sábado, 9 de marzo de 2019

Obediencia y Apostolado


Durante el Tiempo de Navidad meditamos cada año los sucesos del comienzo de la vida del Señor y, con motivo de la Fiesta de la Sagrada Familia, recordamos los 30 largos años que Jesús pasó en Nazaret. Hoy, al comienzo de la Cuaresma, dedicaremos una reflexión a la Vida Oculta del Señor y otra a su Vida Pública.  

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8. Vida Oculta. Obediencia

Al volver de Egipto, la Sagrada Familia se instala en Nazaret, la pequeña población en la que vivían San José y la Virgen. No sabemos cuánto tiempo habrán estado en Egipto pero, seguramente, Jesús tendría uno o dos años de edad cuando muere Herodes (según cálculos recientes, pudo suceder el año 2 o 1 a.C.).

El Señor vivió en Nazaret hasta el año 27 d.C., que fue el año 15° del gobierno de Tiberio César. Todo ese tiempo lo pasó oculto, trabajando en el taller de José. Son significativas las palabras de San Lucas cuando la Sagrada Familia vuelve a Nazaret con ocasión de una visita a Jerusalén en que Jesús tenía 12 años de edad.

Él bajó con ellos y fue a Nazaret y estaba sujeto a ellos. Su madre conservaba todo esto en su corazón. Y Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres” (Lc 2, 51-52).

Jesús “estaba sujeto” a María y a José. Les obedecía en todo. María guardaba la humildad y obediencia de su Hijo en su corazón. Conservaba recuerdos preciosos del ocultamiento de Dios. El Señor no se distinguía de los demás niños y jóvenes de Nazaret. Aprendía todo y crecía como los demás en sabiduría, edad y gracia.

La obediencia, ante todo, es capacidad de escuchar, capacidad de aprender todos los días cosas nuevas. Es una virtud que requiere juventud de espíritu. La sabiduría que Dios quiere enseñarnos en infinita, es su misma Sabiduría. Jesús, en cuanto hombre, aprende, escucha…

Es la misma actitud que hemos visto en la Anunciación a María: “¿cómo será esto?”, le pregunta al ángel. La búsqueda es la primera dimensión de la fidelidad. Lo afirmaba San Juan Pablo II en su primera homilía, en la Catedral de México, el 26 de enero de 1979.

“No habrá fidelidad si no hubiere en la raíz esta ardiente, paciente y generosa búsqueda; si no se encontrara en el corazón del hombre una pregunta, para la cual sólo Dios tiene respuesta, mejor dicho, para la cual sólo Dios es la respuesta” (San Juan Pablo II, 26-I-1979).  

Ser obediente supone esa disposición contante a aprender, a descubrir qué es lo que Dios quiere de cada uno, en cada momento. Y que la voluntad de Dios se manifiesta, de ordinario, en la oración, los sucesos de la vida y, de modo particular, en los consejos que recibimos en la dirección espiritual.

Podemos descubrir a Dios en todo, pero siempre se ha recomendado en la Iglesia tener un director espiritual, que puede ser un sacerdote, o una persona de doctrina y vida rectas, que nos oriente, a la cual podamos acudir para confirmar lo que quizá ya hemos visto en la oración personal.

En general, todos los santos han apreciado mucho la dirección espiritual. Un acto de obediencia vale más, y da más gloria a Dios que la más perfecta de nuestras realizaciones. El grado de nuestra caridad es el grado de nuestra obediencia. El grado de gracia que recibimos está directamente proporcionado al modo en que obedecemos.

Jesús, en su vida oculta en Nazaret, nos enseña el valor de ser instrumentos en las manos de Dios: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?» (Lc 2, 49), les dice Jesús a sus padres en Jerusalén. Valen más las virtudes en las que subraya la causa principal, que es Dios.

La obediencia no es contraria a la libertad. Al contrario. Sólo se puede obedecer si uno es verdaderamente libre para buscar el bien, para hacer la voluntad de Dios que nos liberta auténticamente.

