Al final
del segundo mensaje de la Virgen a las niñas de Garabandal, Nuestra Señora les
decía: “Pensad en la Pasión de Jesús”
(18 de junio de 1965). Eso queremos hacer ahora: meditar un poco sobre la Pasión
y Muerte de Cristo.
14. Pasión de
Cristo. Amor a la Cruz. Mortificación
Después de que Jesús oró en Getsemaní es
prendido y llevado Anás y Caifás. Este último era el Sumo Sacerdote. Pasó
Cristo la noche en un calabozo y, en la mañana, es presentado a Pilato para que
lo juzgue y lo condene a morir en la Cruz.
Los grandes músicos de los siglos XVII y
XVIII compusieron sus “Pasiones”, como la Pasión según San Mateo de Juan
Sebastián Bach. Son composiciones que tocan profundamente nuestra sensibilidad
y nos ayudan a estar junto a Cristo para acompañarlo y consolarlo en esas horas
de intenso sufrimiento.
Se cumplen en Él las profecías que
había hecho el segundo Isaías en el Poema del Siervo de Yahvé.
En el Prólogo del Via crucis, San
Josemaría Escrivá de Balaguer expone la situación espiritual en que podemos
sumergirnos para contemplar con más fruto la Pasión del Señor.
“Señor mío y Dios mío, bajo la mirada amorosa de nuestra
Madre, nos disponemos a acompañarte por el camino de dolor, que fue precio de nuestro
rescate. Queremos sufrir todo lo que Tú sufriste, ofrecerte nuestro pobre
corazón, contrito, porque eres inocente y vas a morir por nosotros, que somos
los únicos culpables. Madre mía, Virgen dolorosa, ayúdame a revivir aquellas
horas amargas que tu Hijo quiso pasar en la tierra, para que nosotros, hechos
de un puñado de lodo, viviésemos al fin "in libertatem gloriae filiorum Dei", en la libertad y gloria
de los hijos de Dios”.
Tenemos muchos recursos para meditar la
Pasión. En primer lugar están los relatos de los cuatro evangelistas,
llenos de piedad y riqueza espiritual. Después están el Via Crucis y los cinco
Misterios Dolorosos del Santo Rosario. Se han escrito muchos comentarios, a lo
largo de los siglos, sobre estas devociones cristianas.
Además, hay algunos libros especialmente
provechosos, como “La Pasión” del Padre La Palma, jesuita del siglo XVI. O
la descripción que hace Fray Justo Pérez de Urbel en su “Vida de Cristo”.
Meditar asiduamente en la Pasión de Cristo
(si es posible, todos los días) nos ayudará a identificarnos con el Señor para
que “no quede vacía la Cruz de Cristo”
(1 Cor 1, 17) en nosotros.
La Cruz es el signo del cristiano.
Nuestros padres nos enseñaron a santiguarnos con la señal de la Cruz cuando
éramos niños. El sacerdote nos bendice con la Cruz, que nos acompaña desde el
principio hasta el final de nuestra vida. Queremos identificarnos con la Cruz,
que es el Sello real del cristiano.
Pero, ¿cómo hacerlo? ¿Cómo hacer
realidad en nuestra vida lo que pidió el Señor a sus discípulos: “Si alguno
quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame”
(Lc 14, 27)?
Lo primero es amar la Cruz del Señor,
desear ayudarle a llevarla, unirnos a sus sufrimientos y tratar de consolarlo.
Las siguientes invocaciones a Jesucristo
se pueden aplicar también a su Cruz gloriosa.
“Dominus noster Iesus
Christus apud me sit, ut me defendat / intra me sit ut me reficiat / circa me
sit ut me conservet /ante me sit ut me deducat / post me sit ut me custodiat / super
me sit ut me benedicat /, qui cum Patre et Spiritu Sancto vivit et regnat in
saecula saeculorum. Amen. Dirigat Dominus viam meam. Et collocet me
Christus in Gloria sua”.
No hay cristianismo sin Cruz. No
podemos resucitar con Cristo si antes no morimos con Él. No podremos dar fruto
si no nos hacemos grano de trigo que muere.
