sábado, 23 de marzo de 2019

Jesús con los Apóstoles en el Cenáculo (2)

Podemos decir que Cristo hizo, fundamentalmente, cinco cosas en el Cenáculo: 1) lavó los pies a sus discípulos, 2) les dio el Mandamiento del Amor, 3) instituyó la Eucaristía, 4) pronunció su discurso de despedida e 4) hizo su oración sacerdotal.     

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Hoy vamos a reflexionar sobre dos de esos acontecimientos: la Institución de la Eucaristía y la Oración Sacerdotal del Señor, que tiene su continuación en la Oración en el Huerto de Getsemaní.

12. La Institución de la Eucaristía

San Juan no menciona la Institución de la Eucaristía. Ya lo habían hecho los tres Evangelios sinópticos y San Pablo en su 2ª Carta a los Corintios. El Apóstol recoge le discurso de despedida del Señor (capítulos 13 a 16) y su oración sacerdotal (capítulo 17).

San Lucas no relata el lavatorio de los pies ni el “Mandatum novum”. Comienza el relato de lo sucedido en el Cenáculo el Jueves Santo con la Cena pascual.

Y cuando llegó la hora, se sentó a la mesa y los apóstoles con él y les dijo: «Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de padecer, porque os digo que ya no la volveré a comer hasta que se cumpla en el reino de Dios». Y, tomando un cáliz, después de pronunciar la acción de gracias, dijo: «Tomad esto, repartidlo entre vosotros; porque os digo que no beberé desde ahora del fruto de la vid hasta que venga el reino de Dios». Y, tomando pan, después de pronunciar la acción de gracias, lo partió y se lo dio, diciendo: «Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros; haced esto en memoria mía». Después de cenar, hizo lo mismo con el cáliz, diciendo: «Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros»” (Lc 22, 14-20).

Según San Juan, el Jueves Santo los judíos no celebraban la Cena de Pascua, pues la Pascua aquel año fue el sábado. Sin embargo, el Señor anticipó esa Cena un día, pues murió el Viernes Santo, que era la víspera de la Pascua judía.

Jesús aprovecha esa Cena para manifestar a sus discípulos que Él es el Verdadero Cordero sacrificado que redime todos los pecados de los hombres. Y, para realizar ese Sacrificio de modo sacramental, instituye la Eucaristía con la doble consagración y transubstanciación del pan y del vino, que se convierten en su Cuerpo y su Sangre, y que significan su Muerte y Resurrección.

El Señor adelanta el Sacrificio de la Cruz y su Resurrección gloriosa, y lleva a cabo una ofrenda sacramental (bajo signos) de sí mismo de modo que, ese Sacrificio lo puedan realizar los apóstoles cada vez que hagan lo que Él hizo el Jueves Santo: pronunciar sobre el pan y el vino las palabras que Él pronunció.

La Iglesia ha conservado a través de los siglos las palabras y gestos del Señor, y cada día lleva a cabo, a través de los sacerdotes, la renovación incruenta del sacrificio cruento de la Cruz, durante la celebración de la Santa Misa.

La Sagrada Eucaristía contiene en sí tres grandes realidades: 1) es Sacrificio, 2) es Comunión y 3) es Presencia. Los cristianos nos unimos a Jesucristo por medio de la meditación de su Palabra y a través de los sacramentos de la Iglesia. El más excelente es la Eucaristía, porque contiene al mismo Autor de la Gracia.

Hay un antiguo himno litúrgico que recoge el contenido de este Misterio de Amor.

O sacrum convivium in quo Christus summitur, recolitur memoriae passionis eius, mens impletur gratiae et futurae gloriae nobis pignus datur” / “Oh sagrado banquete en el que recibimos a Cristo como alimento, recordamos la memoria de su pasión, la mente se llena de gracia y se nos da una prenda de la gloria futura”.

San Josemaría Escrivá de Balaguer solía decir que la Eucaristía es “corriente trinitaria de amor por los hombres”.

«Pienso, sin embargo, que en muchas ocasiones, e nervio de nuestro diálogo con Cristo, de la acción de gracias después de la Santa Misa, puede ser la consideración de que el Señor es para nosotros Rey, Médico, Maestro, Amigo» (Es Cristo que pasa, n. 93).