«La perfección del hombre no está tanto en el "auto control" ya que, por naturaleza somos lábiles e inestables. La perfección más bien está en la capacidad de adaptarse al ritmo de Dios; en buscar sosegadamente la unión con Dios —presente también en el mundo— por medio de la donación de sí mismo» (cfr. J.B. Torelló, Psicología abierta, pp. 51-53).

Jesús, en Nazaret, se entrega plenamente a vivir según el “ritmo de Dios”. Ese es su alimento diario: cumplir la voluntad de su Padre, que se manifiesta en el trabajo ordinario al que dedica la mayor parte de su día, y en las obligaciones familiares y sociales que tenía en la pequeña aldea.

San Josemaría utilizaba mucho una imagen expresiva para referirse a la obediencia. Dios nos pide ser dóciles como el barro en manos del alfarero (cfr. Jer 18, 6).

"Se precisa mucha obediencia al Director y mucha docilidad a la gracia [es decir, muchas ganas de conocer qué es lo que Dios quiere de nosotros, con plena certeza de que eso que quiere lo sabremos a través de la oración, de los acontecimientos de la jornada, de la dirección espiritual...]. —Porque, si no se deja a la gracia de Dios y al Director que hagan su obra [se trata de dejar hacer, de ser humildes y dóciles; se trata de abrir el alma para que puedan intervenir con plena claridad], jamás aparecerá la escultura, imagen de Jesús [eso es a lo que queremos llegar: ser otros Cristos], en que se convierte el hombre santo" (San Josemaría, Camino, n. 56).

Miremos a María cómo escuchaba la voz del Espíritu Santo. Ponderaba, meditaba, estaba deseosa de cumplir fielmente la voluntad de Dios con su fiat repetido mil veces al día.

9. Vida Pública. Apostolado

Jesús comienza su Vida Pública en el Río Jordán.

Al día siguiente, estaba Juan con dos de sus discípulos y, fijándose en Jesús que pasaba, dice: «Este es el Cordero de Dios». Los dos discípulos oyeron sus palabras y siguieron a Jesús. Jesús se volvió y, al ver que lo seguían, les pregunta: «¿Qué buscáis?». Ellos le contestaron: «Rabí (que significa Maestro), ¿dónde vives?». Él les dijo: «Venid y veréis». Entonces fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día; era como la hora décima”. (Jn 1, 35-39).

Jesús comenzó a hacer y enseñar (cfr. Lc 1, 1). Primero a hacer, a obedecer, a cumplir fielmente su deber ordinario en Nazaret. Luego, cuando llega el momento, comienza a enseñar. Los 30 años de Nazaret han sido como una preparación larga para su vida pública. Santo Tomás decía que el apostolado es “contemplata aliis tradere”, dar a los demás lo que previamente se ha contemplado. La oración y la vida contemplativa preceden siempre al apostolado.

Desde el comienzo de su Vida Pública, Jesús decide formar un pequeño grupo de discípulos que se reúnen en torno a Él. Era como una pequeña familia: como un trasunto de la Familia de Nazaret. Al principio no se dirige a las grandes multitudes. Con esto nos quiere enseñar que el Evangelio, la Buena Noticia que Él trae al mundo (que es el Amor de Dios por los hombres), se ha de propagar por irradiación, es decir, como el calor de una brasa encendida que, constante y eficazmente, sube la temperatura del ambiente en el que está colocada.

Ser apóstol es “ser enviado” a una misión. Jesús llama apóstoles a sus discípulos, porque Él los envía a dar testimonio. Los apóstoles lo son siempre, no sólo cuando predican o hacen milagros. Los apóstoles son “Cristo que pasa” al lado de los hombres. Hacemos apostolado en todo momento, con la oración, el ejemplo, las palabras y las obras.

El apóstol es un hombre (o una mujer) celoso. La palabra “celo”, en el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua (DRAE) tiene como primeros significados el “cuidado, diligencia y esmero que alguien pone al hacer algo” (1°) o “interés extremado y activo, que alguien siente por una causa o por una persona” (2°).