Se suelen utilizar varias palabras para
hablar de la unión con la Cruz de Cristo: mortificación, sacrificio, penitencia,
expiación, propiciación… Cada una de ellas tiene algún matiz que las
caracteriza. Pero todas expresan lo central: transformar el mal físico y moral
que hay en el mundo (pecado, muerte, dolor, enfermedad, injusticia,
sufrimientos, etc.), en algo bueno (lleno de sentido, verdadero, noble, que nos
llena de valor, que plenifica nuestro ser, etc.). Y esto se logra uniendo nuestra cruz a la de Cristo
voluntariamente y con alegría. Así seremos corredentores con Él, y con Él
participaremos de las promesas futuras (que se resumen en nuestra resurrección,
que Cristo nos ha conseguido con su Gloriosa Resurrección).
Llevar la Cruz de Cristo está al alcance de
todos. Hay como tres grandes campos para hacerlo. En primer lugar está lo que viene de fuera, lo que el Señor
dispone en nuestra vida sin que dependa de nosotros, al menos directamente: la
enfermedad, las contrariedades de la jornada, las injusticias, la persecución,
las consecuencias de nuestros errores y omisiones… Si no llevamos con alegría y
confianza en Dios todo esto, no podemos decir que somos almas mortificadas. De
nada serviría hacer muchas mortificaciones voluntarias si no aceptamos la cruz
que Dios nos envía o permite en nuestra vida.
En segundo lugar están las mortificaciones
o sacrificios que hacemos para cumplir nuestros deberes personales,
familiares, profesionales o sociales. Para ser virtuosos y buenos es necesario
que nos sacrifiquemos. No se consigue nada valioso sin sacrificio. Pero este
sacrificio lo podemos ofrecer y unirlo a la Pasión de Cristo. Así tiene un valor infinito.
Por último, están las mortificaciones que
hacemos voluntariamente. No van dirigidas directamente a cumplir un deber o
hacer la voluntad de Dios. Son sacrificios que salen de nuestro deseo de dar
más, de ser generosos, de tomar la cruz sin que sea estrictamente necesario
hacerlo en algo determinado. Pueden ser muy pequeñas: retrasar un vaso de agua,
privarnos de algo que nos gusta por un tiempo, escoger lo peor y dejar para los
demás lo mejor, etc. Son los pequeños sacrificios que antes eran tan
apreciados, por nuestros abuelos, pero que quizá ahora no se aprecian tanto.
Sin embargo, al Señor le agradan mucho, porque son signo de nuestro deseo de vivir “clavados en la Cruz de Cristo”.
“Cristo
estoy crucificado: vivo, pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí. Y
la vida que vivo ahora en la carne la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me
amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gal 2, 19-20).
María acompañó muy de cerca a su Hijo en su
Pasión. Estuvo a su lado cuando murió en la Cruz. Ahí la recibimos por
Madre nuestra. Pidamos con fe a Nuestra Señora:
“Stabat Mater dolorosa / Iuxta crucem lacrimosa, / Dum
pendebat filius. / Cuius animam gementem / Contristatam et dolentem / Pertransivit
gladius” (Stabat mater).
15. Muerte del
Señor. Aprovechamiento del tiempo
Los últimos versos del Stabat Mater nos recuerdan que, como Cristo, también nosotros
algún día hemos de morir.
“Fac me cruce custodiri, / Morte Christi praemuniri, / Confoveri
gratia. / Quando corpus morietur / Fac ut animae donetur / Paradisi gloria. Amen”.
María también estará muy cerca de nosotros
a la hora de nuestra muerte. Lo pedimos expresamente en el Ave María.
“Stipendium
peccati, mors est” (Rm 6, 23). “El precio del pecado es la muerte”.
Dios no quería que el hombre muriera, en el Paraíso. Nuestros primeros partes
no debían sufrir la muerte. El pecado fue la causa de su muerte. Y todos los
seres humanos pasaremos por ese trance (salvo los que sean transformados en la
Segunda Venida del Señor, y no pasen por la muerte: cfr. 1 Cor 15, 52).
La muerte forma parte de la voluntad
permisiva de Dios: no la quiere, pero la permite (la tolera), y saca de
ella un bien mayor. Esa es la lógica divina que de los males saca bienes y de
los grandes males, grandes bienes.
Por eso se pregunta San Pablo: “ubi est mors victoria tua ubi est mors stimulus tuus” (1 Cor 15, 55). La muerte ha sido derrotada
por la Muerte y Resurrección de Cristo. Desde entonces los cristianos no
tememos a la muerte, porque es el paso a la Vida. Es la puerta de la Nueva Vida
que nos ha ganado Cristo.