San Agustín comenta lo siguiente sobre la Eucaristía:

«O sacramentum pietatis! O signum unitais! O vinculum caritatis!» / “¡Oh sacramento de piedad. Oh signo de unidad. Oh vínculo de caridad!”.

¿Cómo acercarnos al Señor en la Eucaristía?

«Acércate a la comunión —dice San Buenaventura— aun cuando te sientas tibio, fiándolo todo de la misericordia divina, porque cuanto más enfermo se haga uno, tanto mayor necesidad tiene del médico».

El Señor dijo en cierta ocasión a Santa Matilde:

«Cuando te acerques a comulgar, desea tener en tu corazón todo el amor que se puede encerrar en él, que yo te lo recibiré como tú quisieras que fuese» (S. Alfonso, Práctica del amor a Jesucristo, p. 41).

Y Santa Teresa comentaba lo siguiente sobre la Eucaristía:

«Pues si cuando andaba en el mundo de solo tocar sus ropas sanaban los enfermos, ¿qué hay que dudar que hará milagros estando tan dentro de mí, si tenemos fe viva, y nos dará lo que le pidiéremos pues está en nuestra casa?» (Sta. Teresa, Camino de perfección).
  
A principios de 1372, después de un coloquio con Cristo y con permiso del confesor, Santa Catalina comenzó a comulgar en Siena casi a diario.  La Eucaristía le sirvió de creciente fortalecimiento de su espíritu. Cada vez necesitaba menos el alimento material. Comía muy poco y, además, le costaba comer. Durante la Cuaresma de 1373 y hasta el día de la Ascensión ningún alimento tocó  sus labios. La Eucaristía no sólo fortalecía su espíritu, sino también su cuerpo (cfr. G. Papasogli, Catalina de Siena, pp. 100-102).

Fray Luis de Granada describe magistralmente los efectos de la Eucaristía con ocasión de la Solemnidad del Corpus Christi:

«Celebra hoy la santa madre Iglesia fiesta del Santísimo Sacramento del Altar,  en el cual está verdaderamente el cuerpo de nuestro Salvador para gloria  de la Iglesia y honra del mundo,  para  compañía de nuestra peregrinación, para alegría de  nuestro destierro, para consolación de nuestros trabajos, para medicina de nuestras enfermedades,  para  sustento de nuestras vidas.  Y porque estas mercedes son  tan grandes, es muy alegre y grande  la fiesta que hoy hace la Iglesia» (Fray Luis de Granada, Trece sermones).

«Mujer eucarística». Así terminaba San Juan Pablo II la carta que escribió a los sacerdotes en la Semana Santa del año en que murió (2005): «¿Quién puede hacernos gustar la grandeza del misterio eucarístico mejor que María?». Jesús mismo nos invita a acudir a ella: «Ahí tienes a tu Madre» (Jn 19, 27).

13. La Oración del Señor en el Cenáculo y en Getsemaní

Después de su admirable discurso de despedida (cfr. Jn 13 a 6), Jesús se recoge en oración. San Juan recoge las palabras de Cristo, dirigidas a su Padre, en el capítulo 17 de su Evangelio.

Así habló Jesús y, levantando los ojos al cielo, dijo: «Padre, ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti y, por el poder que tú le has dado sobre toda carne, dé la vida eterna a todos los que le has dado. Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo (…)”. “Te ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por estos que tú me diste, porque son tuyos. Y todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío; y en ellos he sido glorificado. Ya no voy a estar en el mundo, pero ellos están en el mundo, mientras yo voy a ti. Padre santo, guárdalos en tu nombre, a los que me has dado, para que sean uno, como nosotros”. “No ruego que los retires del mundo, sino que los guardes del maligno. No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. Santifícalos en la verdad: tu palabra es verdad.”(Jn 17, 1-3, 9-11, 15-17).

Es la oración sacerdotal del Señor, porque Jesús es el Único Sacerdote, Mediador entre Dios y los hombres. En esta ocasión el Señor abre su corazón ante los discípulos y les enseña cómo dirigirse al Padre. Ya lo había hecho, cuando les enseñó el “Padre Nuestro”, y lo hará  poco después en Getsemaní.

San Juan comienza, en el capítulo 18 de su Evangelio, el relato de la Pasión del Señor:

Después de decir esto, salió Jesús con sus discípulos al otro lado del torrente Cedrón, donde había un huerto, y entraron allí él y sus discípulos” (Jn 18, 1).

Aquel huerto era un lugar habitual de oración del Señor y sus apóstoles. San Juan no relata lo que sucedió ahí antes del prendimiento, pero los tres sinópticos sí. La narración más breve es la de San Lucas:

Salió y se encaminó, como de costumbre, al monte de los Olivos, y lo siguieron los discípulos. Al llegar al sitio, les dijo: «Orad, para no caer en tentación». Y se apartó de ellos como a un tiro de piedra y, arrodillado, oraba diciendo: «Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz; pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya». Y se le apareció un ángel del cielo, que lo confortaba. En medio de su angustia, oraba con más intensidad. Y le entró un sudor que caía hasta el suelo como si fueran gotas espesas de sangre. Y, levantándose de la oración, fue hacia sus discípulos, los encontró dormidos por la tristeza, y les dijo: «¿Por qué dormís? Levantaos y orad, para no caer en tentación» (Lc 22, 39-46).

Vale la pena meditar despacio este texto, para aprender la lección que el Señor nos quiere dar.

Jesús nos enseña a orar con pocas palabras. Así lo aprendieron los santos. Por ejemplo, Santa Catalina no se preocupaba de pronunciar una oración vocal larga, sino que profundizaba en pocas palabras hasta que la mente se nutría de ellas con deleite (cfr. G. Papasogli, Catalina de Siena, p. 104, nota 10).

En 1977, el Beato Álvaro del Portillo daba unos consejos muy útiles sobre el modo de hacer oración.

«Cuando en la oración descubráis algo que os acerca al Señor, no lo abandonéis sin haber profundizado en ese punto con la gracia de Dios. Es así como arraigan firmes y tenaces las virtudes. Si nos comportamos como las mariposas —un poquito de aquí, otro de allá— nunca aprovecharemos el néctar que nos envía el Paráclito. Haced como las abejas, que están mucho tiempo posadas sobre las flores, y luego fabrican una miel riquísima» (Beato Álvaro del Portillo, 1977).

En general, todos los autores espirituales recomiendan hacer la oración despacio y con calma; profundizando en unas pocas palabras, en una idea.

"Importa mucho que vayamos en la meditación con atención rumiando y desmenuzando las cosas muy despacio. Lo que no se masca, ni amarga ni da sabor (...); por eso también no le amarga  al pecador ni la muerte, ni el juicio, ni el infierno, porque no desmenuza estas cosas, sino que se las traga enteras, tomándolas  a bulto y carga cerrada " (Alonso Rodríguez, Compendio del Ejercicio de Perfección y Virtudes Cristianas, p. 94).

El Señor nos dará el tener una oración muy rica si nos abandonamos en Él. Santa Teresa era una verdadera maestra de oración y daba unos consejos muy prácticos.

«De esta suerte rezaremos con mucho sosiego vocalmente y es quitarnos de trabajo, porque a poco tiempo que forcemos a nosotros mismos, para estarnos cerca de este Señor, nos entenderá, como dicen, por señas; de manera que si habíamos de decir muchas veces el Pater Noster, se nos dará por entendido de una. Es muy amigo de quitarnos de trabajos, aunque en una hora no le digamos más de una vez, como entendamos que estamos con Él, y lo que le pedimos, y cuan de buena gana está con nosotros, no es amigo de que nos quebremos las cabezas hablándole mucho» (Sta. Teresa, Camino de perfección, 29, 4).

La oración debe ser ardiente. Su fuerza no radica en la prolijidad. No es necesario ser elocuente para ser escuchado.

«No es el sonido de los labios, sino el deseo ardiente del espíritu el que, como una voz insistente, llega a oídos de Dios» (cfr. Erasmo de Rotterdam, cit. por Halkin, Erasmo entre nosotros, p. 94-95).

María será siempre un modelo inestimable para nuestra oración.

«Bienaventurados más bien los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica» (Lc 11, 27-28).

Son dos bienaventuranzas: la dos dirigidas a su Madre. Le alegraría mucho al Señor que alabaran a su Madre y Él no quiere quedarse corto.


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