por última vez con sus discípulos para manifestarles el
infinito Amor de Dios: “Cómo hubiese amado a los suyos los amó hasta el fin”.
Este “fin” no es el fin de su vida terrena, sino el “extremo” al que llega su
Amor hasta entregar su vida de derramar su sangre por todos nosotros.
En su Carta encíclica sobre el Rosario,
San Juan Pablo II explica brevemente la gran importancia que tienen los
misterios de dolor en la vida de Jesús.
“Los Evangelios dan gran relieve a los misterios del dolor de
Cristo. La piedad cristiana, especialmente en la Cuaresma, con la práctica del Via Crucis, se ha detenido siempre sobre
cada uno de los momentos de la Pasión, intuyendo que ellos son el culmen de la
revelación del amor y la fuente de nuestra salvación” (RVM, 22).
La devoción del Via Crucis, con sus catorce estaciones, es una manera
maravillosa de meternos como un personaje más en la Pasión del Señor. Pero, si
queremos resumir los momentos principales de ella, podemos meditar los cinco
misterios de dolor.
“El Rosario escoge algunos momentos de la Pasión, invitando al
orante a fijar en ellos la mirada de su corazón y a revivirlos” (RVM, 22).
Efectivamente,
los cinco misterios dolorosos nos
centran muy bien en los pasos importantes que el Señor vive desde la noche
del Jueves Santo hasta las 3 de la tarde del Viernes Santo. Jesús, cuando ya
era de noche, atraviesa el torrente Cedrón y va a hacer oración al Huerto de
los Olivos, un lugar familiar para sus discípulos pues ese jardín se lo
prestaban habitualmente para que el Señor se retirara con ellos a descansar y a
hacer oración cuando estaba en Jerusalén.
“El itinerario meditativo se abre con Getsemaní, donde Cristo
vive un momento particularmente angustioso frente a la voluntad del Padre,
contra la cual la debilidad de la carne se sentiría inclinada a rebelarse.
Allí, Cristo se pone en lugar de todas las tentaciones de la humanidad y frente
a todos los pecados de los hombres, para decirle al Padre: " no se haga mi
voluntad, sino la tuya " (Lc 22, 42 par.). Este " sí
" suyo cambia el " no " de los progenitores en el Edén” (RVM,
22).
Nosotros,
al meditar el primer misterio de dolor,
La Oración de Jesús en el Huerto,
queremos acompañar a Jesús desde el inicio de su Pasión. Esa hora larga de
oración (“no habéis podido velar conmigo ni siquiera una hora”) anticipa y
concentra todos los sufrimientos de la Pasión del Señor, físicos y espirituales.
San Josemaría Escrivá de Balaguer, en
la meditación de este misterio (ver su libro Santo Rosario), refleja la soledad y sufrimientos de Jesús ("Jesús,
solo y triste, sufría y empapaba la tierra con su sangre"), pero destaca más
aún la estrecha relación entre oración y sufrimiento, y en consecuencia el
valor redentor de la oración.
“La relación oración-expiación tiene muchas manifestaciones en
la enseñanza de San Josemaría. Un año antes de la redacción de Santo Rosario
había escrito en su Cuaderno: "Sin la oración, sin la presencia continua
de Dios; sin la expiación, llevada a las pequeñas contradicciones de la vida
cuotidiana; sin todo eso, no hay, no puede haber acción personal de verdadero
apostolado" (Apuntes íntimos,
Cuaderno 2, 74, 21-VII-1930); texto que está en el origen del punto 81 de Camino: "La acción nada vale sin la
oración: la oración se avalora con el sacrificio" (cfr. Camino ed crít-hist, Introd al cap
"Oración")” (Pedro Rodríguez, Edición
crítica de Santo Rosario, nota 107).
La Oración en Getsemaní es un modelo
para nuestra oración. Se centra en el vivo deseo del Señor de cumplir
enteramente la voluntad de su Padre, por amor.
“En aquella plegaria, el Redentor toma nuestro peso y nos
transmite su paz. La oración no sólo nos alcanza de Dios la gracia capaz de
resolver los problemas más agudos, sino que nos consigue la fortaleza para
afrontarlos con Él y abrazarnos confiadamente a su Voluntad, aunque cueste. Las
dos peticiones de Jesús -«que pase ese cáliz sin beberlo» y «¡hágase tu
Voluntad! »- son plenas y sinceras, y constituyen dos lecciones nítidas para nuestro
comportamiento. Más aún, comprendemos que si nuestro hablar con Dios discurre
por ese cauce, si compartimos con el Señor la preocupación, el mismo
desasosiego se irá convirtiendo en plegaria profunda y relajada de aceptación
de la Voluntad de Dios” (Javier Echevarría, Getsemaní,
cap. VI, n. 4).
Jesús se abandona confiadamente en
manos de su Padre y, al mismo tiempo, acepta plenamente su voluntad. Así es
como debe ser el núcleo de nuestra oración diaria: llena de fe, humilde y
perseverante.
En los
siguientes misterios de dolor veremos la total adhesión de Jesús a la Voluntad
de su Padre.
“Y cuánto le costaría esta adhesión a la voluntad del Padre se
muestra en los misterios siguientes, en los que, con la flagelación, la
coronación de espinas, la subida al Calvario y la muerte en cruz, se ve sumido
en la mayor ignominia: Ecce homo!” (RVM, 22)
María estuvo íntimamente unida, místicamente
y, cuando fue posible, también corporalmente, a la Pasión de su Hijo. Según la
Beata Ana Catalina Emmerick, a Ella se debe el inicio de la devoción del Via Crucis.
“Cuando Jesús fue
conducido a Herodes, Juan acompañó a la Virgen y a Magdalena por todo el camino
que había seguido Jesús. Así volvieron a casa de Caifás, a casa de Anás, a
Ofel, a Getsemaní, al jardín de los Olivos, y en todos los sitios, donde el Señor
se había caído o había sufrido, se paraban en silencio, lloraban y sufrían con
Él. La Virgen se prosternó más de una vez, y besó la tierra en los sitios en
donde Jesús se había caído. Este fue el principio del Via Crucis y de los honores rendidos a la Pasión de Jesús, aun
antes de que se cumpliera. La meditación de la Iglesia sobre los dolores de su
Redentor comenzó en la flor más santa de la humanidad, en la Madre virginal del
Hijo del hombre. La Virgen pura y sin mancha consagró para la Iglesia el Vía Crucis, para recoger en todos los
sitios, como piedras preciosas, los inagotables méritos de Jesucristo; para
recogerlos como flores sobre el camino y ofrecerlos a su Padre celestial por
todos los que tienen fe” (Beata Ana Catalina Emmerick, La amarga Pasión de Cristo).
Nuestra Madre nos enseñará cómo acompañar a
su Hijo, diariamente, en su Pasión, para luego también poder resucitar con Él.
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