Los
santos han hablado de la muerte:
1) “No morirá de
mala muerte el que oye devotamente y con perseverancia la Santa Misa”. San
Agustín.
2) “Tened por cierto
el tiempo que empleéis con devoción delante de este divinísimo Sacramento, será
el tiempo que más bien os reportará en esta vida y más os consolará en vuestra
muerte y en la eternidad”. San Alfonso María de Ligorio.
3) “Recuerda que
cuando abandones esta tierra, no podrás llevar contigo nada de lo que has
recibido, solamente lo que has dado: un corazón enriquecido por el servicio
honesto, el amor, el sacrificio y el valor”. San Francisco de Asís.
4) “La muerte os
espera en todas partes; pero si sois prudentes, en todas partes la esperáis
vosotros”. San Bernardo.
5) “En el momento de
la muerte, no se nos juzgará por la cantidad de trabajo que hayamos hecho, sino
por el peso de amor que hayamos puesto en nuestro trabajo”. Madre
Teresa de Calcuta.
6) “Para el cristiano,
la muerte no es la derrota sino la victoria: el momento de ver a Dios; la
muerte para hallarlo, la eternidad para poseerlo…. La muerte para el cristiano
no es el gran susto, sino la gran esperanza.” San Alberto Hurtado.
Benedicto
XVI, en sus Catequesis sobre la
oración, comentaba el Salmo 23.
«Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo: tu
vara y tu cayado me sosiegan» (v. 4). Quien va con el Señor, incluso en los
valles oscuros del sufrimiento, de la incertidumbre y de todos los problemas
humanos, se siente seguro. Tú estás conmigo: esta es nuestra certeza, la
certeza que nos sostiene. La oscuridad de la noche da miedo, con sus sombras
cambiantes, la dificultad para distinguir los peligros, su silencio lleno de
ruidos indescifrables. Si el rebaño se mueve después de la caída del sol,
cuando la visibilidad se hace incierta, es normal que las ovejas se inquieten,
existe el riesgo de tropezar, de alejarse o de perderse, y existe también el
temor de que posibles agresores se escondan en la oscuridad. Para hablar del
valle «oscuro», el salmista usa una expresión hebrea que evoca las tinieblas de
la muerte, por lo cual el valle que hay que atravesar es un lugar de angustia,
de amenazas terribles, de peligro de muerte. Sin embargo, el orante avanza
seguro, sin miedo, porque sabe que el Señor está con él. Aquel «tú vas conmigo»
es una proclamación de confianza inquebrantable, y sintetiza una experiencia de
fe radical; la cercanía de Dios transforma la realidad, el valle oscuro pierde
toda peligrosidad, se vacía de toda amenaza. El rebaño puede ahora caminar tranquilo,
acompañado por el sonido familiar del bastón que golpea sobre el terreno e
indica la presencia tranquilizadora del pastor” (Benedicto XVI, 5 de octubre de
2011).
Ante
la proximidad de la muerte, nos
viene a la cabeza una idea: “tengo que aprovechar mejor el poco tiempo que me
queda de vida”. “Tempus breve est” (1
Cor 7, 29). Y, en otro lugar, la Sagrada Escritura nos recuerda:
“Tú haces volver al polvo a los humanos, diciendo a los mortales que
retornen. Mil años son para ti como un día, que ya pasó; como una breve noche.
Nuestra vida es tan breve como un sueño; semejante a la hierba, que despunta y
florece en la mañana y por la tarde se marchita y se seca. Enséñanos a ver lo
que es la vida y seremos sensatos” (Salmo 89).
San
Josemaría nos animaba a aprovechar
bien el tiempo.
“Este mundo, mis
hijos, se nos va de las manos. No podemos perder el tiempo, que es corto (...).
Entiendo muy bien aquella exclamación que San Pablo escribe a los de Corinto:
tempus breve est!, ¡qué breve es la duración de nuestro paso por la tierra!
Estas palabras, para un cristiano coherente, suenan en lo más íntimo de su
corazón como un reproche ante la falta de generosidad, y como una invitación
constante para ser leal. Verdaderamente es corto nuestro tiempo para amar, para
dar, para desagraviar” (San Josemaría, Hoja
informativa sobre el proceso de beatificación de este Siervo de Dios, n. 1,
p. 4).
María
estará a nuestro lado a la hora de la muerte. Ella es la Madre dolorosa que nos consuela en este “valle de lágrimas”
y nos alienta para no perder nunca la paz y confiar plenamente en su Hijo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario