Podemos
decir que Cristo hizo, fundamentalmente,
cinco cosas en el Cenáculo: 1) lavó los pies a sus discípulos, 2) les dio
el Mandamiento del Amor, 3) instituyó la Eucaristía, 4) pronunció su discurso
de despedida e 4) hizo su oración sacerdotal.
Hoy vamos
a reflexionar sobre dos de esos acontecimientos: la Institución de la Eucaristía y la Oración Sacerdotal del Señor, que
tiene su continuación en la Oración en
el Huerto de Getsemaní.
12. La Institución
de la Eucaristía
San Juan no menciona la Institución de la
Eucaristía. Ya lo habían hecho los tres Evangelios sinópticos y San Pablo
en su 2ª Carta a los Corintios. El Apóstol recoge le discurso de despedida del
Señor (capítulos 13 a 16) y su oración sacerdotal (capítulo 17).
San Lucas
no relata el lavatorio de los pies ni el “Mandatum novum”. Comienza el relato de lo sucedido en el Cenáculo el Jueves Santo con la
Cena pascual.
“Y cuando llegó la hora,
se sentó a la mesa y los apóstoles con él y les dijo: «Ardientemente he deseado
comer esta Pascua con vosotros, antes de padecer, porque os digo que ya no la
volveré a comer hasta que se cumpla en el reino de Dios». Y, tomando un cáliz,
después de pronunciar la acción de gracias, dijo: «Tomad esto, repartidlo entre
vosotros; porque os digo que no beberé desde ahora del fruto de la vid hasta que
venga el reino de Dios». Y, tomando pan, después de pronunciar la acción de
gracias, lo partió y se lo dio, diciendo: «Esto es mi cuerpo, que se entrega
por vosotros; haced esto en memoria mía». Después de cenar, hizo lo mismo con
el cáliz, diciendo: «Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre, que es
derramada por vosotros»” (Lc 22, 14-20).
Según San Juan, el Jueves Santo los
judíos no celebraban la Cena de Pascua, pues la Pascua aquel año fue el sábado.
Sin embargo, el Señor anticipó esa Cena un día, pues murió el Viernes Santo,
que era la víspera de la Pascua judía.
Jesús aprovecha esa Cena para manifestar a
sus discípulos que Él es el Verdadero Cordero sacrificado que redime todos
los pecados de los hombres. Y, para realizar ese Sacrificio de modo
sacramental, instituye la Eucaristía con la doble consagración y
transubstanciación del pan y del vino, que se convierten en su Cuerpo y su
Sangre, y que significan su Muerte y Resurrección.
El Señor adelanta el Sacrificio de la Cruz
y su Resurrección gloriosa, y lleva a cabo una ofrenda sacramental (bajo
signos) de sí mismo de modo que, ese Sacrificio lo puedan realizar los
apóstoles cada vez que hagan lo que Él hizo el Jueves Santo: pronunciar sobre
el pan y el vino las palabras que Él pronunció.
La Iglesia ha conservado a través de los
siglos las palabras y gestos del Señor, y cada día lleva a cabo, a través
de los sacerdotes, la renovación incruenta del sacrificio cruento de la Cruz,
durante la celebración de la Santa Misa.
La Sagrada Eucaristía contiene en sí tres
grandes realidades: 1) es Sacrificio, 2) es Comunión y 3) es Presencia. Los
cristianos nos unimos a Jesucristo por medio de la meditación de su Palabra y a
través de los sacramentos de la Iglesia. El más excelente es la Eucaristía,
porque contiene al mismo Autor de la Gracia.
Hay un antiguo himno litúrgico que recoge el
contenido de este Misterio de Amor.
“O sacrum convivium in quo Christus summitur,
recolitur memoriae passionis eius, mens impletur gratiae et futurae gloriae
nobis pignus datur” / “Oh sagrado banquete en el que recibimos a Cristo
como alimento, recordamos la memoria de su pasión, la mente se llena de gracia
y se nos da una prenda de la gloria futura”.
San Josemaría Escrivá de Balaguer solía decir que la Eucaristía es “corriente
trinitaria de amor por los hombres”.
«Pienso, sin
embargo, que en muchas ocasiones, e nervio de nuestro diálogo con Cristo, de la
acción de gracias después de la Santa Misa, puede ser la consideración de que
el Señor es para nosotros Rey, Médico, Maestro, Amigo» (Es Cristo que pasa, n. 93).
San Agustín comenta
lo siguiente sobre la Eucaristía:
«O sacramentum pietatis! O signum unitais! O vinculum caritatis!» / “¡Oh sacramento
de piedad. Oh signo de unidad. Oh vínculo de caridad!”.
¿Cómo acercarnos al Señor en la Eucaristía?
«Acércate a la
comunión —dice San Buenaventura— aun cuando te sientas tibio, fiándolo todo de
la misericordia divina, porque cuanto más enfermo se haga uno, tanto mayor
necesidad tiene del médico».
El Señor dijo en cierta ocasión a Santa Matilde:
«Cuando te acerques
a comulgar, desea tener en tu corazón todo el amor que se puede encerrar en él,
que yo te lo recibiré como tú quisieras que fuese» (S. Alfonso, Práctica del amor a Jesucristo, p. 41).
Y Santa Teresa comentaba lo siguiente
sobre la Eucaristía:
«Pues si cuando
andaba en el mundo de solo tocar sus ropas sanaban los enfermos, ¿qué hay que
dudar que hará milagros estando tan dentro de mí, si tenemos fe viva, y nos
dará lo que le pidiéremos pues está en nuestra casa?» (Sta. Teresa, Camino de perfección).
A principios de 1372, después de un
coloquio con Cristo y con permiso del confesor, Santa Catalina comenzó a comulgar en Siena casi a diario. La Eucaristía le sirvió de creciente
fortalecimiento de su espíritu. Cada vez necesitaba menos el alimento material.
Comía muy poco y, además, le costaba comer. Durante la Cuaresma de 1373 y hasta
el día de la Ascensión ningún alimento tocó
sus labios. La Eucaristía no sólo fortalecía su espíritu, sino también
su cuerpo (cfr. G. Papasogli, Catalina de
Siena, pp. 100-102).
Fray Luis de Granada describe
magistralmente los efectos de la Eucaristía con ocasión de la Solemnidad del
Corpus Christi:
«Celebra hoy la
santa madre Iglesia fiesta del Santísimo Sacramento del Altar, en el cual está verdaderamente el cuerpo de nuestro
Salvador para gloria de la Iglesia y
honra del mundo, para compañía de nuestra peregrinación, para
alegría de nuestro destierro, para
consolación de nuestros trabajos, para medicina de nuestras enfermedades, para
sustento de nuestras vidas. Y
porque estas mercedes son tan grandes,
es muy alegre y grande la fiesta que hoy
hace la Iglesia» (Fray Luis de Granada, Trece
sermones).
«Mujer eucarística». Así terminaba San Juan Pablo II la carta que escribió a los sacerdotes
en la Semana Santa del año en que murió (2005): «¿Quién puede hacernos
gustar la grandeza del misterio eucarístico mejor que María?». Jesús mismo nos
invita a acudir a ella: «Ahí tienes a tu
Madre» (Jn 19, 27).
13. La Oración
del Señor en el Cenáculo y en Getsemaní
Después
de su admirable discurso de despedida (cfr. Jn 13 a 6), Jesús se recoge en oración. San Juan recoge las palabras de Cristo,
dirigidas a su Padre, en el capítulo 17 de su Evangelio.
“Así habló Jesús y,
levantando los ojos al cielo, dijo: «Padre, ha llegado la hora, glorifica a tu
Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti y, por el poder que tú le has dado
sobre toda carne, dé la vida eterna a todos los que le has dado. Esta es la
vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado,
Jesucristo (…)”. “Te ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por estos que
tú me diste, porque son tuyos. Y todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío; y en ellos
he sido glorificado. Ya no voy a estar en el mundo, pero ellos están en el
mundo, mientras yo voy a ti. Padre santo, guárdalos en tu nombre, a los que me
has dado, para que sean uno, como nosotros”. “No ruego que los retires del
mundo, sino que los guardes del maligno. No son del mundo, como tampoco yo soy
del mundo. Santifícalos en la verdad: tu palabra es verdad.”(Jn 17, 1-3, 9-11, 15-17).
Es la oración sacerdotal del Señor,
porque Jesús es el Único Sacerdote, Mediador entre Dios y los hombres. En esta
ocasión el Señor abre su corazón ante los discípulos y les enseña cómo
dirigirse al Padre. Ya lo había hecho, cuando les enseñó el “Padre Nuestro”, y
lo hará poco después en Getsemaní.