Al presenciar los discípulos de Jesús el episodio de la expulsión de los mercaderes del templo, recuerdan que estaba escrito “el celo de tu casa me consume” (Jn 2, 17 y cfr. Salmo 69, 9).

San Josemaría, en 1938, escribió lo que más tarde sería el punto 934 de Camino. Vale la pena revisar los dos textos. El segundo dice lo siguiente:  

El celo es una chifladura divina de apóstol, que te deseo, y tiene estos síntomas: hambre de tratar al Maestro; preocupación constante por las almas; perseverancia, que nada hace desfallecer” (Camino 934).

La ficha original de 1938 explica un poco más el punto de Camino:

"Manifestaciones del celo apostólico: hambre de tratar al Maestro. Oración, Penitencia, Estudio, no ciencia infusa. Teresa, ora; Ignacio, obra: Preocupación constante (las almas que no conocen a Cristo, las que le desprecian) sin perder la paz (chifladura). Comparar con las aficiones de los mundanos: Perseverancia, que nada hace desfallecer. Crecerse ante los obstáculos" (cfr. Pedro Rodríguez, Camino: Edición crítico-histórica).

Todos los cristianos somos apóstoles. Hemos recibido, con el Bautismo, el mandato de evangelizar. Cada uno lo hará en sus circunstancias personales. Nadie puede dispensarse de esta misión. En todo momento hemos de mostrar a Cristo a los demás. Y no lo podremos hacer si antes no nos hemos llenado de Él, mediante la oración diaria (“hambre de tratar al Maestro”).

La siguiente característica es “preocupación constante por las almas”. Nos interesan todas las almas (personas), como a Jesús. Pero es comprensible que nos ocupemos principalmente de las que Dios pone (ha puesto o pondrá) a nuestro lado: la familia, los compañeros de estudio o trabajo, etc. Nuestro mayor interés tendría que ser acercar almas a Dios. No porque nos sintamos superiores o con mayor sabiduría que los demás. El verdadero apóstol es siempre humilde y está abierto a aprender muchas cosas de los que le rodean. Pero siente el impulso de que, en su camino hacia Dios, haya otros que le acompañen, y comparte su amor a Dios con los demás.

Por último, el apóstol es “constante”, con una perseverancia que nada haga desfallecer. Sabe que el bien que pueda hacer a los demás no se nota de modo inmediato. Su misión es sembrar y no cansarse nunca de sembrar; con su oración, con su ejemplo, por medio de una palabra oportuna, con su vida entera. El apóstol no se fija tanto en los resultados de su apostolado. Muchas veces no se ven. Hay otro punto de Camino que lo refleja muy bien.

“No se veían las plantas cubiertas por la nieve. —Y comentó, gozoso, el labriego dueño del campo: "ahora crecen para adentro". —Pensé en ti: en tu forzosa inactividad... —Dime: ¿creces también para adentro?” (Camino 294).

María es la Reina de los apóstoles. ¿Cuál fue el apostolado de la Virgen? Decir miles de veces al día: “fiat; ecce ancilla Domini”.

Nosotros podemos hacer lo mismo que Ella: servir donde el Señor nos quiera. Para eso hemos venido al mundo. Podemos repetir esta jaculatoria que nos enseñó San Josemaría: “Si tú lo quieres, yo también lo quiero”.

Todos somos diferentes. Nuestras circunstancias son diversas. Podemos estar enfermos o no tener las cualidades necesarias para un determinado trabajo. Sin embargo, todo podemos amar lo que el Señor quiere de nosotros, aunque sea algo muy sencillo y oculto. La importancia del apostolado no está en la magnitud de las empresas a las que nos dediquemos sino en el amor a Jesucristo que ponemos en ellas.

Aprendamos de Nuestra Señora a ser útiles a los demás, a pensar en sus necesidades, a facilitarles la vida aquí en la tierra y su camino hacia el Cielo. Ella nos da ejemplo:

“En medio del júbilo de la fiesta, en Caná, sólo María advierte la falta de vino... Hasta los detalles más pequeños de servicio llega el alma si, como Ella, se vive apasionadamente pendiente del prójimo, por Dios” (San Josemaría, Surco, 631).


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