San Juan comienza, en el capítulo 18 de
su Evangelio, el relato de la Pasión del Señor:
“Después de decir esto,
salió Jesús con sus discípulos al otro lado del torrente Cedrón, donde había un
huerto, y entraron allí él y sus discípulos” (Jn 18, 1).
Aquel huerto era un lugar habitual de
oración del Señor y sus apóstoles. San Juan no relata lo que sucedió ahí
antes del prendimiento, pero los tres sinópticos sí. La narración más breve es
la de San Lucas:
“Salió y se encaminó,
como de costumbre, al monte de los Olivos, y lo siguieron los discípulos. Al
llegar al sitio, les dijo: «Orad, para no caer en tentación». Y se apartó de
ellos como a un tiro de piedra y, arrodillado, oraba diciendo: «Padre, si
quieres, aparta de mí este cáliz; pero que no se haga mi voluntad, sino la
tuya». Y se le apareció un ángel del cielo, que lo confortaba. En medio de su
angustia, oraba con más intensidad. Y le entró un sudor que caía hasta el suelo
como si fueran gotas espesas de sangre. Y, levantándose de la oración, fue
hacia sus discípulos, los encontró dormidos por la tristeza, y les dijo: «¿Por
qué dormís? Levantaos y orad, para no caer en tentación» (Lc 22, 39-46).
Vale la pena meditar despacio este
texto, para aprender la lección que el Señor nos quiere dar.
Jesús nos enseña a orar con pocas palabras.
Así lo aprendieron los santos. Por ejemplo, Santa Catalina no se preocupaba de
pronunciar una oración vocal larga, sino que profundizaba en pocas palabras
hasta que la mente se nutría de ellas con deleite (cfr. G. Papasogli, Catalina de Siena, p. 104, nota 10).
En 1977, el Beato Álvaro del Portillo daba unos
consejos muy útiles sobre el modo de hacer oración.
«Cuando en la oración descubráis algo que os acerca al Señor,
no lo abandonéis sin haber profundizado en ese punto con la gracia de Dios. Es
así como arraigan firmes y tenaces las virtudes. Si nos comportamos como las
mariposas —un poquito de aquí, otro de allá— nunca aprovecharemos el néctar que
nos envía el Paráclito. Haced como las abejas, que están mucho tiempo posadas
sobre las flores, y luego fabrican una miel riquísima» (Beato Álvaro del
Portillo, 1977).
En
general, todos los autores espirituales
recomiendan hacer la oración despacio y con calma; profundizando en unas
pocas palabras, en una idea.
"Importa mucho que vayamos en la meditación con atención
rumiando y desmenuzando las cosas muy despacio. Lo que no se masca, ni amarga
ni da sabor (...); por eso también no le amarga
al pecador ni la muerte, ni el juicio, ni el infierno, porque no
desmenuza estas cosas, sino que se las traga enteras, tomándolas a bulto y carga cerrada " (Alonso Rodríguez,
Compendio del Ejercicio de Perfección y
Virtudes Cristianas, p. 94).
El Señor nos dará el tener una oración muy
rica si nos abandonamos en Él. Santa Teresa era una verdadera maestra de
oración y daba unos consejos muy prácticos.
«De esta suerte rezaremos con mucho sosiego vocalmente y es
quitarnos de trabajo, porque a poco tiempo que forcemos a nosotros mismos, para
estarnos cerca de este Señor, nos entenderá, como dicen, por señas; de manera
que si habíamos de decir muchas veces el Pater
Noster, se nos dará por entendido de una. Es muy amigo de quitarnos de
trabajos, aunque en una hora no le digamos más de una vez, como entendamos que
estamos con Él, y lo que le pedimos, y cuan de buena gana está con nosotros, no
es amigo de que nos quebremos las cabezas hablándole mucho» (Sta. Teresa, Camino de perfección, 29, 4).
La oración debe ser ardiente. Su fuerza
no radica en la prolijidad. No es necesario ser elocuente para ser escuchado.
«No es el sonido de los labios, sino el deseo ardiente del
espíritu el que, como una voz insistente, llega a oídos de Dios» (cfr. Erasmo
de Rotterdam, cit. por Halkin, Erasmo
entre nosotros, p. 94-95).
María será siempre un modelo inestimable
para nuestra oración.
«Bienaventurados más
bien los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica» (Lc 11, 27-28).
Son dos bienaventuranzas: la dos
dirigidas a su Madre. Le alegraría mucho al Señor que alabaran a su Madre y Él
no quiere quedarse corto.
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